Agradezcamos al Señor su existencia y, ahora, en su honor, vivamos y honremos su legado
Por Dr. Fidencio Aguilar Víquez
Hoy recordamos a don Manuel Díaz Cid, el analista, el pensador, el maestro, el amigo, sobre todo, el gran ser humano que Dios nos concedió en estos tiempos y en este lugar. Poco sabemos de su infancia, de su ambiente familiar, de sus papás, sus tías, las lecturas que le hacían y que él mismo hacía, una vez que supo leer, ahí en el espacio familiar mientras sus mayores cosían y zurcían y hacían sus ocupaciones cotidianas. Sabemos de su lectura, siendo aún niño, de una biografía de San Agustín que le cautivó y que lo llevó a una exploración de su pensamiento durante toda la vida de nuestro amigo; de sus travesuras en el campanario de la iglesia de San Agustín y de los cuetes que con sus amigos lanzara a unas señoras que vendían en alguna fiesta parroquial, suscitando el miedo y la zozobra en ellas, mientras unos niños reían como pingos por la supuesta hazaña que habían hecho. Nos podemos imaginar muchos eventos de esta naturaleza.
O su juventud primera, en los años cincuenta, cuando incursionaba en los grupos católicos, algunos radicales hasta el extremo, pero con una intuición originaria, como lo recordaba hasta el final: “Nada sin el obispo”. Su amor a su fe religiosa, a la Iglesia que la sostenía, fue hasta el final de sus días su mayor prenda, con una madurez creciente: el obispo en comunión con el obispo de Roma. Su amor al Papa —al papa Francisco— era afable, cordial, filial.
Lo mismo su amor a su mujer amada. No quiero traicionar los detalles, pero una vez en su casa me enseñó las fotos de su boda y me fue contando cómo ocurrió ese día, con su mujer a su lado, mirándola en cada expresión, como para que ella dijera sí, así —como lo explicaba— había ocurrido. Puedo testimoniar que la miraba con arrobo, recordando lo que las fotos reflejaban y viviendo ese momento en que mostraba parte de su vida personal.
Su docencia era otra de sus virtudes que comenzó desde muy joven. Nunca tuve el privilegio de recibir sus clases formalmente, pero lo que recibí de su persona fue un cúmulo de enseñanzas de un hombre que, ante todo, muestra su amor a la verdad y cómo la seguía donde la encontraba. Le gustaban mucho los libros —casi cualquier libro—, su casa estaba llena de libros, pero creo —sin temor a equivocarme— que le encantaban más las personas. Su mirada testimoniaba ello —aunque siempre su seriedad parecía imponerse—.
Les contaré una anécdota de un viaje en que lo llevé a Toluca, la tierra adoptiva de un hermano mío. Yo acababa de estrenar —o por esos años estrené— un Volkswagen Sedán blanco, y fuimos en ese carrito. Él iba a dar una conferencia en la capital mexiquense a unos empresarios y yo fui de su chofer. La conferencia fue a medio día y, dos horas después, creí que íbamos a comer ahí —de hecho lo invitaron a la comida de ese evento—, pero él se disculpó y me dijo: “Vámonos”.
Nos regresamos a Puebla. El trayecto fue una de esas charlas en las que conocí algo más de don Manuel: su buen humor. Lo mejor: que se reía de sí mismo, de sus travesuras, de su timidez ante algunas personas. De ahí su careta de seriedad que adoptó como una forma de sostenerse. Ello no le quitaba seriedad ni sinceridad. Luego me habló de sus papás, de su traslado de Yucatán a Puebla por razones de trabajo de su papá y algo curioso: me preguntó sobre mis papás. Me dejó explayarme un poco. En ese mismo viaje, me habló de la música y la poesía, sobre todo la alemana, las marchas marciales. En fin, llegamos a su casa; entró en ella, yo me estaba despidiendo de él cuando escuché que le dijo a su esposa: “Maru, ahorita regreso, voy a comer con Fidens”.
Me llevó, entonces, a comer a un restaurante —no sé si siga existiendo— que se llamaba el “Che Garufa”. Pasé una tarde del todo agradable. Seguimos hablando de nuestras familias; me habló de los vinos —con una buena copa del mismo cada quien en su mano— y del maridaje con la carne que comíamos en ese momento. Aprendí cómo don Manuel escuchaba a las personas, le interesaba conocerlas, saber quiénes eran y hacer patente su estima. Por ello me atrevo a decir que le encantaban los libros, pero más las personas.
Varias veces me invitó a su casa más allá de las inquietudes intelectuales o de trabajo. Me compartió su familia y su espacio familiar, sus gustos personales, por ejemplo, su colección de filatelia —en la que, por cierto, una vez me explicó en unos minutos, la historia de Europa después de la II Guerra Mundial, sólo con los timbres postales—, o los aviones en miniatura que coleccionaba, o un coñac mientras jugábamos unos toques de un billarcito que ponía en su mesa. Esos momentos, sin duda bellos, son para agradecer a un hombre que mostraba su humanidad más que su intelectualidad.
No quiero decir que el trabajo intelectual no haya sido relevante. Trabajamos muchos años juntos en proyectos de investigación histórica. Escribimos juntos un par de libros que, espero, hayan cumplido su cometido. Fue sobre la Independencia de Hispanoamérica y la influencia de las sociedades de pensamiento en esas gestas. En esa aventura aprendí la relevancia de las reuniones literarias y de difusión de las ideas en ambientes político-intelectuales. Conocí a los precursores de las gestas independentistas en el cono sur hispanoamericano: Francisco de Miranda (su discípulo: Simón Bolivar), Andrés Bello, en Venezuela; Santander y Nariño en la Gran Colombia; Sucre en el Alto Perú (hoy Bolivia); José de San Martín en Chile y Argentina. Quedó pendiente —quizá algún día lo termine yo— el tomo dedicado a la independencia de México. Recuerdo aún que uno de los prólogos nos lo escribió Carlos Alvear Acevedo.
Fue una aventura grata y de mucho aprendizaje. Desde luego, él llevaba la batuta. Yo cada semana lo escuchaba, tomaba nota y apuntes y, luego, leía yo los libros que él me brindaba para referir los pies de página sobre lo que él comentaba. Posteriormente, yo hice una redacción final que él revisó y avaló. Prácticamente no me hizo comentarios o correcciones. “Así está bien”, me dijo en los dos tomos que hicimos. Y la UPAEP los publicó a inicios de los noventa, hace treinta años.
Su labor intelectual no se quedó ahí. Sabemos que su formación histórica era impresionante. Comparada solamente con la de Alberto Methol Ferré, a quien conocimos en uno de los Encuentros Internacionales de Centros de Cultura organizados por la UPAEP a sugerencia de él. La tartamudez de Methol no fue impedimento para que, en esa ocasión, nos diera una cátedra de historia de la humanidad —y sus revoluciones— en media hora. Don Manuel en esa ocasión estaba extasiado: por fin conocía a alguien con quien hablar de tú a tú. Ambos nos regalaron una delicia de historia. En otra ocasión les contaré parte de lo que platicaron en esa comida. El tema fue América Latina.
A cinco años de su partida de este mundo, recordamos con gratitud a don Manuel. Extrañamos las reuniones semanales y quincenales en su casa, los jueves o los viernes por la tarde. Extrañamos sus análisis políticos que ya realizaba con facilidad y por hábito. En los últimos días de su vida, estaba interesado en los grupos marginales como los renovadores de la dinámica social, y en la inteligencia artificial. Creo que son dos temas relevantes para el trabajo intelectual. Quienes fuimos sus amigos, creo que podemos, como él sostenía, subirnos a sus hombros de gigante y mirar un poquito más de lo que él hizo. Me parece que nunca abandonó la trilogía que le fascinaba: Filosofía, historia y análisis político. En estas tres disciplinas —curiosamente— analizaba a los diversos personajes con una óptica de psicólogo: así los conocía mejor.
Muchas gracias, don Manuel. Dios lo reciba en su gloria y le permita mirar cara a cara la verdad, el bien y la belleza que aquí —en la tierra— buscó con ahínco. Un fuerte abrazo a su familia: su viuda, sus hijos e hijas, sus yernos y nueras, sus nietos y nietas, sus amigos. Agradezcamos al Señor su existencia y, ahora, en su honor, vivamos y honremos su legado.