Por Dr. Fidencio Aguilar Víquez
La Navidad tiene un significado especial: El nacimiento de Jesucristo, el hijo de Dios vivo, a fin de culminar el proceso de salvación del género humano y volver a vincularlo con su Creador. El niño que nace es envuelto en pañales por su madre; esta imagen es un signo que anticipa a ese mismo hombre, treintaitrés años después, bajado de la cruz, envuelto en lienzos por su misma madre y las personas que la ayudan. Nace el Salvador en el establo y muere el Redentor en la cruz. Resucita para resucitarnos.
Los pañales y los lienzos envuelven al mismo hombre; en la Navidad para protegerlo del frío; en el Calvario para proteger su cuerpo de la corrupción. Pero Él, que es la vida verdadera, no es un Dios sino de vivos; la muerte por eso no tiene la última palabra. La última palabra la tiene la vida; el que cree en Él vivirá para siempre. Los pañales que envuelven al niño hablan de las penas que pasaron sus padres para llegar al establo. Los lienzos que cubren al hombre hablan del Calvario que aquél pasó para salvarnos.
El establo y la cruz, situaciones humillantes, se vuelven signos de vida y de salvación. Hay un vínculo estrecho entre ambos momentos. Los dos son difíciles, arduos, penosos; pero, bebido el cáliz libremente, los dos son gozosos, sanadores, redentores. La paz, el amor y la concordia se anuncian en la Navidad; se cumplen en el Gólgota. Los pastores que reciben el anuncio de los ángeles son los discípulos que reciben la noticia de que el Señor ha resucitado y corren a buscarlo con gozo e inquietud.
Cuando llegan encuentran al niño y a su madre; en segundo plano al padre. Le adoran y alaban a Dios. Luego llegan los magos de Oriente y le ofrecen sus regalos. Después, el padre toma al niño y a su madre y se los lleva a Egipto, porque ha sido advertido en sueños que el rey quiere matarlo. Cuando los discípulos ven al maestro, a la orilla del lago, no se atreven a preguntar, pero saben que es Él. Y le pregunta al discípulo que lo negó: “¿Me amas más que estos?” «Tú lo sabes todo, sabes que te amo». Tres veces.
Es la confesión del amor. En Belén y en Jerusalén apareció la estrella que anunciaba la paz, el amor, el cumplimiento de la promesa: Un Salvador nos ha nacido. Un Redentor nos ha redimido de todo mal, de toda muerte, de todo pecado. Ni el mal ni la muerte ni el pecado tienen la última palabra, aunque estemos en medio de tanto mal, tanta muerte y tanto pecado. Como los pastores, como los magos, como los discípulos y las mujeres con la madre, miramos al recién nacido, al resucitado: “Tú sabes que te amo”.
Desde niño, la Navidad ha sido especial para mí. En mi pueblo se hacían lumbradas (fogatas) en torno de las cuales las familias se reunían para celebrar el nacimiento del Salvador. Mi mamá hacía tamales y atole que tomábamos en la Nochebuena. Luego, con los niños de otras familias del barrio, jugábamos y prendíamos todo tipo de cuetes y pirotecnia; había accidentes como que te explotara en la mano una “paloma” o una “bombita”. El pueblo se iluminaba con tanta lumbre que se prolongaba incluso hasta el amanecer. No había intercambio de regalos, pero sí abrazos por la Navidad.
De joven, ya sin mi mamá, pero con la presencia constante de mi papá, la Navidad no dejaba de ser especial. Ahora, mi papá había establecido que la cena de Nochebuena vendría después de la misa de gallo. No sólo eso, como era adorador nocturno y varios de mis hermanos y yo lo acompañábamos cada mes, en la Vigilia de Navidad, que era antes de la misa, nos concentrábamos un poco más en lo que celebrábamos. La Navidad era entonces una auténtica fiesta. Las fogatas cobraron un sentido especial.
No dejaba de haber una dinámica de la Navidad al margen de su sentido religioso. Las fiestas, las reuniones, los bailes (más que posadas), los amigos, las chicas, proliferaban en la segunda quincena de diciembre, previo al acontecimiento navideño. Incluso me di cuenta del gran sentido comercial que parecía devorarlo todo. Gasto por aquí, gasto por allá, todo era, o pretendía serlo, quedar bien con los demás, con los amigos, con la chica especial. La Navidad fácilmente pasaba a un segundo plano.
Es verdad que la Navidad concita a la reunión familiar, a la reconciliación, a la fraternidad entre cercanos, amigos o conocidos, y esto tiene su belleza. Pero también es verdad que a menudo la vaciamos de su sentido y la hipercomercializamos. Nos quedamos sólo con las cáscaras y pronto éstas nos molestan. No es raro escuchar actualmente que la Navidad puede molestar a ciertos espíritus, a ciertas conciencias o a ciertas sensibilidades. En el fondo, creo, nos molesta su vaciamiento.
Para mirar la Navidad con la imagen adecuada, basta fijar nuestros ojos en el niño que nos nace: frágil y tierno, necesitado del calor y del alimento. Hay que mirar a la madre que nos lo muestra (“Bendita eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”). Podemos mirar al esposo, silencioso, en segundo plano, pero siempre presente. Los animales nos dan una idea de cómo la naturaleza entera se conmueve. Los magos (el saber, los conocimientos y las artes) adoran al niño ofreciéndole sus regalos.
Nosotros podemos también ofrecerle lo que somos, lo que tenemos, los talentos y posibilidades que se nos han dado. Que ese niño, luego ya hombre, nos conceda que dichos dones se desarrollen y crezcan, y den el fruto que pueden dar. Así, podremos ofrecérselos, como signo de agradecimiento y de adoración, como lo hicieron los pastores y los magos. Y reconociéndonos sus discípulos, podamos, como Pedro, confesarle lo que hay en nuestro corazón: “Señor, tú lo sabes todo. Sabes que te amo.”