Del último meme a fotos de violencia extrema de Ucrania o la Franja de Gaza, vemos cada 24 horas lo que una persona de hace un siglo en toda su vida. Unas cumplen su misión informativa, otras nos saturan y dificultan que empaticemos con las víctimas. ¿Vemos demasiado de lo que ocurre en zonas de guerra o demasiado poco?
ANDRÉS SEOANE / LA LECTURA
«Saturados de imágenes de una especie que antaño solía impresionar y concitar la indignación, estamos perdiendo nuestra capacidad reactiva. Los ciudadanos de la modernidad, los consumidores de la violencia como espectáculo, los adeptos a la proximidad sin riesgos, han sido instruidos para ser cínicos respecto de la posibilidad de la sinceridad. Dondequiera que la gente se sienta segura, sentirá indiferencia». Esto reflexionaba la intelectual y escritora Susan Sontag hace dos décadas en su icónico ensayo Ante el dolor de los demás. Una realidad que no ha ido a menos, sino todo lo contrario.
Hoy en día, se calcula que cada año se toman cuatrocientos billones de fotografías, y cada día vemos tantas imágenes como una persona de hace un siglo veía en toda su vida, unas 80.000 de media. Y si bien muchas de ellas, especialmente en las redes, son memes o fotografías de consumo rápido y entretenimiento, otras muchas reflejan tragedias de todo tipo, en particular guerras como la de Ucrania, ya cercana a los dos años o la reciente erupción de violencia en Oriente Medio. ¿Qué papel juegan estas imágenes bélicas o de catástrofes en el espectador actual? ¿Cómo nos conmueven hoy en día?
Para el filósofo Fernando Broncano, catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad Carlos III de Madrid, está claro que la imagen ha perdido su poder como «transmisora de la crueldad el sufrimiento, su capacidad de apelar a la compasión. Pero no tanto porque hayamos perdido la capacidad de reacción emocional, sino porque las imágenes ya no tienen ese poder de convicción que tuvieron tradicionalmente«, explica, «desde la iconografía religiosa a la irrupción de la imagen periodística en la Guerra de Vietnam). También la sobreexposición y el doble uso en la información y en la ficción en la pantalla, contribuyen a que pierdan poder movilizador emocional».
«La sobreexposición a este tipo de imágenes tiene un fuerte impacto en la sensibilidad y puede provocar una cierta fatiga, haciendo que tanto la compasión como el reconocimiento de lo ajeno, y en especial del dolor, disminuyan y se relativicen», coincide Ana García Varas, profesora de Estética y Teoría de las Artes de la Universidad de Zaragoza y experta en filosofía de las imágenes. «Uno de los mayores peligros de esta constatación es acabar vinculando las imágenes violentas con aquello que Fredric Jameson llamaba en los años 90 «el carácter esencialmente pornográfico de lo visual», insistiendo en que las imágenes muestran algo que no debe verse, que debe permanecer oculto«.
Permanecer oculto o deformarse a conveniencia, pues como apunta el historiador Vicente Sánchez-Biosca, catedrático de Comunicación Audiovisual en la Universidad de Valencia, «los velos mediante los cuales se bloquea el efecto de las imágenes son muy variados». Él destaca la ideología, «uno especialmente dañino. ¿Cómo es posible pensar que Daesh, por ejemplo, difunda imágenes de tortura y decapitaciones pensando en a la vez aterrorizar al enemigo y atraer a posibles militantes a la causa? Lo llamativo de las ideologías fuertes es que deshumanizan al enemigo y contribuyen a invisibilizar la mostración de la violencia«, sostiene. «Por citar un caso actual: los pronunciamientos sobre la salvaje violencia terrorista de Hamas del 7 de octubre y la larga ofensiva israelí en Gaza parece jugarse en el terreno simple de la ideología más que en la del análisis. Nada más ver las siglas ideológicas de alguien, ya sabemos lo que nos va a decir del conflicto».
NO QUEREMOS SUFRIR
Así pues, menos emocionalidad, menos interés por saturación e incluso manipulación ideológica, afectan a cómo vemos imágenes de guerra hoy en día. Pero hay quien opina justamente lo contrario. «Aunque parezca sorprendente, vemos menos imágenes de las que deberíamos sobre violencia en zonas de guerra. Estoy seguro de que si el ciudadano medio viera sólo el 1% de la violencia que suponen los brutales bombardeos de Gaza y Ucrania tendría una digestión muy pesada. Lo que insensibiliza es no poder ver imágenes, eso hace que la gente pierda el interés por el sufrimiento ajeno», sostiene el veterano reportero de guerra Gervasio Sánchez.
Y plantea una pregunta clave, la del testimonio, la de aquellas imágenes que a lo largo de la historia han permitido que hubiera reacciones políticas, que se creara memoria. «¿Qué hubiera pasado con los campos de concentración nazi si no hubiéramos visto las imágenes? Se hubieran podido inventar que fueron mentira, las imágenes demostraron claramente lo que había ocurrido. Lo mismo en Vietnam, Afganistán, el cerco de Sarajevo, Ucrania hoy… Las imágenes son muy importantes. Insisto. La insensibilidad se inicia cuando desaparecen las imágenes de los conflictos«.
Alberto Rojas, redactor y reportero de la sección internacional en EL MUNDO que ha estado cubriendo el conflicto ucraniano, abre otro frente. «Últimamente nos hemos hipersensibilizado, nos hemos hecho más infantiles a la hora de afrontar determinadas imágenes, nuestra mala conciencia ha empezado a funcionar de manera un poco descontrolada y no queremos ver. No queremos sufrir», lamenta. «Es un mal general de la sociedad actual. Hace 20 o 30 años se mostraban imágenes del terrorismo de ETA en los informativos o los periódicos con gente literalmente reventada dentro de un coche bomba. Recordemos a Irene Villa, sin piernas en el abriendo un telediario. Si hicieras eso hoy tendrías muchísima gente protestando, enviando quejas a los medios diciendo que eso es intolerable», se queja.
Y es que en este debate sobre cómo nos afectan las imágenes es clave nuestro acceso a ellas, de qué forma y en qué contexto las vemos, y en eso juegan un papel determinante los medios de comunicación. «El primer objetivo de los medios son las audiencias. La violencia vende, pero se ve condicionada por determinados tipos de censura, entre las cuales la ética no es la primordial. En este sentido me parece admirable la aproximación al Holocausto que efectúa la reciente película La zona de interés«, ejemplifica Esteve Riambau, doctor en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Autónoma de Barcelona y director de la Filmoteca de Cataluña. «Frente a la ausencia de imágenes documentales rodadas por los propios nazis o la imposibilidad de reproducir el horror, el film de Glazer muestra el contracampo del horror: la vida cotidiana de los verdugos en idílicas viviendas adyacentes al campo de exterminio».
LA IMPORTANCIA DE MOSTRAR
Volviendo de la ficción a la realidad, ¿existe realmente esa censura? Rojas recuerda la reciente polémica ocurrida el pasado octubre cuando la imagen del cadáver del joven desaparecido Álvaro Prieto entre dos vagones de tren generó airadas reacciones. «La foto contaba lo que había pasado, no se veía el chaval, sólo sus pies, sus zapatillas. Hemos publicado imágenes muchísimo más duras. Y, sin embargo, especialmente a causa de las redes sociales, surgió una oleada de críticas brutal, como si tu fueras un carnicero por haber publicado eso. Lo hago porque esa imagen es informativamente relevante», defiende. «No sé si es directamente autocensura, pero evidentemente todos esos miedos a la crítica viral existen, y los medios los valoran. Por suerte, todavía seguimos publicando imágenes que, aunque sean duras, son periodísticamente valiosas».
Una opinión que comparte Sánchez, para quien «la calidad informativa en la sociedad está vinculada a conocer con más profundidad lo que ocurre en el mundo y una sociedad sin buena calidad informativa, como es la española está totalmente condenada a la manipulación«. Tras 40 años dedicado a la profesión, el fotoperiodista considera «absurdo que las imágenes sobre esas violencias descarnadas, esos bombardeos salvajes, no aparezcan en ningún lado. Si un día cae una bomba en un lugar y mata a 25 chiquillos, lo que no se puede hacer es censurar las imágenes. Si no, ¿a qué estamos jugando? Para qué sirve nuestro trabajo, el reporterismo de guerra?«, se pregunta.
«Aunque ahora la sociedad no quiere ver, cada vez más tenemos problemas de conciencia, de empatía. Si no conocemos lo que ocurre en un sitio, es muy difícil que vayan a pasar cosas que puedan cambiarlo. Ocurrió en la época de la pandemia, cuando la gente no quería ver y muchos políticos querían evitar que hiciéramos nuestro trabajo. La lucha de los ciudadanos por mejorar el mundo en que vivimos tiene mucho que ver con la mejora de una calidad informativa ajena intereses políticos ni de personas ajenas al periodismo».
VÍCTIMAS DE PRIMERA Y DE SEGUNDA
Una de las grandes acusaciones que pesan sobre los medios es el doble rasero, que apuntaba Rojas al hablar del caso español, una polémica impensable si esa misma imagen viene de una zona de conflicto o incluso de cualquier país no occidental. ¿Existen diversos grados aceptables de violencia según el país del que venga o de qué se muestre? Para Sánchez-Biosca, autor de La muerte en los ojos (Alianza, 2021), donde analiza y comparalas fotografías tomadas por torturadores y criminales de guerra de diversas épocas, de Auschwitz a Abu Ghraib, de Chile a Camboya, sí.
«Distintas tradiciones étnicas, religiosas, políticas tienen una relación diferente con la imagen. Occidente, en su afán -quizá bienintencionado- de información sobre las injusticias, ha protagonizado una relación demasiado unidireccional sobre la significación de ver como sinónimo de denunciar, entender. Esa es la operación sobre la que hay que trabajar y, en ese punto, los medios de comunicación o la lógica ciega de la mostración no puede estar separada de formas de entender más empáticas», sostiene.
«Es evidente que hay víctimas de primera y segunda categoría. Las cercanas tienen nombre y apellidos. Las lejanas son anónimas. Los niños son víctimas particularmente sensibles en la explotación de la violencia pero, a su vez, se convierten en iconos tan potentes como el judío del gueto de Varsovia o la vietnamita quemada por napalm», apunta Riambau. Por su parte, Broncano asegura que hoy en día «todo está polarizado, claro, y la imagen violenta no iba a ser distinta: las imágenes de Ucrania, las de los israelíes y las de Gaza, las que nadie llegamos a ver de África o China. La mirada es la primera víctima de la polarización, por supuesto. Cabría pensar que aún tenemos un sentido de la compasión humana por el otro, aunque sea una víctima del otro lado, pero no sé si es así«.
Con esta existencia de dos morales según qué y dónde están de acuerdos ambos fotoperiodistas. «En España muere un niño, por ejemplo, en un accidente de circulación, y rápidamente en las imágenes se le velan los ojos para que nadie sepa quién es. Eso en el tercer mundo, no pasa. Es muy hipócrita eso de que si el niño es blanco y ha nacido en occidente le tapamos la cara y si es un niño etíope, no se la tapamos. Yo soy partidario de sacar caras y rostros sin pixelar nada nunca», defiende.
Por su parte, Sánchez asegura que «jamás nadie se ha quejado de las imágenes de hambrunas con bebés, niños, hombres y mujeres muriendo ante la cámara de hambre o de cólera en Sudán, Ruanda, Liberia o Sierra Leona. Pero, por ejemplo, sí que hubo restricciones con el sida. Al principio sí que hubo un intento de mostrar el sida en los países occidentales con la con la desnudez necesaria, pero luego se empezó a hacer mucho teatro», recuerda. «Hay mucha hipocresía. Cuando se ha producido aquí la epidemia del covid, hemos evitado, y yo el primero, mostrar rostros de ancianos muriendo en las en las residencias. Lo que tendríamos que hacer los periodistas cuando estamos en una zona de conflicto es tratar a las personas que sufren igual que nos gustaría que nos trataran a nosotros si estuviéramos en su lugar. ¿Me gustaría que un periodista llegase y fotografías a mi hijo agonizando de cólera o de hambre con la cara llena de moscas? Pues yo no lo hago».
LA COMPETENCIA DE LA IA
El último elemento en liza, tras la (auto)censura y el doble rasero, es la competencia que a los medios tradicionales, dotadores de contexto y profundidad -«La función ilustrativa de las fotografías deja intactas las opiniones, los prejuicios, las fantasías y la desinformación», decía Sontag-, le hacen internet y las redes sociales, que para Sánchez se han vuelto «un comodín para, de alguna manera, hacer creer que la censura es necesaria» y para Riambau tienen dos importantes agravantes «el anonimato del emisor y la impunidad frente a la falsificación de la información».
«Desde hace años, mediante los algoritmos, las redes se convirtieron en aparatos de propaganda, a veces en manos de producciones automáticas de mensajes mediante los boots, generando una progresiva desconfianza», sostiene Broncano. «En los últimos años se ha producido una tiktokización de las redes: el público sube menos contenido y se queda más enganchado a los reels e imágenes que han invadido todas las redes y medios sociales. Pequeños videos que producen adicción sin producir reacción emocional«. ¿Quizá otro elemento de insensibilización?
Pero el mundo digital juega otra baza peligrosa: las imágenes falsas generadas por Inteligencia Artificial. Un estudio realizado por Everypixel Journal centrado en los más populares sistemas de IA para crear fotos (Midjourney, Stable Diffusion, DALL-E y Adobe Firefly) llegó a una conclusión inquietante: la inteligencia artificial generó durante 2023 más imágenes que la fotografía tradicional en más de 150 años. «De momento todavía es fácil discernir qué viene de inteligencia artificial y qué no, pero llegará un momento en el que, cuando la tecnología se perfeccione… habrá que crear una industria con gente exclusivamente dedicada a verificar imágenes«, explica Rojas. «Los reporteros vamos a seguir trabajando de la misma manera, pero sé que nuestro trabajo va a estar todavía más cuestionado de lo que lo está ahora».
Para Sánchez, este nuevo escenario sería simplemente un escollo más en la lucha por mostrar la verdad. «Esto ha pasado siempre. Antes de internet y de las redes había periodistas que mentían, había propaganda en los medios de comunicación, incluso había periodistas que hacían de correa de transmisión de las mentiras. Esto ha ocurrido siempre y siempre ocurrirá», valora. «La clave, es conseguir que los ciudadanos, sobre todo los más jóvenes, sepan utilizar internet y las redes, sepan alimentarse de internet, profundizar en los temas, empatizar y discriminar lo falso».
¿EL FIN DE LOS ICONOS?
Entonces, ¿es hoy nuestro mundo más violento que hace unas décadas? ¿Somos más conscientes y nos importa menos? «Si somos más conscientes es porque la violencia es más visible, más universal. Pero ser conscientes no equivale a ser más sensibles o más antiviolentos«, apunta Esteve Riambau. Para Broncano, nada ha cambiado. «El siglo XX fue un siglo violento que fue in crescendo: después de las guerras mundiales comenzó la Guerra Fría (nada fría), las guerras de descolonización, más tarde los fundamentalismos y el terrorismo… Ahora mismo hay (creo no estar equivocado) cincuenta y cinco guerras en activo en el mundo. Que lo llamemos guerra mundial o conflictos lejanos es solo un matiz», opina.
«Una cosa es la violencia material, otra su consumo. Los años del crecimiento de la violencia visible pasaron ya. Los años 60 del siglo pasado, incluso los 70, eran de una violencia visual extrema«, apunta Sánchez-Biosca. «Hoy, en cambio, creemos que conocemos todo lo que sucede en el mundo, gratuitamente, simplemente porque vemos unas cuantas imágenes de esos lugares recónditos». En opinión de García Varas, «el volumen de imágenes actual sí nos da la capacidad de ser más conscientes, lo cual permite ser cautelosamente optimistas. Pero la comprensión de la violencia pasa también por una mejor comprensión de sus imágenes. La reacción visceral puede en ocasiones ser de poca ayuda y llevar simplemente al miedo, al rechazo, por lo que hay que buscar el contexto».
Lo que está claro es que en este mundo saturado de imágenes ya no hay espacio para aquellos iconos de las décadas pasadas. «Es casi imposible crear hoy imágenes que se hagan tan reconocibles y simbólicas como la niña del napalm de Vietnam, que cambió el curso de la guerra y hoy sería una más», afirma Rojas. «Vivimos en el scroll infinito, en un fast food visual, y no dedicamos el tiempo a la reflexión que requiere una imagen de calado documental poderoso, como la de Kevin Carter y la niña sudanesa con el buitre o la del tanque de Tiananmén. Quizá la última gran imagen icónica fue la de Obama viendo en directo la muerte de Bin Laden. Sin embargo, hay que seguir mostrando». Esperemos, pues, que la cantidad sea capaz de sustituir a la calidad.
Y es importante no caer en el solecismo moral de creernos de algún modo moralmente superiores a dichos sentimientos, pues son universales e ineludibles, por mucho que deseemos lo contrario. Vuelvo a las dos fotos de Mikhailo Dianov: si bien un ucraniano no se cansará de ellas, ¿el foco de ese ucraniano será igualmente fiel cuando se enfrente a las imágenes de un Mikhailo Dianov gazatí o tigrayano, de los que, por desgracia, hay muchos? La respuesta es obvia, y no sólo porque, como escribió mi madre, la naturaleza humana considera «intolerable ver los sufrimientos propios aparejados a los de otros cualesquiera», porque comparar sufrimientos -mi madre pensaba específicamente en cómo se sentían los sarajevitas con los que pasó el terrible año del asedio de 1994 cuando los forasteros los sermoneaban sobre lo mal que estaban las circunstancias en otros lugares, pero, como todo ucraniano sabe, hay una versión local de ello- es, de hecho, plantear la pregunta: «¿Qué infierno era peor?, lo cual degradaba el martirio […] a una mera instancia». ¿Tenían los sarajevitas de entonces y los ucranianos de hoy el derecho absoluto a preocuparse más por su propio sufrimiento que por el de los demás? Por supuesto que lo tenían y lo tienen. Pero ese derecho es igualmente incuestionable en los gazatíes y los tigrayanos. Mi madre vio claramente la complejidad moral del asunto, advirtió que los seres humanos no somos máquinas altruistas, ni nuestra cabeza y corazón reactores dedicados a la tarea de producir solidaridad ilimitada. Pero además de hacer hincapié en el hecho de que «no debería suponerse un ‘nosotros’ cuando el tema es la mirada al dolor de los demás», semejante desafío moral se lo habría dejado a los ucranianos, los gazatíes y los tigrayanos.
«Me es imposible pensar que mi madre no apoyara a Ucrania con tanta pasión incansable como apoyó a Bosnia hace 30 años»
En cambio, el desafío moral que mi madre pretendía dilucidar en Ante el dolor de los demás era otro. Comenzó con la premisa según la cual, dice, «ser espectador de calamidades que tienen lugar en otro país es una experiencia intrínseca de la modernidad». ¿Qué implica, se preguntaba, ser dicho espectador, reconociendo que en la naturaleza de esa experiencia, al margen de la influencia de las ambiciones morales de cada cual, la gama de reacciones, desde el alejamiento a la indiferencia, son posibilidades siempre presentes? La incesante difusión de imágenes del dolor y el horror, sostenía mi madre, inexorablemente seguidas por la resultante «sobrecarga de información», según los especialistas que se remontan a Marshall McLuhan, el filósofo canadiense de los años 60, cuyo libro Comprender los medios de comunicación: Las extensiones del ser humano de 1964 es la piedra angular de la teoría moderna de los medios, han «[socavado] nuestra capacidad de responder a nuestras experiencias con renovadas emociones y pertinencia ética». Habría podido añadir que semejante bombardeo psíquico es tan intenso que hasta la simpatía actual está enferma. En efecto, Ante el dolor de los demás es, en buena medida, una condena a la simpatía tal y como se entiende convencionalmente hoy día. «Siempre que sentimos simpatía, sentimos que no somos cómplices de las causas del sufrimiento. Nuestra simpatía proclama nuestra inocencia, así como nuestra ineficacia. En esa medida puede ser una respuesta impertinente, si no inadecuada a pesar de nuestras buenas intenciones».
Al lector escéptico podría preocuparle que someter la simpatía a un juicio ético semejante pone en riesgo desechar una idea para la cual, aun si se conceden sus limitaciones, no existe todavía remplazo alguno. En alguna ocasión escribí que yo era un hijo, no un médium, y por ello anticipo con las advertencias pertinentes lo que a mi entender habría sido la respuesta de mi madre. Ella habría señalado, me parece, que como método para generar solidaridad -y la cuestión de si es posible dispensarla eficazmente en nuestra época y, suponiendo que así sea, cómo lograrlo, es el auténtico proyecto de Ante el dolor de los demás– la simpatía ha fracasado. Para los ucranianos de hoy, así como para los bosnios de comienzos de los 90, se ha vuelto muy dolorosa y aterradoramente evidente. Es cierto, Occidente apoya a Ucrania, lo cual, para dejarlo claro, es preferible absolutamente a la falta de simpatía, incluso a la hostilidad -no se ha de suavizar esto-, tan extendida en otras regiones del mundo. Pero al igual que Occidente simpatizó, pero no intervino en Bosnia, Occidente simpatiza, pero de algún modo nunca, desde la invasión a gran escala en febrero de 2022, ha entregado a Ucrania los medios militares para derrotar a Rusia. Ruego que la situación cambie, pero las plegarias por ATCMS y F-16 no son ATCMS y F-16. Las palabras de mi madre, por lo pronto, todavía siguen siendo trágicamente las pertinentes: «La compasión -escribió-, es una emoción inestable. Necesita traducirse en acciones o se marchita. La pregunta es qué hacer con las emociones que han despertado, con el saber que se ha comunicado. Si sentimos que no hay nada que ‘nosotros’ podamos hacer -pero ¿quién es ese ‘nosotros’?- y nada que ‘ellos’ puedan hacer tampoco -y ¿quiénes son ‘ellos’?- entonces comenzamos a sentirnos aburridos, cínicos y apáticos». Estas palabras bien podrían haberse citado de un telediario sobre Ucrania emitido desde Washington, Bruselas o Berlín.
En un mundo ideal, el remedio sería sustituir la autocomplaciente misericordia inducida por los medios de comunicación, que es transitoria por definición, por lo que mi madre llamó «una ecología de las imágenes» en Sobre la fotografía, su libro de 1977. En Ante el dolor de los demás, que en importantes aspectos es una reconsideración de los planteamientos, al menos sobre la fotografía bélica, que defendió en esa obra anterior, reconoció que no se produciría aquella ecología de imágenes y que «ningún Comité de Guardianes racionará el horror en aras de mantener plena su capacidad de conmoción». Y sin embargo, la guerra por la existencia, por la perduración física y cultural que Ucrania libra actualmente le habría horrorizado, pero en modo alguno sorprendido. Supo que los horrores no remitirían. Y no perdía el tiempo con quienes hoy -como los ucranianos saben a su costa-, al igual que en 2004 cuando escribió el libro, siempre se sorprenden con «la existencia de la depravación, que se muestran desilusionadas (incluso incrédulas) cuando se le presentan pruebas de lo que unos seres humanos son capaces de infligir a otros -en el sentido de crueldades horripilantes y directas-«.
Todos conocemos a personas así en Occidente, personas sorprendidas por Bucha, personas que, como señaló mi madre, aún «no han alcanzado la madurez moral o psicológica». Si bien para ella, para quien Bucha habría sido tan poco sorprendente como imperdonable, «a partir de determinada edad nadie tiene derecho a semejante ingenuidad y superficialidad, a este grado de ignorancia o amnesia».
‘Ante el dolor de los demás’, el último libro de mi madre, no ofrece una fórmula para convertir la compasión en solidaridad activa»
¿Cómo puede entonces allegarse un lector de 2024, sobre todo un lector ucraniano, a Ante el dolor de los demás? La respuesta, me parece, es que se trata, sobre todo, de una advertencia: contra el callejón sin salida moral en que se puede convertir la simpatía, en el sentido de vivenciar el dolor de los otros a una distancia segura, si no viene aparejada de introspección. No se trata de que mi madre abogara por apartar la mirada de esas imágenes, a pesar de todas sus ambigüedades morales. Más bien para ella mirar fotografías que plasman grandes crueldades y crímenes imponía la obligación de «pensar en lo que implica mirarlas», es decir, situar esa mirada bajo lo que mi madre llamaba la supervisión de «la razón y la conciencia». Nunca fue una moralista de sillón: la guerra no le era ajena, desde la arrasada Hai Phong bajo el bombardeo de los aviones estadounidenses B-52 durante la guerra de Vietnam, a la guerra árabe-israelí de 1973, y por último a la Sarajevo asediada a partir de la primavera de 1993. Y aunque albergo pocas certidumbres sobre lo que habría pensado mi madre si estuviera viva actualmente, me es imposible imaginar que no apoyara a Ucrania con tanta pasión incansable como apoyó a Bosnia hace 30 años. Sabía, por supuesto, que la razón y la conciencia no bastaban. «La designación de un infierno -escribió-, nada nos dice, desde luego, sobre cómo sacar a la gente de ese infierno, cómo mitigar sus llamas». Aun así, insistió, «parece un bien en sí mismo reconocer, haber ampliado nuestra noción de cuánto sufrimiento a causa de la perversidad humana hay en un mundo compartido con los demás».
Ante el dolor de los demás no ofrece una fórmula para convertir la compasión en solidaridad activa. En mi opinión, el rechazo de mi madre en el libro a fingir, a diferencia de lo que ya se ha vuelto casi la norma entre los intelectuales contemporáneos en Occidente, que en los propios deseos y esperanzas se pueden encontrar respuestas al margen de la poca relación que estos guarden con la realidad -lo que se sostiene que debería suceder de hecho puede suceder si sólo se teoriza lo suficiente- la honra. Debería ser obvio, y espero que los lectores ucranianos coincidan en ello.
Fuente: https://www.elmundo.es/la-lectura/2024/02/15/65cba070fc6c83ad578b45ae.html