Una exposición muestra las pinturas que se devolverán al templo en su reapertura el 8 de diciembre junto a diseños contemporáneos de los objetos litúrgicos que sucumbieron al incendio de 2019
SILVIA HERNANDO / EL PAÍS
Hemos escuchado no pocas veces que, para los chinos, la palabra crisis significa oportunidad. Ahora los franceses parecen haber dado con otro término que encaja en esa definición: incendio. Al menos, uno en particular: el que asoló la catedral de Notre Dame de París el 15 de abril de 2019, que se saldó con el derrumbe del techo y la aguja del edificio, una parte no original del conjunto que había sido levantada en el siglo XIX por el famoso arquitecto y restaurador de edificios medievales Eugène Viollet-le-Duc.
A pesar de la espectacularidad de las llamas que ardieron a lo largo de nueve horas ante los ojos de un mundo conectado que asistía perplejo a la debacle, las bóvedas góticas resistieron en buena medida los embates del fuego y permitieron limitar la destrucción, que de otro modo habría resultado mucho más extensa, teniendo en cuenta también el papel del agua en la extinción del incendio. Tras la evaluación de los daños, de los que se salvaron las obras de arte, surgió la consabida oportunidad: “Era una ocasión estupenda no solo para restaurar, sino también para conducir una investigación en torno a esas pinturas que decoraban el templo”, subraya Emmanuel Pénicaut, director de las colecciones de Mobilier National, institución dependiente del Ministerio de Cultura francés a cargo del mobiliario nacional.
El resultado de esos trabajos de restauración, que se han prolongado a lo largo de dos años y en los que han participado medio centenar de profesionales ubicados en un lugar secreto de París para evitar intrusiones, puede verse en la exposición Grandes decoraciones restauradas de Notre Dame, abierta hasta el 21 de julio en la sede de Mobilier National, en el distrito XIII. La muestra, que precede a la reapertura de Notre Dame anunciada para el 8 de diciembre (día de la Inmaculada, patrona de la catedral), reúne pinturas, tapices y la enorme alfombra del coro, así como varias maquetas recientes con los diseños de los objetos litúrgicos que sí sucumbieron a las llamas: el altar, el ambón, el tabernáculo, el baptisterio y el púlpito, diseñados en 2023 por el escultor Guillaume Bardet; así como las austeras sillas que se colocarán en la nave, obra de Ionna Vautrin, de las que se producirán 1.500 ejemplares.
“La alfombra del coro [que solo se despliega en ocasiones especiales] estaba guardada en una caja, y al abrirla después del fuego pudimos comprobar que había una plaga de polillas”, apunta Vivian Sicard, encargado del departamento de comunicación de la Dirección General de Asuntos Culturales francesa, en referencia, nuevamente, a la idea de oportunidad. “Gracias a eso, pudimos detectarlo y salvar la parte afectada de la alfombra”.
Con la lluvia de donaciones por parte de empresas y particulares que cayó después del incendio —850 millones de euros comprometidos en los primeros días tras el incendio— el presupuesto no ha resultado un problema para este proyecto. Las obras estrella de la exposición son 13 pinturas de gran tamaño (de entre tres y cuatro metros de alto y dos y tres de ancho) conocidas como los Mayos, parte del lote que el gremio de orfebres de París ofreció como regalo a la catedral cada 1 de mayo desde 1630 hasta 1707. “De las 76 pinturas que se produjeron, hoy se conocen 52; el resto está perdido”, abunda Pénicaut, que explica que la tradición de los Mayos surgió por iniciativa de los canónigos de la catedral a raíz de la Contrarreforma. Del medio centenar de obras conocido, 13 se encontraban en Notre Dame en el momento del incendio, mientras que el resto andaban (y siguen) dispersas entre el Louvre, varias iglesias de Francia y una en Gran Bretaña, adquirida por un coleccionista.
“A mediados del siglo XIX Viollet-le-Duc acometió su reforma, en la que primó el carácter gótico de la catedral”, agrega Pénicaut. Además de erigir la aguja hundida por el fuego en sustitución de la original del siglo XIII, Viollet-le-Duc ordenó que se descolgaron los Mayos para dejar la nave desnuda, tal y como se concibió en sus orígenes. “No fue hasta la segunda mitad del siglo XX cuando el ministro de Cultura aceptó devolver los Mayos a la catedral, pero ya no se colocaron en la nave, para respetar la arquitectura gótica, sino en las capillas laterales”.
Ahí, a esas capillas, es a donde regresarán las pinturas, creadas cada año por un artista diferente (aunque hubo alguno que repitió, incluso en varias ocasiones), entre los que destacan nombres como los de Charles Le Brun, Jacques Blanchard, Charles Poërson y Laurent de La Hyre. Todas están basadas en el imaginario de los Hechos de los apóstoles, y se distribuirán en dos zonas: por un lado, las que representan a San Pedro y en el otro, las de San Pablo. “No sabemos exactamente cómo se elegía a los pintores, pero todos eran conocidos, y era un gran honor para ellos realizar el Mayo de Notre Dame”, señala Pénicaut. “Hay que tener en cuenta que por entonces no existían los museos ni los salones, de modo que la exhibición anual de los Mayos era todo un acontecimiento”.
Junto a los Mayos, se despliegan en la exposición 14 tapices sobre la vida de la Virgen María tejidos en Bélgica y Francia entre 1638 y 1657 (se mostrarán siete hasta el ecuador de la exposición y los otros siete en la segunda mitad, debido a la falta de espacio por su gran tamaño). Durante un siglo, esas telas decoraron las paredes de Notre Dame, hasta que, como ilustra Pénicaut, “en 1739 habían pasado de moda y a los canónigos dejaron de gustarles”. De ese modo, fueron vendidos a la catedral de Estrasburgo, donde han permanecido desde entonces. “Los tapices pertenecen a Estrasburgo, que ha aceptado prestárnoslos para la exposición”, comenta Pénicaut, que celebra, otra vez más, la oportunidad de disfrutar de estas piezas en París por primera vez en casi tres siglos.
Una última sección de la muestra alberga varias pinturas restauradas que colgaban en Notre Dame desde el siglo XIX, si bien no fueron concebidas originalmente para el templo. “En la Revolución Francesa, se sacaron todos los objetos y obras de arte, hasta que, en 1801, el Concordato y Napoleón quisieron celebrar una misa en la catedral, que estaba absolutamente fuera de servicio. Así, el Estado francés cogió las pinturas que había disponibles en París, entre las que se encontraban varias obras italianas que habían sido aprehendidas en Italia durante la Revolución en torno al año 1796″, apunta Pénicaut. Al contrario que otros botines de guerra, esos cuadros, obra de artistas como Guido Reni y Ludovico Carracci, nunca fueron restituidos a su país de origen, y volverán a ser colocados en la catedral, en el transepto. Quizá, den lugar a otra buena oportunidad: la de reavivar el debate ya esbozado de la devolución de los tesoros robados no solo a países colonizados, sino también entre los distintos pueblos de Europa.