El nuevo ensayo del pensador esloveno, del que aquí se puede leer un adelanto, llama a cambiar el paradigma en la manera de entender los giros del mundo actual para superar el espejismo de libertad que lo caracteriza.
SLAVOJ ZIZEK / EL MUNDO
Vivimos una época extraordinaria en la que no existe ninguna tradición en la que podamos basar nuestra identidad, ningún marco de universo significativo que nos permita llevar una vida que vaya más allá de la reproducción hedonista. El nihilismo actual –el reino del oportunismo cínico acompañado de una permanente ansiedad– se legitima como la liberación de las viejas represiones: disponemos de libertad para reinventar constantemente nuestra identidad sexual, para cambiar no solo de trabajo o de trayectoria profesional, sino incluso nuestros rasgos subjetivos más íntimos, como nuestra orientación sexual. Sin embargo, el alcance de estas libertades queda estrictamente prescrito tanto por las coordinadas del sistema existente como por la manera en que funciona de hecho la libertad consumista: la posibilidad de escoger y consumir se convierte de manera imperceptible en una obligación de elegir del superego. La dimensión nihilista de este espacio de libertades solo puede funcionar de una manera permanentemente acelerada: en cuanto frena, somos conscientes de la falta de sentido de todo el movimiento. Este Nuevo Desorden Mundial, esta civilización sin mundo que emerge gradualmente, afecta de manera evidente a los jóvenes, que oscilan entre la intensidad de vivir plenamente (el goce sexual, las drogas, el alcohol, incluso la violencia) y el ansia de triunfar (estudiar, tener una carrera profesional, ganar dinero… dentro del orden capitalista existente). La transgresión permanente se convierte así en la norma.
Consideremos la encrucijada de la sexualidad o del arte actuales: ¿hay algo más aburrido, oportunista o estéril que sucumbir a la orden del superego de inventar constantemente nuevas transgresiones y provocaciones artísticas (la performance del artista masturbándose en escena o cortándose de manera masoquista, el escultor que exhibe cadáveres de animales en descomposición o excrementos humanos) o el mandato paralelo a entregarse a formas de sexualidad cada vez más «atrevidas»?
La única alternativa radical a esta locura parece ser la locura aún peor del fundamentalismo religioso, un repliegue violento a algún tipo de tradición artificialmente resucitada. La suprema ironía es que un retorno brutal a cualquier ortodoxia religiosa (inventada, naturalmente) se presenta como la «incitación a pensar» definitiva: ¿acaso no son los jóvenes terroristas suicidas la forma más radical de juventud corrupta? La gran tarea del pensamiento actual consiste en discernir los contornos precisos de esta encrucijada y encontrar una salida.
Un suceso reciente ilustra a la perfección la coincidencia paradójica de opuestos que subyace al paso que va de la fidelidad a la tradición a una «incitación a pensar» transgresora. En un hotel de Skopie, Macedonia, en el que me alojé hace poco, mi compañera preguntó si podía fumar en la habitación y la respuesta que obtuvo del recepcionista fue impagable: «Claro que no, está prohibido por la ley. Pero en la habitación tiene ceniceros, de manera que no hay problema». La contradicción entre prohibición y permiso se asumía de manera tan descarada que quedaba anulada, se trataba como si no existiera; el mensaje era el siguiente: «Está prohibido y así es como tienes que hacerlo». Este incidente nos ofrece probablemente la mejor metáfora de la delicada situación ideológica en la que nos encontramos.
¿Cómo hemos llegado a este punto? Una de las mayores aportaciones de la cultura estadounidense al pensamiento dialéctico es la serie de vulgares chistes de médicos del tipo «Primero la mala noticia y, luego, la buena» como este: «La mala noticia es que padece usted cáncer terminal y morirá en un mes. La buena es que también hemos descubierto que sufre un alzhéimer avanzado, de manera que cuando llegue a casa ya habrá olvidado la mala noticia». Quizá deberíamos recordar la política radical de manera parecida. Después de tantas «malas noticias», de ver tantas esperanzas brutalmente aplastadas en el espacio de la acción radical -que, por un extremo, tendría a Maduro en Venezuela y, por el otro, a Tsipras en Grecia-, es fácil sucumbir a la tentación de afirmar que dicha acción no ha tenido nunca ninguna oportunidad de triunfar, que estaba condenada desde el principio, que la esperanza de un cambio real y eficaz a mejor era una mera ilusión. Lo que no deberíamos hacer es buscar «buenas noticias» alternativas, sino distinguir entre las buenas y las malas noticias, cambiar nuestro punto de vista y verlo de una manera nueva. Tomemos la perspectiva de la automatización de la producción, que -o eso teme la gente- disminuirá de manera drástica la de- manda de trabajadores y hará que se dispare el desempleo. ¿Por qué hay que temer esta perspectiva? ¿Acaso no abre la posibilidad de una nueva sociedad en la que todos tendremos que trabajar mucho menos? ¿En qué tipo de sociedad vivimos en que las buenas noticias se convierten automáticamente en malas?
LOS CUATRO NIVELES DE JERARQUÍA
Hace décadas, la revista Mad publicó una serie de variaciones sobre el tema de los cuatro niveles de jerarquía. En relación con la moda, por ejemplo, en el escalón inferior encontramos a aquellos que viven ajenos a la moda y les da igual; luego están aquellos que intentan mantenerse al día con las tendencias de la moda pero siempre se quedan atrás; luego están aquellos que se pueden permitir seguir sin ningún problema las últimas tendencias, y, finalmente, en lo más alto, están aquellos que, al igual que los que están en lo más bajo, no les importa lo que llevan porque ellos determinan la moda: lo que ellos deciden llevar es la moda. ¿No ocurrirá lo mismo con la confianza social? En el escalón inferior estarán los marginados a quienes no les importa su calificación; luego los que se quedan atrás e intentan mejorar su nota; luego los que tienen buenas notas, y, finalmente aquellos que, igual que los del escalón inferior, no les importa su nota porque tienen acceso a todo (en China, por ejemplo, los altos cargos de la nomenklatura estatal no tendrán que preocuparse lo más mínimo de su calificación). El grupo superior y el inferior son en cierto sentido libres: no se preocupan por sus calificaciones e incluso se podría decir que los que están en lo más bajo son más libres, puesto que los de nivel superior tienen otras preocupaciones (¿permanecerán en la cima?); quizá los que están en lo más bajo, excluidos como están de cualquier calificación y orgullosos de no hacerle caso a la misma, son los nuevos proletarios de hoy, quienes, tal como señaló Marx, son libres en un doble sentido: libres en el sentido de no tener posesiones sociales y en el sentido de ser simplemente libres.Más en El MundoUn experto propone limitar al máximo el resto de actividades mientras se vacuna a la poblaciónLa heroicidad del ginecólogo de la Reina: andando entre la nieve para atender un parto
Hoy en día, los que están por encima de cualquier valoración son, naturalmente, las grandes corporaciones vinculadas a agencias gubernamentales: ellas ejemplifican la privatización de nuestros bienes comunes. Resulta emblemática la figura de Elon Musk: pertenece al mismo grupo que Bill Gates, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg, etcétera, todos ellos multimillonarios «con conciencia social». Representa el capital global en su aspecto más seductor y «progresista» o, dicho de otra manera, más peligroso. A Musk le gusta advertir de las amenazas que las nuevas tecnologías plantean a la dignidad y la libertad humana, cosas que, por supuesto, no le impiden invertir en una empresa de interfaz cerebro-computadora llamada Neuralink, centrada en crear dispositivos que se pueden implantar en el cerebro humano, con el propósito final de ayudar a los seres humanos a fusionarse con el software y estar al día de los avances de la inteligencia artificial. Estos avances podrían mejorar la memoria o posibilitar una interfaz más directa con los dispositivos de ordenador: «Creo que con el tiempo veremos una fusión más directa entre la inteligencia biológica y la inteligencia digital». Toda innovación tecnológica siempre se presenta así, recalcando sus ventajas para la salud o para la humanidad, para que no veamos sus implicaciones y consecuencias más o menos siniestras: ¿podemos llegar a imaginar qué nuevas formas de control contiene este así llamado «lazo neuronal»? Por eso, resulta absolutamente imprescindible mantenerlo fuera del capital privado y del poder estatal y que sea totalmente accesible al debate público.
Julian Assange tenía razón en su libro fundamental, extrañamente ignorado, sobre Google: para comprender cómo se regulan nuestras vidas en la actualidad y cómo esta regulación se experimenta como si fuera libertad, tenemos que centrarnos en la turbia relación entre las corporaciones privadas que controlan nuestros bienes comunes y las agencias estatales secretas.
Fuente: https://www.elmundo.es/cultura/literatura/2021/01/11/5ffaf25c21efa0d5508b45e5.html