En el Día Internacional de la Danza, Carmen Romero y Marta Aramburu, bailaoras de flamenco, hablan sobre las luces y las sombras de dedicarse al baile
L. LEZAMA / EL CONFIDENCIAL
Hay algo ancestral y casi adictivo en moverse al ritmo de la música. Quizá por eso son tantos los que bailan y tan variados los motivos por los que lo hacen: conectar con nuestros pensamientos o evadirnos de ellos, hacer deporte o simplemente disfrutar de una melodía bonita. Todos tenemos una canción con la que nos resulta imposible quedarnos en el sitio y el día de la Danza es perfecto para recordarla.
Al igual que uno tiene hambre de comida, también la tiene de danza: de pulir movimientos, de entender armonías, de representar por fin, con precisión y al tiempo, ese paso que se atasca. Cuando vemos a todas esas bailarinas gráciles que parecen fundirse con la música se diría que les sale solo, que nacieron preparadas para hacer giros imposibles y equilibrios surrealistas frente al gran público que aplaude. La frustración, las lesiones y las muchísimas horas de trabajo tienen, en cambio, menos testigos: apenas las compañeras y las salas de ensayo. Y a veces, ni eso.
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De entre todas las danzas, si hay una que se caracteriza por la pasión y la fuerza ese es el flamenco: es como una espuma caliente que llega hasta al último centímetro del cuerpo, que pareciera que se desborda: su magia reside en poder en retener lo incontenible y también en saber el momento preciso en el que soltarlo. Cantaba Joaquín Sabina que bailar es soñar con los pies, pero también vivir un poco al revés. De esas dos cosas saben mucho las bailaoras y docentes Carmen Romero y Marta Aramburu, que viven por y para esta disciplina. Si como decía Sabina bailar es soñar con los pies, enseñar a hacerlo es dar alas a los que lo aprenden. En esta entrevista con El Confidencial cuentan las partes más dulces (y las más agrias) de vivir por y para la danza.
Carmen Romero
“Mira, mira” Carmen Romero (Murcia, 2003) se pellizca el brazo después de preguntarle como está al entrar a clase: “Me estoy quedando más delgada, si es que esto es un no parar”. Lo dice riéndose, con el brillo en los ojos de quien sabe que es cierto que su vida es frenética pero le apasiona vivirla.
Con solo mencionar el baile ya sonríe “Tiene tantos palos que se ajusta a como estás y siempre puedes disfrutarlo: si un día estoy más contenta, unas alegrías. ¿Que estoy más de bajón? Una soleá. Es la libertad total de ser yo misma”. Hija de otra bailaora, recuerda que sus primeros bailes fueron en pañales en la academia de su madre. Su futuro lo tiene casi tan claro como su pasado: «Si hay algo de lo que yo quiero comer en esta vida es del baile».
Y no duda en contar que le gustaría siempre siempre dedicarse a esto, aunque la situación del flamenco en España le entristece porque cree que no se valora lo suficiente: «Se creen que esto va solo de bailarse un día unas rumbas o unas sevillanas de fiesta y la cosa va mucho más allá: es cultura con mayúsculas”.
Marta Aramburu
Marta Aramburu (Santander, 1984) también es de las que viven corriendo por las calles de Madrid con los zapatos y la falda de ensayo en el bolso. Su amor por el baile fue fraguándose poco a poco: en casa, con la familia, con las amigas. Cuando en el colegio le ofrecieron elegir actividad extraescolar no dudó en elegir la danza, y poco a poco consiguió un hueco en este mundo.
Como en el mecanismo de un reloj, en el directo de danza flamenca cada uno tiene clara su función a cumplir. Los miembros del tablao casi recuerdan a los atletas olímpicos: interpretan con gracia y naturalidad lo que cuesta horas de entrenamiento y práctica. Un fallo en las palmas, la guitarra, el cante o la propia danza puede desencadenar un pequeño caos. Aramburu confiesa que es precisamente eso lo que le hace mantenerse en la profesión: «Es un momento mágico de comunión entre el baile y la música en directo, que siempre busco cuando bailo».
Pero no se dejen llevar por el sentimiento y las palma: bajo los lunares, las flores y los tacones hay trabajadores que merecen condiciones dignas, seguridad y la oportunidad de desarrollar un proyecto de vida: “Yo echo mucho de menos de las instituciones un apoyo real, y eso no es una foto de un político en una portada. Las condiciones laborales no nos ayudan a ver un futuro tranquilo, con estabilidad y con ayudas. Ojalá dedicarme siempre a esto, pero es una profesión muy dura. También porque depende mucho del físico”, cuenta Marta Aramburu a El Confidencial.
Para los que dudan entre bailar o no, Aramburu deja un mensaje claro: “Sí, siempre. Si hay una duda es porque hay una chispa. Siempre hay que probar: la danza reanima el espíritu. Moverse al ritmo de la música es algo tan primitivo, nos hace conectar con el ser humano, nos deja ser quienes somos y no pensar en otras cosas”
Así que, para ser uno mismo o para dejar de serlo por un rato, para soltar o para retener, para apagar un fuego o para encenderlo. Entre bailar o no bailar: elijan bailar. Bailar siempre.