Por Dr. Fidencio Aguilar Víquez
Es imposible no plantearse el sentido y la dirección de la guerra desatada entre Hamás y el estado de Israel, como la desatada y atorada entre Rusia y Ucrania. En otros lugares del mundo los conflictos bélicos también están presentes: Irán, Yemen, Etiopía, El Sahel, Pakistán, Taiwán, Congo y Grandes Lagos, Armenia y Azerbaiyán. Uno no puede sino preguntarse: ¿Por qué —pese a la supuesta civilización— los seres humanos, o los estados, seguimos haciendo las guerras? Las guerras a lo largo de la historia han estado presentes.
Podría uno concluir que la guerra es parte de la historia humana. Sin embargo, también a lo largo del tiempo se ha visto la cara luminosa de los seres humanos: el esfuerzo civilizatorio. Desde las primeras hordas hasta la proclamación de los derechos humanos, el deseo de establecer un Estado de derecho que los garantice ha estado presente. Los deseos de paz, justicia y bienestar también forman parte de la historia de la humanidad. La prerrogativa humana por antonomasia —la razón—, desde la Antigüedad hasta nuestros días, sigue viva.
Tenemos, entonces, por un lado, las guerras y, por otro lado, los esfuerzos de los humanos por construir modelos de sociedad acordes con su dignidad y con la razón que la descubre. Jacques Maritain [1] plantea que hay dos leyes de la historia que explican esto: 1) La ley del doble progreso contrario; 2) La ley del “prise de concience” que despierta en los seres humanos un cierto progreso de orden moral, un cierto principio de conciencia que nos humaniza en la medida en que podemos distinguir lo que es bueno y lo que es malo.
Según la primera ley propuesta por Maritain, en la historia de la humanidad —también en la historia personal—, como en la parábola del trigo y la cizaña, conviven el bien y el mal, nuestras tendencias a uno y a otro, desde que el ser humano es tal hasta nuestros días y desde ahora hasta que se acabe la historia humana y nuestra propia historia personal. No es otra cosa que los resultados de nuestras acciones estrictamente humanas, tomadas con libertad, tanto en lo colectivo como en lo personal. Hay aquí una connotación moral.
Pese a la ambivalencia de la historia, el bien y el mal entremezclados en su curso, así como la progresión de ambos, existe la otra ley: la del principio de la conciencia —humana y moral—; es un principio que también progresa y crece en la historia. En virtud de tal principio hay un crecimiento tanto en el orden humano como en el moral. Prueba de ello es la conciencia de los derechos humanos como prerrogativas universales para todos, para todo tiempo y lugar. La guerra la oscurece y deshumaniza; humilla a los seres humanos.
Paul Ricoeur [2], por su parte, plantea que en la historia hay una interrelación y una progresión entre lo político y la política. Gracias a lo político los seres humanos han pasado de la ley de la selva a la civilización, de la barbarie a la humanización, del garrote a la polis. Ello en virtud de la palabra, el logos, la razón, el argumento para resolver los problemas de una comunidad. Desde Platón hasta Hegel, y desde éste hasta el pensamiento contemporáneo, la lucha de la razón que busca la verdad, ha sido constante, permanente y ha dado su fruto.
Pero, esa larga lucha de la razón, sobre todo en la Modernidad, ha ido acompañada también de una nueva conciencia: la lucha por el poder. Sus leyes —entrevistas y organizadas por Machiavelli— han sido estudiadas, adoptadas y aplicadas por los políticos en la dinámica política. La política no es sino el arte de acceder al poder, mantenerse en él e incrementarlo. Con un dato curioso: necesita de la razón para legitimarse, requiere de la palabra y del argumento para justificarse. Le es indispensable la razón para hablar en nombre del pueblo.
El poder sin la razón no se legitima; la razón sin el poder no se realiza en la dinámica política. He aquí la paradoja. Ésta se hace sofisticada en las sociedades más complejas. En tales sociedades tanto la legitimación como el uso del poder se hacen sofisticados, sutiles, complicados, sobre todo si se busca la solución de problemas. En una dinámica ordinaria, la paradoja muestra que razón y poder se necesitan. Empero, frecuentemente ocurre que el poder tiende a dominar y someter a la razón. Las barbaries de nuestro tiempo lo constatan.
El ataque de Hamás a cientos de ciudadanos de Israel y de otros países, es una muestra del sometimiento y de la humillación de la razón por el poder, como en el caso de los otros conflictos bélicos. Algunos países y personajes han tratado de justificarlo, pero han mostrado precisamente el fracaso de la razón. Tiene razón Víctor Reynoso en su reciente artículo publicado en e-consulta, hay una suma negativa en la guerra: todos pierden. Pierden las víctimas, sus familiares y la humanidad; pero pierden también los victimarios: creen que ganan poder, pero en realidad se someten a él y ante él humillan su humanidad.
También tiene razón Carlos Anaya en su reciente artículo publicado en Confines políticos; la aportación que parece frágil de quienes resisten no-violentamente, tanto del pueblo palestino como del pueblo de Israel, puede ser la conciencia que ante el poder hace despertar la razón del poderoso: ¿Me es lícito hacer esto? Es la conciencia moral que limita al poder; no con otro poder, sino con la verdad. Ese es el problema de fondo: hemos relativizado tanto la verdad que ya no la vemos ni en los actos cotidianos ni en los de mayor envergadura. Mirar el sentido de la historia quizá nos ayude.
1. J. Maritain, Filosofía de la historia, Club de lectores, Buenos Aires, 1985, pp. 70-71
2. P. Ricoeur, Historia y verdad, Fondo de Cultura Económica, Argentina, 2015, p. 300ss