Debate publica una antología del escritor sin desperdicio, en la que el talento se une por lo general al amor.
Luis Antonio Villena / La Lectura
Siguiendo una frase tópica pero verdadera, podría decirse que Alfonso Reyes (Monterrey, 1889-Ciudad de México, 1959) fue el mexicano universal por excelencia. ¿No lo ha sido Octavio Paz también? Pero si Paz fue más llamativo, Reyes gobernó un territorio cultural aún más grande. Llegó a España en 1914, tras tener que salir de México un año antes por el asesinato a balazos de su padre, el general Bernardo Reyes, cercano al gobierno de Porfirio Díaz y con relaciones problemáticas con la Revolución.
Yo me quedé allá para siempre
Alfonso Reyes
Debate, 2024. 404 páginas. 21,90€
Aunque Alfonso, como muchos escritores mexicanos (bendita costumbre del país), trabajó casi toda su vida para el Cuerpo Diplomático de la nación, al llegar a Madrid tuvo cargos de muy poco relieve o no los tuvo. Por eso era más natural que aquel hombre cultísimo y curioso hiciera por integrarse en la vida cultural española –necesitaba dinero–, entonces en buena y renovada efervescencia, con lo que Alfonso iba a medirse con la España eterna de los clásicos –que le encantaba– y con esa España nueva fruto del avance del 98 y el Novecentismo.
Trabajó en el Centro de Estudios Históricos, que dirigía Menéndez Pidal, y colaboró en periódicos y revistas. Muy pronto (sin abandonar su sello mexicano) fue un personaje más del Madrid cultural y tertuliano en el entorno de 1920. Fue uno de los primeros en reivindicar a Góngora –lo que pronto lo uniría al 27–, realizó una versión en prosa del Cantar de Mío Cid, hizo tempranamente crítica de cine, e igual silueteaba con maestría a Lope de Vega a Quevedo –genios indudables– como se unía a los debates y semblanzas de tantos grandes escritores vivos…
Jordi Soler (un prólogo acaso breve) ha hecho una fértil antología de los escritos de Reyes en su década hispana, de 1914 a 1924, cuando el gobierno mexicano lo nombra embajador en República Argentina, y el título –sacado de una carta del polígrafo de 1932– ya dice todo sobre el amor que Alfonso profesó siempre por España y lo español: “Yo me quedé allá para siempre”.
De muchos modos es una demostrable verdad. Se fascina por Azorín (que en los años 20 pasaba por algo avejentado) demostrando que el callado alicantino manejaba como nadie la tradición y lo moderno. Admira a Valle-Inclán, escritor genial que sabe mudar de estilo sin mudar talento. Reyes ayudó, en 1921, a que don Ramón realizara su segundo viaje a México, con motivo del centenario de la independencia.
‘Yo me quedé allá para siempre’ es una antología sin desperdicio, en la que el talento se une por lo general al amor
Gran admirador de Juan Ramón Jiménez, en un delicado artículo nos presenta al algo neurótico y delicado JRJ que no soporta los ruidos de las casas ni de los insensatos vecinos y busca la calma como sea, haciendo forrar una habitación de fieltro. Para Reyes, Juan Ramón es un genio y asimismo un inequívoco personaje de El Greco.
La relación del mexicano con el ya poderoso Ortega y Gasset es más curiosa. Inicialmente lo admira sin fallas, pero poco a poco se percata de la excesiva prepotencia orteguiana, que, si no censura abiertamente, deja entrever. Para Reyes el paradigma de la más moderna España es Ramón Gómez de la Serna y el “ramonismo”.
Una antología sin desperdicio, en la que el talento se une por lo general al amor. Complemento perfecto, el libro de estudios, editado en Renacimiento, Alfonso Reyes y el novecentismo de Juan Pascual Gay y Francisco Estévez. Reyes, inolvidable, alto y necesario.