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Sin radio, sin libros y con sexo reglado: cómo escapar de una comunidad judía ultra | El Confidencial

En el libro ‘Los que se van no regresan’, Shulem Deen cuenta cómo se enfrentó a la comunidad jasídica ‘skver’ y a las normas de este grupo de ultraortodoxos de Nueva York

RAMÓN GONZÁLEZ FÉRRIZ / EL CONFIDENCIAL

En 1993, poco después de casarse, Shulem Deen compró un radiocasete. A su mujer le pareció una pésima idea. La parte del casete no le parecía mal, pero la de la radio, sí.

De modo que Deen le prometió a su mujer que haría lo que hacían muchos de sus vecinos. Dejaría el interruptor en el que optabas entre ‘casete’ y ‘AM’ o ‘FM’ en la primera posición y lo encolaría para que no pudiera moverse. Taparía con cinta la franja de sintonización en la que aparecían las distintas emisoras y tiraría la antena para que nunca tuvieran la menor tentación de escuchar la radio. Su mujer aceptó, pero con desconfianza. Y con razón. Deen no cumplió su palabra. Durante mucho tiempo, dejó el aparato encima de la nevera y la familia solo lo utilizaba para poner música infantil mientras sus hijos jugaban. Pero años después, una noche, mientras su mujer y sus hijos dormían, Deen se subió a una silla, conectó unos auriculares y empezó a darle vueltas a la rueda de sintonizar. Lo que oyó le fascinó, y eso que ni siquiera sentía curiosidad por la música pop ni nada particularmente osado. Solo anuncios, información del tráfico, entrevistas. “Me sentía como un visitante de otra época que se encontraba con la edad moderna”, cuenta en ‘Los que se van no regresan’, un libro extraordinario, de los más impresionantes que he leído en mucho tiempo, recién publicado en castellano por la editorial Capitán Swing.

Su marido tenía que llevar su ropa interior a la autoridad religiosa del pueblo para que comprobara si había manchas de menstruación

Porque, en cierto sentido, Deen procedía de otra época. Vivía en New Square, un barrio situado a una hora en coche de Manhattan, Nueva York, en el seno de una comunidad judía jasídica llamada ‘skver’. Allí, las reglas sociales son tan estrictas que incluso a muchos ultraortodoxos les parecen una forma de fanatismo. Deen se había casado con su mujer a los 18 años sin conocerla, habían tenido cinco hijos; apenas hablaban inglés —se comunicaban en yidis— y su vestimenta estaba estrictamente regulada. Ella llevaba la cabeza rapada, porque el pelo era considerado una provocación erótica, y su marido tenía que llevar su ropa interior a la autoridad religiosa del pueblo para que comprobara si había manchas de menstruación y, si era así, advertirle a Deen de que seguía sin poder tocar a su mujer; solo cuando ella estuviese ‘limpia’ y el rabino lo certificara, podrían volver a mantener relaciones sexuales, y el número de estas también se regulaba. El calendario estaba muy marcado por las celebraciones religiosas, que incluían no solo las bodas o la circuncisión —celebraciones en las que hombres y mujeres no podían mezclarse— sino incluso el primer corte de pelo de un niño. El rabino tomaba decisiones sobre prácticamente todos los aspectos de la vida social y privada de los creyentes. Y casi todo lo moderno estaba prohibido, en especial todo lo que tuviera que ver con la información y las noticias.

Después de la radio, y siempre a escondidas, Deen siguió probando cosas prohibidas. Leía la enciclopedia en la biblioteca pública. Leía el periódico. Se compró un reproductor de vídeo y vio películas, casi todas completamente inocentes. Incluso dio de alta una línea de internet. Y esas experiencias fueron haciendo crecer sus dudas. ¿Por qué vivían así? ¿Por qué debía aceptar la autoridad del rabino? ¿Por qué no podían su mujer y él decidir cómo funcionaba su matrimonio y educaban a sus hijos? ¿Por qué no podía ser un hombre de verdad y hacer un trabajo con el que mantener a su familia en lugar de pasarse el día estudiando la Torá? Y algo todavía más peligroso: ¿seguía creyendo en Dios?

Leía la enciclopedia en la biblioteca pública. Leía el periódico. Se compró un vídeo y vio películas, casi todas completamente inocentes

‘Los que se van no regresan’ es un testimonio extraordinario de cómo Deen reunió la fortaleza necesaria para asumir que había dejado de ser un hombre religioso y de entender por qué debía vivir en una comunidad con ese grado de control sobre los individuos. No es un libro resentido, y eso lo hace mejor: en ocasiones, cuando alguien de su comunidad es acosado o los demás le dan una paliza porque se niega a cumplir las reglas religiosas —un vecino decide que sea un rabino de otra comunidad más laxa quien lleve a cabo el ‘bar mitzvá’ de su hijo; eso se considera una ofensa y otros vecinos le rompen las ventanillas del coche y le revientan los neumáticos—, Deen se pregunta si no son demasiado parecidos a los talibanes. Y cuando él mismo se siente acosado —un vecino se pone a gritar en el autobús que es un hereje cuando le ve leyendo el libro de un rabino reformista—, detesta a su comunidad. Pero no hay ningún odio en el relato; es más, hay una enorme paciencia y cierto afecto perplejo por un mundo tan extravagante. Cuando su mujer descubre que se ha comido un filete de salmón con patatas en un restaurante que no es ‘kosher’, rompe a llorar y a gritar y le acusa de destruir la vida de sus hijos. Lo mismo hace cuando sale a la calle con vaqueros. ¿En serio comer salmón o llevar vaqueros es tan importante?

Abandonar la comunidad supone para Deen un daño brutal. Vivir en el mundo en el que vivimos los demás le requiere un esfuerzo sobrehumano —no conoce los códigos de conducta en un bar, o cómo se habla con una mujer que no es la tuya; en realidad, ni siquiera habla bien inglés— y acaba perdiendo, además de su comunidad, a su familia. Sus hijos le repudian por hereje y no quieren verle. Sin barba, con el pelo corto, sin las largas patillas en forma de tirabuzón, sin el enorme sombrero de pelo animal, se ve extraño. Pero es libre y, sobre todo, nadie le reprende por hacerse preguntas acerca de lo que no entiende o la manera en que debería vivir.

‘Los que se van no regresan’ es un testimonio extraordinario, sin rencor, sobre la cárcel que son las identidades y la obsesión por perpetuar una forma de vida a costa de la libertad de los individuos. La mayoría de nosotros nunca viviremos condiciones tan extremas. Pero libros como este son un recordatorio excelente de que la apertura, la tolerancia y la mezcla son siempre una elección. Seguramente, la mejor.

Fuente: https://blogs.elconfidencial.com/cultura/el-erizo-y-el-zorro/2021-04-06/judios-ultra_3020120/

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