Por Dr. Fidencio Aguilar Víquez
Estimados amigos y amigas, en esta ocasión hablaremos de libros y lecturas, concretamente de la lectura como camino y ejercicio del alma, de la mente y de la inteligencia. Así como nos preocupamos, sobre todo en este tiempo, de la salud, del ejercicio y la belleza del cuerpo, no está de más que también nos ocupemos de la salud, del ejercicio y la belleza del alma, concretamente de la inteligencia. Como dice Ortega y Gasset, así como los cuerpos tienen dimensiones, también las tienen las almas, las mentes y las inteligencias.
Son tres nociones distintas, pero estrechamente vinculadas. El alma humana es un principio vital que sostiene toda la unidad de la existencia personal manifestada también en el cuerpo humano; forma con éste la síntesis de la persona humana concreta. Hablamos de ella también como el espíritu humano que trasciende las dimensiones espacio-temporales. La mente tiene más una connotación psíquica y emocional en virtud de lo cual percibimos la realidad circundante y nos la representamos interiormente. La inteligencia, específicamente, es la luz que nos permite comprender la verdad de las cosas, de los demás y de nosotros mismos. Es una facultad con la que percibimos el sentido último de todo. Luego la voluntad y los apetitos nos moverán a querer y desear lo que la inteligencia nos presenta como verdadero.
Los libros —más que el abstracto «libro»— forman un bagaje cultural de gran valía para la formación humana y la educación permanente de los seres humanos en lo personal y de las sociedades y épocas en lo general. Si no fuera por La Ilíada, La Odisea, la Biblia, los himnos védicos, la Eneida, la Suma teológica, la Divina Comedia, el Quijote, Romeo y Julieta, hasta los libros del siglo XX y lo que va del XXI, especialmente aquellos que nos marcaron profundamente al grado que en ellos nos reflejamos como en un espejo para mirarnos a nosotros mismos; si no fuera por ellos, digo, no tendríamos idea de lo que somos ni del mundo en el que vivimos.
Así como alimentamos el cuerpo y lo ejercitamos, así deberíamos de alimentar el alma y ejercitarla. Los libros nos ayudan en ello. Desde luego, hay todo tipo de libros y, en general, creo que ninguno es malo, pero hay libros sustanciosos, nutritivos y, además, sabrosos. De hecho, «sabor» es la palabra antecedente de «saber». Los sabores, su apreciación, era la manifestación de si un alimento era saludable o no para una comunidad. Los más ancianos eran los que probaban las yerbas, frutos o alimentos para «saber» si eran benéficos o no.
Eran, en suma, los sabios del pueblo, precisamente porque «sabían» la pertinencia o no del alimento en cuestión. Con el tiempo ese «saber» tuvo una connotación más amplia: no sólo se trataba de la vida orgánica, sino sobre todo de la vida del alma, específicamente de la vida intelectual. Nació así la inclinación al «saber», a la sabiduría, que tenía una connotación que iba más allá de los meros conocimientos útiles o técnicos. Se trataba del conocimiento general del sentido de la existencia humana y del mundo que le rodea, visión unitaria.
Cuando le preguntaron a Pitágoras sobre a qué se dedicaba, éste no se declaró sabio, sino amante de la sabiduría, inclinado al saber, propenso a mirar los conocimientos y los demás saberes a la luz de su unidad última, más radical, más profunda. Así nació el término «filósofo», amante de la sabiduría, buscador de ese saber último de las cosas. Los libros nos permiten acercarnos, inclinarnos, disponernos a esa sabiduría como unidad última, fundamento más radical, principio universal o causa fundamental del mundo y de nosotros mismos. Claro que no todos se pueden dedicar a la filosofía de manera profesional, pero hay una semilla latente en cada persona que nos inclina a conocer y saber esas cosas que, en el fondo, nos ayudan tanto a vivir como a encontrar el sentido de nuestra existencia.
Como pueden ver, hoy quiero mostrarles este espacio donde puedo leer de filosofía, literatura, poesía, política y otras cosas. Es un espacio privilegiado, sin duda alguna. Aunque como dice Jean Guitton, cuando no hay libros, no tenemos otros recursos más que la atenta observación y la memoria. También es verdad, como dicen algunos, que sólo tenemos dos o tres libros fundamentales para poderlos llevar con nosotros mismos. Como quiera que sea, los libros se vuelven, más allá de unos espejos, una suerte de amigos que nos hablan.
Desde luego, no estoy haciendo a los libros unas personas, pero las imágenes, ideas o argumentos que nos proponen apelan a nuestra inteligencia, a nuestra imaginación, a nuestra sensibilidad y nos interpelan. Los libros, además, fueron escritos por personas que pensaron, imaginaron o sintieron. Algunos elementos de su pensamiento y sensibilidad, de su espíritu, digámoslo así, quedaron en sus obras como una carga genética. Por otro lado, es cierto que hay algunas obras que, con el paso del tiempo, superan a sus autores.
Quiero mostrarles tres libros que tienen relevancia más allá del tiempo, ya sea porque marcan una época, ya sea porque la juzgan con gran tino, o porque nos tocan en lo más hondo de nuestra sensibilidad. No son los únicos, desde luego, y cada quien puede tener sus preferidos, pero éstos tienen una huella especial que nos ayudan a situarnos en nuestro tiempo, en nuestro mundo y en nuestro propio interior. Sus autores también son peculiares: Miguel de Cervantes, Albert Camus y Octavio Paz, creadores universales.
Aquí está Don Quijote de la Mancha, un libro de aventuras de un personaje sui generis: serio, profundo y bastante loco, con una voluntad tan grande como el mundo que quiere combatir. Su escudero es un personaje pragmático, pero burdo y soez. Encontramos en este libro todos los refranes que hemos escuchado a lo largo de la vida. Como cuando llega don Quijote a su casa tras su primera salida, molido por los golpes que le han propinado; “si me decía a mí bien mi corazón del pie que cojeaba mi señor” (1), dice la dueña que sale a recibirlo.
O cuando, en la casa de los duques, que arman todo un teatro para seguirle el juego al Caballero de la triste figura, Merlín manda unos azotes a Sancho por no haber entregado la carta de aquél a Dulcinea. El escudero tratándose de zafar del castigo invoca dos refranes: “A Dios rogando y con el mazo dando”, o “más vale un toma que dos te daré”.(2) Sabiduría popular, se suele decir. Pero más allá de ello, es un libro que marca un hito, porque cambia enteramente la concepción de la vida: ésta deja de ser peregrinaje para volverse aventura. Esta visión que inaugura Cervantes a inicios del siglo XVII prevalece incluso hasta nuestros días.
El otro libro es El hombre rebelde, de Camus; en él se cuestiona el llanto de los niños y la muerte de los inocentes. La modernidad reclama a Dios esa injusticia, lo juzga y lo condena, y con Él a sus representantes: el rey, el orden establecido, su autoridad. El hombre moderno destruyó el cielo y quiso construir la tierra, se olvidó del otro mundo y eligió a este, el del más acá, el de la historia y la eficacia. La revolución fue su máxima expresión. Pero todo ello no trajo la justicia. La tesis de Chigalev prevaleció: “Habiendo partido de la libertad ilimitada, llego al despotismo ilimitado”. (3)
Se trata también de la visión moderna, pero ya en su crisis y paradoja. Si el paraíso no está en el cielo, tampoco se encuentra en la tierra. No hay significado de la existencia, sino absurdo. Pero hay que enfrentarlo con aplomo y dignidad. “La contradicción es ésta: el hombre rechaza al mundo tal como es, sin aceptar abandonarlo. En realidad, los hombres se aferran al mundo y en su inmensa mayoría no desean dejarlo. Lejos de querer siempre olvidarlo, sufren, por el contrario, porque no lo poseen bastante, extraños ciudadanos del mundo, desterrados en su propia patria.” (4)
El tercer libro es de Octavio Paz, de su obra poética; aquí hay un poema que presenta a la poesía como una salida de la condición humana. Mejor dicho, como la condición humana misma en su más excelsa connotación. El poema se llama:
DECIR: HACER
I
Entre lo que veo y digo,
entre lo que digo y callo,
entre lo que callo y sueño,
entre lo que sueño y olvido,
la poesía.
Se desliza
entre el sí y el no:
dice
lo que callo,
calla
lo que digo,
sueña
lo que olvido.
No es un decir:
es un hacer.
Es un hacer
que es un decir.
La poesía
se dice y se oye:
es real.
Y apenas digo:
es real,
se disipa.
¿Así es más real?
II
Idea palpable,
palabra
impalpable:
la poesía
va y viene
entre lo que es
y lo que no es.
Teje reflejos
y los desteje.
La poesía
siembra ojos en la página,
siembra palabras en los ojos.
Los ojos hablan,
las palabras miran,
las miradas piensan.
Oír
los pensamientos,
ver
lo que decimos,
tocar
el cuerpo de la idea.
Los ojos
se cierran,
las palabras se abren. (5)https://18b65eaf577b5d58b60addf338ffae49.safeframe.googlesyndication.com/safeframe/1-0-40/html/container.html
Vean ustedes, amigas y amigos, lo que nos muestran los libros, nos reflejan lo que somos, mejor dicho, quiénes somos, nos nutren el espíritu, nos hacen ver el mundo y el horizonte que se abre más allá del mundo. Nos hacen ver lo que a veces no podemos mirar más que saliendo de la pura percepción de nuestros sentidos. Hacen incluso que lo que vemos y tocamos lo hagamos propio en nuestro interior. Y desde ahí, volviendo a mirar al mundo, con esa conciencia, nuestra percepción se vuelva experiencia. Experiencia de la vida.
(1) M. de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Edición del IV Centenario, Real Academia Española/ Asociación de Academias de la Lengua Española, España/México 2004, p. 59.
(2) Ib., p. 827.
(3) A. Camus, El hombre rebelde, Alianza Losada, México 1989, p. 199.
(4) Ib., p. 291.
(5) O. Paz, Obra poética II (1969-1998), Obras completas, Círculo de lectores/ Fondo de Cultura Económica, Barcelona 2003/ México 2004, pp. 98-99.
Fuente: https://www.e-consulta.com/opinion/2024-04-25/lectura-como-camino-y-ejercicio