Fecerunt itaque civitates duas amores duo;
terrenam scilicet amor sui usque ad contemptum Dei,
Caelestem vero amor Dei usque ad contemptum sui.”
[Así pues, dos amores hicieron dos ciudades;
la terrena, es claro, el amor a sí hasta el desprecio de Dios,
la celeste, en verdad, el amor de Dios hasta el desprecio de sí.]
Agustín, La ciudad de Dios, XIV, 28.
Por Dr. Fidencio Aguilar Víquez
No es fácil hacer una lectura teológica sobre los acontecimientos históricos de nuestro tiempo; tampoco lo es entablar una lectura filosófica sobre la historia y sobre lo que acaece actualmente en el globo, en la región y en nuestro país. Sin embargo, para una conciencia cristiana es ineludible, inevitable y hasta necesario hacer tal lectura. El cristiano vive en el mundo y colabora en su construcción. No sólo eso, con la mirada en el cielo — ya que su destino no concluye con su muerte—, se gana el reino celeste en esta vida.
El cristiano vive en el mundo, en la historia, en las situaciones concretas de esta existencia. Tiene por tanto un juicio, una valoración, una perspectiva, una actitud, una determinación y una tarea, una misión. No sólo una visión sobre la historia o el mundo en general, sino sobre temas especiales, la política, la sociedad, el trabajo, la educación, la familia, sobre sí mismo, sobre la naturaleza, etcétera.
Además de lo anterior, es pertinente destacar el proceso de secularización que, sobre todo en la edad moderna, ha venido acentuándose y prevaleciendo. Un proceso, hasta cierto punto de vista, natural, conveniente y necesario. No se trata, es cierto, solamente de una des-religiosidad, sino de una saludable conciencia de estar en este mundo y de que algo estamos llamados a ser y a hacer en él, sin agotarse en él, en suma, sin darle el corazón, el alma, la conciencia, que sólo pertenece a Dios.
Esa es la tensión de la conciencia cristiana, ya señalada por el mismo Jesús: “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.” (Mt 22, 21). El cristiano está viviendo en esa doble pista de su existencia: por un lado, es ciudadano del mundo, de un Estado, con sus derechos y deberes; por otro lado, es ciudadano de otra ciudad. En términos de Agustín, el fiel cristiano es ciudadano de la ciudad de Dios. Hay, por tanto, un vínculo y una separación de esas pistas, una tensión: vive en el mundo sin ser del mundo, pero se gana en éste el cielo.
Sin embargo, también puede perderse; “¿de qué le sirve ganar el mundo si pierde su alma?”, ha dicho el maestro (Mt 16, 26). Como escribe Agustín: “dos amores hicieron dos ciudades”. Y ahora entramos en materia. No pretendo agotar el tema agustiniano. Mi interés es mostrar que una lectura desde la conciencia cristiana es posible y necesaria en las circunstancias presentes para tener una apertura al ordo amoris (orden del amor) y prevenirnos de la concupiscentia (los amores desordenados). El tema más que moral es de carácter antropológico. Apunta a lo humano.
Uno de los puntos centrales de esa antropología está en el inicio del libro XIX de la Ciudad de Dios; tiene que ver con la aspiración a la felicidad de los seres humanos. Agustín, antes de abordar los fines de las dos ciudades (la paz completa y la felicidad absoluta de la ciudad celeste y la muerte definitiva y el castigo de la terrena), plantea el tema de los supremos bienes y males. Lo hará desde el punto de vista de la revelación y desde la filosofía.
Plantea, en primer lugar, los argumentos de los mortales —dice—, en medio de la infelicidad de esta vida y, sin embargo, en sus profundas aspiraciones de la realización de su propia felicidad. Este primer punto es relevante porque señala un hecho humano fundamental: Somos mortales, esta vida no nos da la felicidad que buscamos y, por ello mismo, seguimos empeñados en aquello que nos pueda dar de forma completa lo que anhelamos en la profundidad del corazón. ¿Qué es eso que buscamos? El infinito que, ahora, es un misterio.
Agustín, en este punto, hace una mezcla de filosofía y de teología (Ciudad de Dios, XIX, 1). Toma para ello La filosofía de Marco Varrón y emite un primer juicio sobre los argumentos de los filósofos: sus tesis son quimeras; en cambio la esperanza que Dios nos ofrece da cumplimiento, ya desde ahora, en el tiempo, a la verdadera felicidad que Él proporciona. Son dos planos distintos, uno natural y otro sobrenatural. Pero no los distingue para contraponerlos, sino para ordenar uno al otro (ordo amoris).
Curioso y alentador es lo que señala en seguida: se apoya en la autoridad divina (la Escritura) y los argumentos racionales, pensando en los no-creyentes. Habla por tanto a los cristianos y a los no-cristianos. No hay que olvidar que, antes de convertirse al cristianismo, Agustín fue una persona formada en las disciplinas de su tiempo, particularmente la que estaba en boga: la retórica. Además, tuvo los recursos humanísticos a los que podía aspirar una persona culta.
Los filósofos han entrado en discusión de distintas maneras y de forma amplia en el tema de cuál es la fuente de la felicidad, es decir, el último, soberano y supremo bien, aquel por el cual se desean todos los demás bienes y él por sí mismo. De igual modo, se trata de señalar cuál es el último y supremo mal, aquel por el cual deben evitarse los demás males y él por sí mismo. El bien supremo —así lo describe— no se refiere a algo que se consume hasta desaparecer, sino que se perfecciona hasta su plenitud. El mal supremo, por el contrario, no es algo por lo que desaparece, sino aquello por lo que consuma su daño.
Quienes buscan la sabiduría de este mundo han trabajado mucho en descubrir el sumo bien y el sumo mal; unos los ponen en el ámbito del espíritu, otros en el ámbito del cuerpo y otros más en ambos. De este modo, citando a Varrón, se puede llegar a 288 posibles sentencias o tesis sobre los bienes y males, ya sea en el ámbito del espíritu, ya sea en el del cuerpo, o, bien, en ambos (1).
En un contexto más amplio, este primer punto abre el horizonte del soberano bien al que aspira todo ser humano, bien como fin último, bien verdadero. En la filosofía antigua, esa búsqueda dio pauta para empeñarse en la felicidad a partir de las solas fuerzas humanas. Brotó entonces un pensamiento hasta cierto punto de vista antropocéntrico, basado en la sola naturaleza humana. En ese contexto el cristianismo apareció como un nuevo planteamiento antropológico: el ser humano puede participar de la vida eterna, por tanto, ser ciudadano de la ciudad celeste. Lo hace por la fe —obra de Dios—, que es gracia y don. A partir de ahí, el cristianismo se separa de la Antigüedad, y ésta de aquél.
Todavía más, el fin último, el bien supremo, es Dios mismo. Aquí radica el “amor Dei usque contemptum sui.” Al propio tiempo eso significa una paz completa y definitiva. La poseemos ahora en forma de esperanza. Pero en su momento será actual y plena. Mientras tanto, el cristiano está llamado a colaborar en la construcción de una paz terrenal, donde pueda vivir su fe de forma libre, humana, con dignidad, en compañía de sus hermanos, en asamblea con ellos (en eclessia).
¿Por qué, además, tiene que colaborar el cristiano con la construcción de la ciudad terrena, con la polis, con el Estado? ¿Por qué debe empeñarse también en la construcción de la paz terrena? Porque la tarea de la polis tiene que ver con la limitación del poder de los malvados. Aunque sea imperfecta la paz que procura la ciudad —paz no duradera ni eterna—, es necesaria para la convivencia, para la existencia histórica de los seres humanos. El estado de derecho no es perfecto ni dará la justicia completa —acaso quizá tampoco la verdadera justicia—, pero permite que haya la suficiente para una convivencia pacífica donde no sólo el poder de los malvados, sino el poder en sí mismo, tenga límites.
Ahora bien, llegados este punto, ¿cómo puede hacer una lectura el cristiano de la situación contemporánea de nuestro tiempo en el globo, en América Latina, en México? ¿Cómo puede visualizar —si ello es posible— la ciudad de Dios? ¿Dónde está la ciudad de Dios, quién la encarna y hace visible? ¿La Iglesia? ¿El pueblo de Dios? Pero, ¿no son lo mismo acaso? Y si fuera la Iglesia, ¿entonces el estado encarna a la ciudad terrena? ¿Existe realmente esa contraposición de ciudades reflejadas en la Iglesia por un lado y el estado por el otro?
Parece que no debe entenderse la Iglesia como la ciudad de Dios y el Estado como la ciudad del mundo (no desde una disyuntiva o dicotomía). Ya se ha dicho que Agustín plantea que se ha de colaborar con la paz terrena del Estado (de otra manera no podría hacerse esto). Y no sólo Agustín, también los propios apóstoles, Pedro y Pablo, señalaron la necesaria colaboración con los legítimos gobernantes. El mismo Jesús señaló que debemos “dar al César lo que es del César”. Por ello no se puede identificar llanamente al Estado con la ciudad terrena o ciudad del mundo (civitas mundi, incluso a veces civitas diaboli).
Tampoco puede establecerse una disyuntiva entre lo natural y lo sobrenatural, como si fueran antagónicas y contradictorias, como si un ámbito fuera la ciudad del mundo y el otro la ciudad de Dios. Una buena lectura de la Ciudad de Dios del Hiponense tendría que considerar lo que el santo mismo consideró: lo natural tiene su valor en sí mismo porque ha sido creado por Dios, es bueno por su origen. La ciudad del mundo no es buena en su origen, la fundó un amor que despreció a Dios desde el inicio (la soberbia). El fundador de la ciudad del mundo por eso es el diablo. Lo natural no lo creó ese ser, que también fue creado.
Lo natural fue pervertido por el pecado es cierto (esta es una noción teológica que a lo largo de la Ciudad de Dios maneja Agustín), pero por la redención de Cristo fue redimido (lo natural y todo lo creado, especialmente los humanos). Cristo fundó desde la eternidad la ciudad de Dios. Si lo natural (incluido el ser humano) se abre a lo sobrenatural, entonces se incorpora a la ciudad de Dios, —al reino de Dios, como lo describe Jesús—; pero si no se abre y se cierra en sí mismo (incluido el ser humano), entonces se incorpora a la ciudad terrena y fenece con ella. Porque el fin de la ciudad de Dios es la eternidad y el fin de la ciudad terrena es la muerte, la segunda muerte, la muerte definitiva. Eso lo plantea Agustín en el libro XX, motivo de otra reflexión.
Una buena lección de todo lo anterior es que, pese a su bondad natural, el Estado no puede satisfacer las necesidades más hondas del corazón humano, ni la justicia ni la paz completas. Tampoco puede ofrecer la felicidad plena. Quienes desde el Estado así predican y así lo proponen no hacen sino engañar. El Estado puede ofrecer, en la medida de lo posible, el derecho, la justicia limitada, la paz limitada —como ya se ha señalado—.
Los cristianos estamos llamados a colaborar en ello. Es nuestra responsabilidad en este mundo. Podemos hacerlo de forma diversa, en partidos políticos, en organismos de la sociedad civil, en medios de comunicación, en la escuela, en la familia. Hemos de buscar siempre la paz, la concordia y la fraternidad (El espíritu de discordia y de división no es cristiano). Podemos hacerlo creando bienes públicos para las generaciones actuales y para las futuras. Entonces vislumbraremos la ciudad de Dios.
Referencia
Agustín, La ciudad de Dios (2º), XIX, I, 1, Obras completas de san Agustín, T. XVII, Biblioteca de Autores Cristianos, 4ta. Ed., Madrid, 1988, pp. 541-543.