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Wagner eclipsa la temporada con el hechizo de ‘Tristán’ | El Confidencial

La fabulosa versión de Gaffigan, Ollé y Stephen Gould en Les Arts (Valencia) coincide con la profunda lectura que Semyon Bichkov ofrece en el Teatro Real

‘Tristan e Isolda’, en Les Arts de Valencia. (Miguel Lorenzo-Mikel Ponce)

RUBÉN AMÓN / EL CONFIDENCIAL

La luna de Valencia sorprendía luminosa e imponente a los espectadores de Les Arts nada más abandonar la función de Tristán e Isolda, como si fuera una prolongación accidental de la dramaturgia lunática de Alex Ollé.

Se diría que el satélite ejerce un poder magnético en la ópera de Wagner, representa el misterio de la luz en la sombra y de la sombra en la luz. La muerte y la resurrección en la eterna coreografía. El lado oscuro en convivencia con la faz luminosa. Y viceversa. “El día y la muerte, con golpes semejantes, ¿podrán alcanzar a nuestro amor?”, se pregunta Isolda.

La Luna es la alegoría del erotismo y la muerte. Y el recurso estético y teatral que imanta la narrativa de Ollé. En su forma explícita (el primer acto). En su noción simbólica (el segundo). Y en la similitud con la estrella de la muerte que adquiere en el tercero, como si fuera el mausoleo intemporal de Tristán.

Correspondió a Stephen Gould representar al mito wagneriano. Y lo hizo con unos medios y un resultado artístico imponentes. Resiste Gould a todas las aristas del personaje —el volumen, la introspección, el lirismo, el heroísmo— y demuestra haberlo amaestrado con una asombrosa familiaridad.

Tristán es un papel feroz que puede demoler una carrera y una vida, pero el tenor de Virginia ha aprendido a relacionarse con sus venenos. Y a modular las dosis, la exposición. Son 10 las producciones que ya ha protagonizado Gould. Y 75 las ocasiones en que lo ha interpretado, 30 de ellas en la colina verde de Bayreuth. Por eso impresionan las facultades que expuso en Valencia, sensible e intenso, frágil y poderoso, luminoso y oscuro.

Otro momento de la puesta en escena lunática de ‘Tristán e Isolda’. (Miguel Lorenzo-Mikel Ponce)

Tuvo a su favor el esmero orquestal de James Gaffigan, la trama sonora que el maestro neoyorquino fue capaz de alumbrar entre los recursos alquímicos del foso. Lo agradecieron los espectadores con bravos y clamores. Identificaron la destreza y el instinto con que Gaffigan matizaba el viaje iniciático. Cuestión de intensidad, de estupor cromático y de sensibilidad, hasta el extremo de proponernos una versión camerística e íntima.

Wagner no multiplica los efectivos orquestales en nombre de la opulencia ni de la megalomanía, sino para enriquecer la dialéctica y los colores. No se trata de cuantificar, sino de cualificar. Y de predisponer un pathos sonoro que Gaffigan convirtió en energía creativa y en expresión del éxtasis.

Luz en la oscuridad, oscuridad en la luz. Tal era la compenetración de la escena y el foso. Y el estupor místico de una función progresiva a cuyo soberbio reparto —Ain Anger, Claudia Mahnke, Kostas Smoriginas—, acaso le faltó una Isolda de mayor envergadura de cuanto lo fue Ricarda Merbeth.

El pasaje sublime del Libestod, por ejemplo, se resintió de cierto convencionalismo, aunque la sensibilidad de la orquesta intervino para reconducir la extrema emoción del viaje. Tenía sentido que subiera a saludar al escenario Ana Rivera provista de su corno inglés. No solo para que se le reconociera el pasaje solista del tercer acto, sino para significar los méritos de sus compañeros bajo la dirección clarividente de James Gaffigan.

Eclipse de Wagner, ya que hablamos de la Luna y de Tristán e Isolda. Y de la réplica acontecida en el Teatro Real de Madrid en una versión semiescenificada y superdotada a la vez. Por la calidad del reparto. Y porque el maestro Semyon Bychkov se revistió de una singular túnica negra para consumar el hechizo en una función de elocuentes hondura y solemnidad.

La intimidad de los enamorados. (Miguel Lorenzo-Mikel Ponce)

Estaba la orquesta sobre el escenario en lugar del foso, pero la opulencia sonora a disposición no descuidó la atención a los cantantes. Bychkov los condujo con esmero. Los involucró en una lectura sinfónica cuyos matices predisponían la riqueza de las texturas sonoras y la tensión del latido interior.

Ya había dirigido Bychkov en Madrid Parsifal. Y había demostrado su afinidad a la melodía (y armonía) eterna del wagnerisno. Más que una ópera, el director ruso concibió una experiencia. Un acontecimiento progresivo. Y una travesía exigente que no secundaron todos los espectadores.

Se había puesto el cartel de No hay billetes a propósito del operón, pero no comparecieron muchos abonados. Y algunos otros se bajaron de la excursión aprovechando las pausas del primer acto y del segundo. Les pareció excesivo conceder cinco horas de su vida, de su tiempo.

Peor para ellos. Se perdieron el clímax. Y la visión sublime del Liebestod. Allí estaba Catherine Foster para alumbrarlo. Y para redondear una actuación memorable, con el mérito que suponía haber llegado a Madrid en misión paracaidista. No estaba prevista la soprano británica. Se incorporó a última hora para sustituir a la indispuesta Ingela Brimberg. Apenas pudo ensayar unos minutos en el Real, pero Foster aloja a Isolda en las entrañas. La había homologado en Bayreuth y ha madurado el personaje hasta concederle la gravedad, el color, la musicalidad y la teatralidad que requieren el personaje.

Se aclamó a la “sustituta” con tanto entusiasmo como a Andreas Schager, aunque los méritos que implican sobrevivir a Tristán —y los tuvo el tenor austriaco— no disculpan la estridencia, la ingratitud del timbre ni la propensión a gritar. Nada que ver con la nobleza, escrúpulo y contención de Franz Josef Selig en el papel supremo de Markle. O con la imponente credibilidad de Ekaterina Gubanova (Brangäne). No hay personajes secundarios en Tristán e Isolda. Nada hay de superfluo ni de accesorio, aunque sí puede, debe, discutirse la decisión de presentar la ópera con la fórmula semiescenificada.

En ausencia de una verdadera dramaturgia y de una puesta de escena a la altura de Valencia —por ejemplo—, hubiera sido mejor plantearla en versión de concierto. El híbrido resultó embarazoso. Deambulaban los cantantes sobre el escenario sin demasiado criterio. Se amontonaban a la orilla de la orquesta. Vestía cada uno como le daba la gana. Y sobreactuaban con los gestos y los paseos, aunque tiene sentido agradecerles que no les hiciera falta recurrir a la partitura, como si la ópera les saliera desde dentro.

Fuente: https://www.elconfidencial.com/cultura/2023-04-28/wagner-tristan-isolda-opera-valencia_3618392/

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