Vulvas, partos, penes erectos y parejas en pleno coito pueblan las iglesias románicas de nuestra geografía. La historiadora Isabel Mellén analiza su significado en ‘El sexo en tiempos del románico’, del que publicamos un fragmento
ISABEL MELLÉN / El Confidencial
No existe una postura unívoca ante el sexo en la Edad Media. Y es que, en ocasiones, tendemos a olvidar, en nuestras ansias por explicar y comprender los fenómenos del pasado, que las sociedades son complejas, que están compuestas por miembros de muy diversos sentimientos, experiencias y conocimientos, que se encuentran atravesados por intereses de clase, de género y de religión, y que nunca podremos dar cuenta de todas las expresiones ideológicas y vitales. Sin embargo, en nuestro caso concreto, podemos reducir el amplio espectro de la sexualidad medieval a dos posturas, antagónicas en gran medida, aunque con algunos cruces entre sí: la sexualidad aristocrática y la castidad eclesiástica. Subrayo únicamente estos dos programas ideológicos en torno al sexo debido a un motivo fundamental: la inmensa mayoría de los templos románicos, creados entre los siglos XI y XIII, fueron construidos bajo el auspicio o mecenazgo de estos dos grupos sociales, aunque es cierto que las monarquías, también comitentes de iglesias y conventos y frecuentes aliadas del poder religioso, tienen algunas características especiales que las sitúan en un punto intermedio.
De este modo, encontramos por toda la geografía europea iglesias que tienen un mayor contenido visual religioso, cuyos programas iconográficos fueron reflexionados y elaborados por miembros de la jerarquía eclesiástica, que mostraban a través de la escultura y la pintura sus ideas e intereses en el control sexual, tanto de sus propios clérigos y sacerdotes como del laicado. En este grupo van a predominar los monasterios, catedrales y colegiatas, cuya función es servir de representación de las grandes comunidades monásticas o de algún obispo concreto. En contraposición, se desarrollan de forma coetánea las iglesias privadas, fundadas y mandadas construir por miembros de la nobleza rural, principalmente realizadas por las mujeres de la familia, que sirven eminentemente como lugar de enterramiento, como panteón de un linaje, y en las que se despliegan imágenes propagandísticas de este grupo social. En ellas vemos esculturas y pinturas en las que se muestra un modo de vida elitista, una moral aristocrática, una serie de acciones —como el sexo o la guerra— que diferencia a este estamento de otros y que le da prestigio y renombre. Son espacios nobiliarios en los que la propaganda del linaje se despliega a través de una propuesta visual mucho menos intelectualizada que la que apreciamos en los programas iconográficos regios o eclesiásticos, pero que componen la mayoría de las iglesias rurales de nuestra geografía. Damas y caballeros, escenas de sexo y de batalla, animales fantásticos y reales, decoración vegetal e instrumentos musicales pueblan este tipo de templos que subsisten alejados del control de obispados y grandes monasterios y que nos permiten adentrarnos en la mentalidad de las clases guerreras de estos siglos de la Edad Media. Y entre ambos mundos, el de los altos jerarcas de la Iglesia y el de la nobleza rural, el sexo actúa a modo de bisagra y de diferenciación social.
Pocas imágenes más elocuentes hay de lo que podemos denominar la diferenciación sexual de la sociedad medieval que la que aparece en uno de los capiteles de la portada de la iglesia de Tuesta, en Álava. Este templo del románico tardío erigido en el siglo XIII nos ofrece en su espectacular portada todo un abanico de imágenes de la vida nobiliaria. En ella encontramos representaciones de damas y nobles, animales domésticos que muestran el poderío de estos linajes cuya riqueza se basaba en la propiedad agraria, alguna escena bélica o de caza… pero también representaciones infernales y un coro angelical que custodia un enigmático rostro femenino ubicado en la clave de una de las arquivoltas. Se trata de la posible comitente e ideóloga de la propuesta visual de la portada. A juzgar no solo por este rostro, sino también por el de otros nobles y damas que proliferan por todo el edificio, estamos ante una de tantas iglesias privadas que surgieron en la Álava de la primera mitad del siglo XIII. Por ello, debemos tratar de comprender su mensaje desde el punto de vista de la aristocracia y, más concretamente, desde la óptica de las damas del período, dado que es altamente probable que fuese la anónima mujer de la clave la encargada de diseñar y supervisar la portada.
Quizá por ello nos resulte llamativa la escena representada en uno de los capiteles que custodian la entrada al templo. En él podemos contemplar a un clérigo, al que distinguimos gracias a su peinado tonsurado y a sus largas vestimentas, sujetando un libro entre las manos con gesto apesadumbrado mientras, a su lado, una pareja compuesta por dama y noble se besan al mismo tiempo que él coloca su mano en la entrepierna de ella. Esta imagen, que había sido catalogada como una muestra del pecado de la lujuria, en un claro ejercicio de interpretación desde el punto de vista eclesiástico, representa de un modo magistral y a golpe de vista las dos actitudes respecto al sexo que diferenciaban a los miembros de la sociedad medieval. De una parte, tenemos el estamento eclesiástico, que intenta exhibir su superioridad moral y política a través de las ideas del celibato, la virginidad, la misoginia y la represión del sexo; y, de la otra, el resto de la sociedad, liderada por las élites nobiliarias, que convierten el sexo en la base y el fundamento de su poder tanto político como ético. Para los integrantes de esta última clase social el sexo no solo no es un tabú, sino que además están en la obligación de practicarlo asiduamente para perpetuar el linaje y mantener la preeminencia familiar.
Como podemos empezar a intuir, estas dos posturas antagónicas ocultan una lucha por el poder en toda su extensión, que tiene su epicentro y su justificación en el sexo, bien a través de su negación tajante o bien por medio de su desbordante afirmación. En el capitel de Tuesta se muestran ambas actitudes y se subraya la soledad del eclesiástico frente a la liberalidad sexual de la pareja nobiliaria, que exhibe en público su fogosidad. Además, como iré desgranando posteriormente, lo interesante de esta imagen es que pone el acento en los genitales femeninos como el lugar en el que radica el estatus de las clases nobiliarias, al ser el punto exacto en el que se gesta y se transfiere la nobleza de un linaje. El cuerpo de las damas se convierte así en portador y transmisor de poder político, tanto a través de su útero gestante como también a través de sus pechos y de la lactancia, como explicaré posteriormente. Pero veamos cómo fue surgiendo esta diferenciación sexual de la sociedad medieval entre las personas que debían o no debían mantener relaciones carnales.
Esta necesidad de diferenciar claramente dos grupos sociales en base a la práctica o la negación del sexo nació muy pronto en el seno del cristianismo y se fue asentando desde sus inicios ideológicos.
*Isabel Mellén es doctora en Filosofía con una tesis sobre la construcción del significado en las imágenes y graduada en Historia del Arte. En la actualidad imparte clases de Filosofía en la UNED y desarrolla investigaciones sobre el arte románico con perspectiva de género. Su ensayo ‘ El sexo en los tiempos del románico‘ (Crítica) es una relectura de las relaciones íntimas en la Edad Media.
Fuente: https://www.elconfidencial.com/cultura/2024-09-25/sexo-edad-media-isabel-mellen_3963343/