Es fundamental fijarse en la verdadera vida, no en los engaños del mundo ni en sus ideales
“… ya es hora de que deje de jugar a vivir
y me dedique a vivir en serio. Voy en busca de Dios.
Voy a hacerme santo. Para eso fui creado.”
San Bernardo (1)
Por Dr. Fidencio Aguilar Víquez
Comencé a leer a san Bernardo cuando mantuve inquietudes vocacionales religiosas. Los grados de humildad y soberbia fue uno de esos textos que alentaban mi búsqueda; releído ahora, descubre su impronta antropológica de plena validez. El primer grado de la soberbia, escribe el doctor melifluo, es la curiosidad, pero la curiosidad sobre la vida de los demás. “Y el alma que, por su dejadez, se va entorpeciendo para cuidar de sí misma, se vuelve curiosa en los asuntos de los demás. Se desconoce a sí misma.” (2).
Después seguirán la ligereza de espíritu y la alegría tonta hasta llegar a la libertad y la costumbre de pecar, como una suerte de desprecio por lo sagrado. No pretendo hacer un resumen de dicho texto, sino señalar una de las coordenadas de mi reflexión: Cómo el santo de Claraval no sólo iba en la búsqueda de Dios, sino con el propósito de alcanzarle. Porque, ¿de qué sirve seguirle si no se le alcanza? Esta es una de las premisas que le confiesa a su hermana Humbelina cuando le comparte su decisión.
Antes de esas inquietudes de ser religioso, había yo escuchado a alguno de mis hermanos mayores (en la familia somos once hermanos, uno fallecido) que Bernardo era muy devoto de la Virgen y que una vez la Señora del cielo le respondió al santo: ¡Salve, Bernardo! Tal saludo se me hizo la muestra de un amor cercano entre la madre y el hijo, entre el hijo y la madre. Creo que fue este antecedente lo que quedó inconscientemente en mi corazón durante mucho tiempo.
Entre los compañeros de la comunidad religiosa había una trilogía de libros novelados que formaban la Saga de Citeaux: Tres monjes rebeldes, La familia que alcanzó a Cristo e Incienso quemado. Yo sólo leí La familia que alcanzó a Cristo. Pero curiosamente, lo leí una vez que hube salido de la comunidad religiosa. Y más curioso aún: me lo obsequió la mujer que fue mi novia y luego se volvería mi esposa. Como si el texto no estuviera escrito sólo para religiosos, sino también para quienes no lo son.
Entremos al escenario en que Bernardo le comunica a su hermana, antes que a nadie, su decisión de hacerse monje. Se encuentran en una torre del castillo familiar desde donde se mira el panorama de la Borgoña de inicios del siglo XII. Ambos han visto llegar a galope a uno de sus hermanos menores (Andrés) que recién ha sido nombrado caballero del Duque. El joven le dice a su hermana que ha decidido no ir a las escuelas de Alemania, sino al monasterio de Citeaux para hacerse monje. La hermana se azora.
Comienza aquí un diálogo que recoge las inquietudes de la época, sus grandes ideales, el contexto del momento y la mirada que pretende ir más allá del momento. Pero justamente por ello mismo se puede trasladar a otros momentos como el nuestro. Un primer momento es la respuesta de Humbelina. Ésta le recuerda que el papá, el tío y los dos hermanos mayores —y todos— concuerdan en que él (Bernardo) es un hombre muy inteligente que ha resultado sobresaliente en todo tipo de conocimientos.
Además, si tanta vocación religiosa tiene, qué tiene que hacer en un pantano perdido, en una comunidad de tipos raros, por qué no —mejor— se va al convento de Cluny, acorde con el prestigio y la calidad del ducado y de su familia. Sale a relucir, justamente, la familia. Por parte del papá, la valentía, el arrojo, la cercanía con el Duque y la confianza de éste en aquél. Por parte de la mamá, una alcurnia de personas nobles. ¿Por qué tiene que ir a un lugar extraño, de personas desconocidas y radicales?
Aquí comienza el sentir, más que el razonamiento —aunque no carece de éste—, de Bernardo. En una época en que predominan los ideales del caballero (el que va a conquistar Tierra Santa, peleando por su Dios y por su fe; el que pelea por su rey y por el reino de éste contra los enemigos; el que pelea por el amor de una mujer en los torneos venciendo a los rivales), Bernardo plantea que no hay mejor batalla o mayor torneo que aquel que busca servir a Dios y a su reino.
Refiriéndose a los monjes de Citeaux dice: “Ellos son los mantenedores del único torneo que merece la pena; los que libran la única batalla digna de verter la sangre; los que guerrean por el único Rey al que el hombre debe guardar fidelidad eterna.” (3). Reconoce el valor de la caballería, del servicio a Borgoña, al Duque, de la carrera de las armas, de lo que implica para los asuntos del ducado. Incluso reconoce el valor de su familia y de su padre como caballero del Duque. Pero eso no le satisface, quiere más.
Otra de las inquietudes de Bernardo es la Iglesia: por ello decide no ir al convento prestigioso de Cluny. Porque muchos de sus religiosos se han vuelto servidores de los príncipes. Al principio, reconoce, la Iglesia civilizó y santificó al Estado, formó el mundo tal y cual lo conocemos —le dice a su hermana—; “pero ahora, Humbelina, el Estado está secularizando a la Iglesia.” (4). Muchos prelados y ministros, remata el candidato a monje, son tenidos y ellos mismos actúan como si fueran príncipes feudales.
Pero no es que lo sean, insiste Bernardo, lo que pasa es que están dominados por condes, duques y reyes. Curioso —obviamente se trata de una novela— sale a relucir Alemania, los príncipes alemanes, y el papa Pascual II. Los alemanes no reconocen la autoridad del Papa. ¿Ha reconocido Enrique IV al Papa como sucesor de Pedro? Más todavía, Enrique V, el hijo de aquél, capturó al Papa y lo obligó a otorgar investiduras. “El sistema feudal es el que gobierna a la Iglesia.” (5). Bernardo por ello quiere Citeaux, no Cluny.
Con esta última expresión querría yo concluir este texto. San Bernardo prefiere —como ha insistido el papa Francisco— la periferia y no el centro, los pantanos y no el convento prestigioso. Como sabemos, es una imagen, una figura de una actitud profunda: intuir (intueor: mirar directamente) lo fundamental. Es fundamental —en ese querer vivir en serio la vida— fijarse en la verdadera vida, no en los engaños del mundo ni en sus ideales, sino en la ciudad hospitalaria (6) donde Dios nos tiene reservado un lugar.
Notas
(1) M. Raymond (Trapense), La familia que alcanzó a Cristo, Herder, Barcelona 1988, p. 161.
(2) Bernardo (san), Obras completas de san Bernardo I. Introducción general y Tratados (1º), Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), Madrid 1983, p. 213.
(3) Raymond, op. cit., p. 160.
(4) Ib., p. 163.
(5) Ib., p.164.
(6) Bernardo (san), Obras completas de san Bernardo VI. Sermones varios, BAC, Madrid 1988, pp. 38-49.