Decenas de miles de titulares han creado un nuevo suceso hiperreal: el fin de la red social de microblogging. ¿Nos encontramos ante la caída de la empresa del multimillonario Elon Musk o ante un cambio epistémico radical a la hora de pensar y experimentar nuestra relación con las tecnologías digitales?
EKAITZ CANCELA / EL SALTO DIARIO
Dadas las lógicas culturales del capitalismo digital, uno nunca sabe si la postmodernidad se encuentra al borde de la explosión —llevándose consigo este sistema y sus más destacadas plataformas— o si asistimos a una actualización permanente del prefijo de marras. La compra de Twitter por parte de Elon Musk, el hombre más rico del mundo con una fortuna de 219.000 millones de dólares, da buena cuenta de esta ambivalencia. Si bien el rápido flujo de mercancías sigue —y seguirá— colonizando nuestra actividades rutinarias genuinas con la ayuda de las ubicuas tecnologías de la información, los contornos de la sociedad del espectáculo que describió Guy Debord han dejado de mostrarse como una imagen invertida de nuestra existencia donde las relaciones sociales capitalistas reinan sobre cualquier otra experiencia.
Ante el escándalo sobre la masiva fuga de programadores de Twitter (ha pasado de 7.500 trabajadores a 900), la gente no se ha identificado de manera pasiva con el reiterado espectáculo de Musk. Más bien al contrario, en buena medida gracias a la actividad de los medios de comunicación, los usuarios y usuarias han interiorizado el final de Twitter como algo real. En otras palabras, han percibido el acontecimiento del juicio final sin el filtrado radical sobre la realidad que ejercen diariamente esta plataformas digitales. Por este motivo, más que un simulacro habitual, donde las certezas sobre el mundo que nos rodea se extinguen a medida que hacemos scroll, muchas personas han comenzado a buscar alternativas casi de manera intuitiva o pragmática.
Aunque fuera de manera breve, la siguiente idea ha comenzado a cobrar fuerzas en nuestra conciencia: parafraseando negativamente a Fredric Jameson, resulta más fácil imaginar el fin de Twitter que el fin del mundo. Esto es, al contrario de lo enunciado por Mark Fisher o cualquiera de los filósofos post-modernos, es posible pensar en un afuera al realismo capitalista. Y no solo. Existiría en lo más profundo de nuestra subjetividad cierta pulsión a salir de este sistema. Las tecnologías, que parecían haber cancelado nuestro futuro de la manera totalizadora expresada por pensadores frankfurtianos de la talla de Herbert Marcuse, aparecen ahora como las facilitadoras orgánicas de cierta posibilidad para ir más allá.
Este instante de peligro, donde las ruinas del pasado se muestra en el presente como catástrofe, es lo que en otro lugar denominé como “despertar del sueño tecnológico”. Una oportunidad para reflexionar estratégicamente sobre cómo utilizar las tecnologías de manera que sirvan de palanca para superar el capitalismo y, con ello, rediseñar las plataformas concebidas para mantener las relaciones de intercambio mercantil intactas.
En términos más claros: hemos de aprovechar este espectáculo para politizar las tecnologías, evitando que sigan siendo herramientas diseñadas únicamente para consolidar la posición de la clase dominante tras la crisis de 2008. Esta es la única forma de roturar el suelo de la modernidad de todos sus mitos digitales. Entre ellos, y quizá el principal, una de las peores herencias del 15-M u otros movimientos similares en todo el mundo: la idea de que las redes sociales pueden ser técnicas de coordinación social, organización antisistémica, comunicación de ideas antagonistas o incluso dispositivos para la construcción de un sentido común de época alternativo. En otros términos, la revolución no será tuiteada.
Iron Musk
Revolución pasiva
Más allá de las notas publicadas en medios en las últimas horas, otra idea de Walter Benjamin: “La catástrofe, que todo siga igual”. Esto es, que Elon Musk mantenga la plataforma en funcionamiento como si no hubiera ocurrido nada, encuentre otros trabajadores, matice su órdago de estilo trumpista respecto a las condiciones laborales de sus empleados y continúe con sus planes de amortizar políticamente los 44.000 millones que le ha costado Twitter. Este es un escenario bastante probable. Al fin y al cabo, en los cinco meses previos a que comprara la red social se marcharon 500 empleados y el servicio siguió estando disponible sin muchos problemas, como sigue estándolo en la actualidad, aunque con ciertos problemas. Ciertamente, Twitter solo ha interrumpido su funcionamiento de manera reciente debido a un fallo en los servidores derivados del calentamiento de unos de sus centros de datos en California, algo que nos dice más sobre las posibles formas que puede adoptar el fin del capitalismo que todas las estupideces de Elon Musk.
En cualquier caso, tampoco hacen faltan dosis elevadas de imaginación para pronosticar otras posibilidades. Pudiera ser que, de manera paralela, naciera una red social nueva, como Bluesky Social, impulsada precisamente por el fundador de Twitter, Jack Dorsey. En este caso, el peligro sería que se impusiera la nueva propuesta cripto-populista de las plataformas: un protocolo de red descentralizada puede desplazar a las Big Tech y encaminarnos hacia una experiencia en internet más democrática. Una historia donde los viejos emprendedores son disrumpidos por los nuevos reyes de la Web3, quienes además podrían aprovechar las ingentes cantidades de dinero provenientes del capital riesgo, de los fondos de inversión soberanos como Softbank o de otro millonarios para remodelar profundamente el panorama tecnológico. El prisionero de Bari, Antonio Gramsci, lo denominaría “revolución pasiva.”
Por otro lado, y pese a lo extendido que se encuentre el boom de Mastodon, lo cierto es que resulta complicado pensar que esta red de microblogging —impulsada por una entidad no comercial y asentada sobre el protocolo estandarizado impulsado por el World Wide Web Consortium— pueda sustituir a Twitter o incluso a Facebook. Si bien Mastodon superó en noviembre el millón de usuarios activos mensuales, la red social de Musk cuenta con 1.300 millones de usuarios, mientras que la plataforma de Mark Zuckerberg cuenta con 2.740 millones.
Asimismo, muchos de los comportamientos detrás de la espantada hacia redes alternativas se deben a que famosos, influencers, empresas o simplemente periodistas, artistas o amagos de intelectuales tratan de conservar las migajas de su capital cultural o la reputación social adquirida tras una década de trabajo gratuito en esta nuestra red social. Un suceso dantesco, pues cualquiera que tuviera cierto interés en otras plataformas, con arquitecturas distribuidas de los servidores federados, en oposición a la centralizada de las plataformas comerciales, llevaría años participando con las interesantes comunidades que pueden encontrarse en Mastodon.
Sea como fuere, resultaría paradigmático que la única forma de emancipación respecto a las plataformas orientadas al lucro fuera haciendo gala de nuestra soberanía como usuarios-consumidores, es decir, eligiendo de manera individual marcharnos a una red social que muchos de nosotros ni siquiera hemos elegido. Este es, de hecho, la mejor expresión de la hegemonía neoliberal, una ideología donde los organismos públicos no tienen nada que decir sobre el poder de las plataformas. ¿Cómo se explica sino que una sola directiva de Twitter puede censurar al ex presidente de Estados Unidos y que ningún país pueda legislar o intervenir sobre las condiciones de uso de dicha plataforma?
En resumen, los medios de comunicación nos han transmitido el fin de Twitter como un suceso hiperreal similar al enunciado por Jean Baudrillard o Umberto Eco, orientando así nuestro comportamiento hacia Mastodon. Pero, ¿y si este escándalo sirviera para repensar radicalmente nuestra relación epistemológica con las tecnologías?
El día que se acabó Twitter 1
El modelo Mastodon
Como señalaba en un artículo reciente Marta Cambronero, investigadora de la unidad Tecnopolítica del grupo CNSC (IN3-UOC), “Mastodon difícilmente reemplazará la función que tiene Twitter en el sistema de medios” pero puede servir para “retomar cierto control público-comunitario sobre una parte, aunque sea limitada, de las infraestructuras digitales”. Desde luego, esta red federada contiene características interesantes para acabar con las peores lógicas de las plataformas comerciales, como las dichosas marcas personales, la obsesión por el capital social y el modelo publicitario que corren determina el lenguaje de comunicaciones interacciones diarias. Por ejemplo, Mastodon permite espacios (llamados instancias) con reglas de comportamiento determinadas a la hora de establecer relaciones sociales. La comunidad, acostumbrada al flujo habitual de ultraderechistas y TERF, ha creado buenas prácticas y mecanismos para expulsar a quienes promueven mensajes de odio.
Ello se debe, como recordaba Cambronero, a que la actividad del usuario en esta red no está determinada por las lógicas capitalistas de expropiación de datos, sino a garantizar derechos digitales relacionados con la participación segura en la esfera pública, a saber, el acceso a la información veraz, la libertad de expresión o la privacidad. Es importante observar que el mercado no es la institución central de la modernidad y que pueden fomentarse, como en Mastodon, reglas de acceso al conocimiento no mediadas por la forma mercantil de la publicidad.
Por mucho que exista gente que defiende la idea de que Twitter es un canal de comunicación fundamental para el ejercicio de la democracia o incluso una forma de vida en la sociedad digital, lo cierto es que esta red ha sido diseñada para descubrir poco más que mercancías de consumo constantemente actualizadas con el objetivo de que pasemos más tiempo en la plataforma y asi monetizar mejor nuestro comportamiento. Al igual que en Facebook, o incluso Google News, los usuario deben invertir ingentes cantidades de tiempo haciendo scroll sobre contenido basura que no aporta nada en términos existenciales, que no contribuye a descubrir esferas nuevas sobre cómo disfrutar de una existencia de vida digital genuina, que rara vez a ayuda a encontrar aspectos de nosotros que no conocíamos o simplemente a aprender cosas. Podría decirse que Twitter era un McDonalds del intelecto mucho antes de que Elon Musk lo comprara.
En Mastodon, al contrario, cuando alguien realiza una búsqueda de contenido por palabra clave o hashtags solo encuentra aquello que ha obtenido la aprobación de la comunidad que compone dicha instancia. Ello pone de manifiesto otra cuestión fundamental a la hora de pensar en las alternativas a las redes corporativas: la curaduría de conocimiento. Respecto a las figuras humanas que median en la esfera pública, ¿por qué el criterio que otorga la reputación social o el capital cultural en Twitter o Facebook para liderar la conversación pública es la distribución de contenido viral sin ninguna utilidad pública? Bajo estas plataformas e infraestructuras privadas, los algoritmos están diseñados para distribuir mensajes sencillos, que no hacen pensar, priman el ingenio o la creatividad orientada a despertar las mentes humanas —y ya no digamos a fomentar la organización colectiva—.
Además, como dejaba caer Richard Seymour en ‘The Twittering Machine‘, la empresa de Musk es una máquina de triturar los cánticos científicos o sociales que emanan de voces autorizadas y que han acumulado altos grados de conocimiento sobre la realidad que nos rodea mediante su actividad de investigación, praxis políticas o cualquier otra acción no orientada a producir mercancías. Existen decenas, cientos, miles de voces que no encuentran forma de distribuir su saber porque priman youtubers, tuiteros o todo tipo memes intelectuales que predican refuerzan mecanismos de legitimación del neoliberalismo como la ignorancia, la confusión, la conspiración o simplemente el consumismo digital.
¿Hay alternativas?
Haciendo uso del realismo anticapitalista, podríamos imaginar plataformas alternativas (comunitarias, libres y donde reine la creatividad) para enriquecer nuestra existencia en la esfera pública digital. Nos referimos a priorizar a los curadores, maestros reconocidos y elegidos por la sociedad, en detrimento de los algoritmos para desempeñar funciones centrales de moderación, filtrado de información y modelaje de las posibilidades para orientarnos a un futuro post-capitalista. Se trataría de crear algo así como los mimbres institucionales que, ayudados de las tecnologías digitales, pudieran fomentar la deliberación colectiva sobre los escenarios posibles, potenciales y deseables (climáticos, sociales, económicos, culturales, urbanos…). De nuevo, el ser humano debe controlar estos devenires, no códigos privativos e imposibles de auditar.
De este modo, podríamos imaginar infraestructuras tecnológicas distintas a Twitter para llevar a cabo toda suerte de experimentos naturales de organización colectiva, e incluso plantear que el desarrollo de las plataformas pudiera estar apoyado por el sector público. Siendo realistas, la ayuda del Estado es necesaria: cualquier alternativa a Twitter requieren de enormes cantidades de dinero público. Además, al contrario que en las distopías de George Orwell, ahora existen formas de evitar las tendencias totalitarias del comunismo a fin de garantizar la privacidad por diseño en los códigos abiertos o el encriptado sólido de las comunicaciones. También pueden implantarse mecanismos jurídicos para asegurar que no exista vigilancia estatal, así como herramientas de participación en las decisiones públicas –à la Decidim– y así favorecer que se deleguen poderes políticos sobre la comunidad.
¿Acaso es posible pensar en cómo socializar las redes de acuerdo a categorías que miran con nostalgia a las inexistentes fábricas industriales en las que habitan obreros blancos ingleses del siglo XIX?
Es imposible predecir si la muerte de Twitter llegará mañana o no, pero resulta cada vez más sencillo pensar en las tecnologías como instituciones colectivas, al igual debiera serlo el Estado; como espacios para la libertad que pueden ser repensados y actualizados mediante las facilidades que permiten las herramientas de código abierto. Más que redes alienantes donde consumir basura, no sería complicado impulsar plataformas sociales en las que cada persona pudiera enunciar problemas relacionadas con el uso de estas y recibir soluciones a cambio. Lugares donde, además, ese intercambio o feedback pudiera viajar por toda la red para mejorar la vida digital de otras personas y mejorar la experiencia digital. Estas redes serían mecanismos de comunicación y coordinación mucho más desarrollados de los que permite el mercado. Asimismo, este sería un experimento anticapitalista mucho más realista que los discursos habituales de los viejos comunistas.
La manera en que Twitter ha ocupado categorías no económicas en nuestra vida, como la cultura o la sociedad, obliga a pensar en nuevas agendas socialistas. Por ejemplo, ¿cómo institucionalizar la producción de nuevo conocimiento y experiencias innovadoras de una manera no mercantilista? ¿Cómo distribuir a todas las personas estas joyas de sabiduría y erudición que ahora se encuentran en los márgenes de los motores de búsqueda? ¿Cómo conseguir que esos intercambios generen un tipo de valor distinto al del mercado y que, al mismo tiempo, sirvan para encontrar arreglos colectivos a nuestros problemas más acucinantes? ¿Cómo hacer que eso desemboque en debates donde se muestran las problématicas en toda su complejidad e involucren toda la inteligencia de sus participantes? Y lo más importante, ¿cómo hacerlo de manera no tecnopopulista, sino de manera democrática y otorgando la soberanía digital a las comunidades?
Más allá de pasarnos a Mastodon o no, deberíamos convencernos de que Twitter ha naturalizado la competencia como única forma de entender nuestra actividad en las redes sociales. Como nos enseña Mastodon, aunque también las librerías, bibliotecas, asociaciones de vecinos u otras organizaciones analógicas, ni la mejor de las burocracias, o la más eficiente de las planificaciones gubernamentales, conseguirá imponer una alternativa sin la ayuda de las comunidades. Aunque puedan apoyarla económicamente, como hicieron con las televisiones, los sistemas salud o la educación pública, las formas de innovación y reproducción social entre medias del mercado y el Estado que la “muerte de Twitter” nos permite imaginar son posibles debido a la carácter comunicativo y cultural que estas redes han adquirido. Solo desde esa perspectiva, y tratando de alterar sus funciones sociales, podemos pensar verdaderamente en un afuera del capitalismo.
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YAGO ÁLVAREZ BARBA5El autor de este artículo publicará su tercer libro, Utopías digitales (Verso), el 16 enero de 2023.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/tecnopolitica/realismo-anticapitalista-muerte-twitter?&utm_medium=social&utm_campaign=web&utm_source=telegram