En plena emergencia climática, la última obsesión de los multimillonarios de Silicon Valley es revertir el envejecimiento. ¿Nos hemos olvidado de que además de un cuerpo, habitamos un mundo?
ANA VIDAL EGEA / IDEAS
El pistoletazo de salida para la revolución llamada a postergar el proceso de envejecimiento tuvo lugar en 2012. Shinya Yamanaka y John Gurdon ganaron el Premio Nobel de Medicina por sus trabajos sobre cómo reprogramar células adultas en células madre (las investigaciones pioneras de Gurdon habían permitido en 1996 la clonación de la oveja Dolly). Hoy, entre los proyectos más prometedores en este sentido está el equipo dirigido por el biólogo molecular David Sinclair, cuyas investigaciones en la Escuela de Medicina de Harvard podrían prevenir el cáncer, el alzhéimer, la diabetes y enfermedades cardiovasculares. Han logrado prolongar la vida de ratones y planean probar en monos antes de considerar aplicaciones en humanos. Empresas como bioRxiv, Calico y Altos Labs, con científicos españoles, se centran también en el rejuvenecimiento celular.
Prolongar la vida es una posibilidad muy realista teniendo en cuenta que ya existen lugares, las llamadas zonas azules, donde se vive en torno a los 100 años: Okinawa (Japón), Cerdeña (Italia), Icaria (Grecia) Loma Linda (EE UU) y Nicoya (Costa Rica). Allí se desarrollan hábitos de vida más saludables (movimiento, dieta y reducción de estrés) y se fomenta la pertenencia a una comunidad, con lazos sociales y familiares sólidos. Pero dicha posibilidad es también una obsesión de muchos multimillonarios, y, en concreto, la reversión del envejecimiento, una veta de negocio en Silicon Valley.
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El tiempo apremia para muchos de sus gurús. Bill Gates tiene 68 años; Tim Cook, 63; Jeff Bezos, 60; pero nadie como Bryan Johnson ha hecho de ello, literalmente, una forma de vida. A sus 46 años, presume de tener la piel de un niño tras recibir plasma de su hijo de 17 (algo que ha tenido resultados en ratones), llevar una dieta estricta, practicar ejercicio y tomar 111 pastillas diarias. Destina dos millones de dólares anuales a su proceso antienvejecimiento. También lidera el movimiento Don’t die (no mueras) y ofrece productos y consultoría a través de su empresa, Blueprint.
En cualquier caso, si siguen proliferando las iniciativas que tienen por objetivo que el ser humano viva más tiempo y, sobre todo, si siguen auspiciadas por los magnates más poderosos del mundo, en unas dos décadas es probable que haya avances significativos disponibles para el público en general. Pero la cuestión crucial es: ¿estamos preparados para hacerla ecológicamente sostenible?
Demográficamente, nos enfrentaríamos a una población predominantemente envejecida, con implicaciones para la seguridad social y la atención médica. Tendría también repercusiones económicas, como una disminución en la fuerza laboral activa y cambios en los patrones de consumo.
Por otra parte, este aferramiento a la juventud, que bien podría tener a Madonna como icono del rechazo a envejecer, crece al mismo tiempo que se agudiza la crisis medioambiental. Según cuenta por correo electrónico el científico estadounidense y activista Peter Gleick, cofundador del Instituto Pacífico, garantizar que esta prolongación de la vida no perjudique al planeta dependerá de “si logramos reducir con éxito la amenaza del cambio climático, pasar a fuentes de energía renovable, resolver nuestros problemas de agua y proteger la biosfera”. Algo que secunda Jofre Carnicer, profesor de Ecología de la Universidad de Barcelona, investigador del CREAF (centro dedicado a la ecología terrestre y al análisis territorial) y científico del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC). “Es entendible que muchas personas quieran vivir más años con buena salud, pero este objetivo debería hacerse compatible con una huella de carbono muy reducida y unos hábitos de transporte y consumo sostenibles para el planeta y la sociedad global”, señala en su correo electrónico.
“Las emisiones de CO2 per capita oscilan en torno a las siete toneladas por habitante y deberían reducirse a menos de dos toneladas de manera urgente si queremos un mundo sostenible. Esto implica cambios estructurales en los sistemas de transporte, alimentación, consumo y producción, intentando asegurar las necesidades humanas con el mínimo impacto ecológico posible”.
Paradójicamente, aquellos que luchan por la extensión de su vida en este contexto insostenible son, a su vez, los que más contaminan del planeta. Y esto cobra vital importancia teniendo en cuenta que la crisis climática ha sido propiciada por iniciativa humana (con EE UU y China a la cabeza de la quema masiva de combustibles fósiles). Según el último informe de Oxfam, el 1% de la población, representado por las personas más ricas del mundo, es responsable de más emisiones de carbono que el 66% de la humanidad.
El Informe de Desigualdad Climática, elaborado por los investigadores Philipp Bothe, Lucas Chancel y Tancrède Voituriez, establece también que “todas las personas contribuyen a las emisiones, pero no de la misma manera”; y que la aceleración de la crisis climática se alimenta con las actividades contaminantes de una pequeña fracción de la población mundial. El esfuerzo adicional que hace falta para lograr las mismas reducciones de emisiones, según dicho informe, sería significativamente menor para los grupos más contaminantes, lo que supone un incentivo importante para que las políticas enfocadas en ese grupo. ¿Y si en lugar de invertir millones en estudiar la extensión de su propia vida, los millonarios pusieran sus esfuerzos en la implementación de energías renovables?
“Lo que realmente me preocupa es el impacto actual de los multimillonarios, sin importar cuánto tiempo vivan”, señala Gleick. “Los excesos ambientales de las personas más ricas ya son una amenaza para el planeta en forma de enormes emisiones de gases de efecto invernadero, destrucción de ecosistemas y consumo de recursos muy por encima del resto de la población humana”.
Este deseo imperioso de invertir sumas millonarias en prolongar la vida a toda costa, contrasta con la omisión de las condiciones sociológicas y medioambientales, así como la inestabilidad económica en las que transcurrirían estos últimos años de vida. Resulta especialmente paradójico al compararse con las nuevas generaciones, que optan por un enfoque opuesto, incluso renunciando a tener hijos. Y es que, como señalaba recientemente Rachel Bronson, presidenta y consejera delegada del Boletín de Científicos Atómicos, “las tendencias siguen apuntando ominosamente hacia una catástrofe global. La guerra en Ucrania sigue planteando un riesgo siempre presente de escalada nuclear. (…) Y la guerra en Gaza ilustra una vez más los horrores de la guerra moderna”. Un informe sobre el estado de la población realizado por la ONU en 2023 destaca que “las ansiedades en torno al tamaño de la población suelen estar relacionadas con la capacidad de que todo el mundo acceda a una buena calidad de vida”.
¿Le servirá a Mark Zuckerberg, CEO de Meta, vivir 20 años más de vida encerrado en su búnker de Hawái? Quizá en su caso sí. La muerte (o su alusión), como escribió Borges, hace preciosos y patéticos a los hombres.
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Fuente: https://elpais.com/ideas/2024-02-03/podremos-vivir-100-anos-pero-es-sostenible-para-el-planeta.html