Por Ricardo Martínez Martínez
El Paquete Económico 2025 parece un acto de equilibrio. Por un lado, se perfila como la solución a los excesos del año electoral, donde el gasto público se expandió como un río desbordado. Por el otro, dibuja un horizonte incierto, donde el bienestar social y la inversión estratégica se convierten en monedas de cambio para la tan ansiada disciplina fiscal.
En el corazón de este presupuesto, las cifras relatan una historia que no coincide necesariamente con la narrativa oficial. La reducción del déficit fiscal al 3.9% del PIB es presentada como un logro de contención. Sin embargo, este ajuste se apoya en un recorte significativo del gasto programable, que se contrae un 3.6% en términos reales. Áreas que son pilares del tejido social, como la salud y la educación, ven sus asignaciones menguar. Un ejemplo que preocupa es el recorte del 34% al presupuesto de la Secretaría de Salud, dejando a programas esenciales con un margen mínimo para operar en un contexto de demandas crecientes.
En paralelo, las decisiones recientes de la presidenta Claudia Sheinbaum lanzan una interrogante que el presupuesto no responde del todo: ¿cómo garantizar derechos sociales si la base financiera que los sustenta se erosiona? Este inicio de mes, el último del año 2024. La presidenta Claudia Sheinbaum firmó decretos que elevan a rango constitucional dos pilares de su agenda: la pensión no contributiva y el ambicioso programa para construir un millón de viviendas. Si bien estas medidas representan un avance significativo en términos de justicia social, su éxito dependerá de un esquema de financiamiento sostenible que hoy parece ausente del debate.
Mientras tanto, la inversión pública, motor del desarrollo económico, retrocede a niveles que no veíamos desde hace una década. Los proyectos estratégicos se ven confinados a mínimos históricos: apenas un 2.8% del PIB. Esto no solo pone en riesgo obras de infraestructura clave, sino que también debilita la capacidad del país para cerrar las brechas de desigualdad territorial, tan palpables como las cicatrices de un mapa descuidado.
En paralelo, el optimismo de las proyecciones macroeconómicas dibuja un cuadro que parece más aspiracional que realista. La Secretaría de Hacienda anticipa un crecimiento de hasta el 3%, pero los especialistas señalan que esta cifra podría quedarse en 1.2%. Esta brecha en las expectativas no solo pone en tela de juicio la factibilidad de las metas fiscales, sino que también cuestiona el anclaje de estas decisiones en la realidad económica.
El debate no se detiene en las cifras. Hay una cuestión de fondo: ¿a quién beneficia y a quién perjudica este paquete? La concentración de recursos en áreas como pensiones y el pago de deuda pública deja poco espacio para atender las necesidades de quienes están más al margen. Los recortes en salud, por ejemplo, afectan desproporcionadamente a las poblaciones más vulnerables, que dependen de servicios públicos para acceder a derechos básicos. La narrativa de equidad y justicia social, en este contexto, parece, ante lo frío de los números, más una consigna que una brújula.
La falta de visión a largo plazo es quizás el mayor desafío de este presupuesto. Los desafíos demográficos, como el envejecimiento poblacional, y las crisis ambientales, no se abordan con la profundidad que exigen. Sin una inversión decidida en salud, educación y cuidado del medio ambiente, las generaciones futuras heredarán no solo una carga financiera, sino también un legado de oportunidades truncadas.
El debate sobre este paquete abre, sin embargo, una ventana para reflexionar sobre el modelo de desarrollo que queremos. ¿Es posible equilibrar la sostenibilidad fiscal con la justicia social? La respuesta requiere valentía política, innovación en el diseño de políticas públicas y una capacidad de diálogo que trascienda intereses cortoplacistas.
El Paquete Económico 2025 no es solo un documento técnico, sino también se trata de un espejo que refleja nuestras prioridades como sociedad. Al mirarnos en él, ¿vemos un país que cuida a sus habitantes y proyecta un futuro sostenible? O, por el contrario, ¿un sistema atrapado en su inercia, incapaz de responder a los desafíos de un mundo cambiante? Esa es la pregunta que queda sobre la mesa, esperando ser respondida no solo en palabras, sino en acciones claras y concretas, presupuestadas desde luego.
Un debate por delante, un problema, en espera de solución.