El consejero delegado de ‘The Atlantic’, uno de los medios más influyentes de Estados Unidos, corre sin parar. No solo en su trayectoria profesional, sino también en la deportiva. En 2021 batió el récord de los 50 kilómetros para corredores de más de 45 años. Pero sobre todo, Thompson ha sido y es periodista. Y de los buenos, tanto desde el teclado como desde la gestión. También es un fino analista de los medios y de su relación con las tecnológicas y con la IA.
Iker Seisdedos / EPS
Cada día al final de su jornada laboral, Nicholas Thompson sale corriendo del trabajo. No es una forma de hablar. Es literal. Cuando ha terminado por hoy, Thompson, consejero delegado de la influyente revista política The Atlantic, se enfunda la equipación deportiva y corre los aproximadamente ocho kilómetros que separan la redacción de su casa en Brooklyn, en la que vive con su esposa, la profesora de la New School y experta en historia de la danza Danielle Goldman, y sus tres hijos adolescentes.
Por la mañana, hace lo mismo. Cruza trotando los puentes de Brooklyn, Williamsburg o Manhattan, según le dé, y, “sorteando los camiones de reparto o saltando por encima de las cajas de champiñones en la calle Canal Street”, continúa hasta la oficina por las calles de la ciudad que despierta. Se ducha, se enfunda uno de los trajes que, recién salidos del tinte, cuelgan tras su escritorio y se pone manos a la obra. El sofocante día de verano en que recibió a El País Semanal se había saltado su rutina porque esa mañana tocaba sesión de fotos. La entrevista, que se celebró después en un espacioso despacho de la sede neoyorquina que la revista tiene en pleno Soho, se completó esta semana por correo electrónico, cuando Thompson contestó a una pregunta sobre las consecuencias para Estados Unidos y para The Atlantic del regreso de Donald Trump a la Casa Blanca.
Licenciado en Ciencias de la Tierra, Políticas y Economía, Thompson, de 49 años, ha sido guitarrista de folk, empleado en una empresa informática, reportero freelance en África y fundador de un par de webs, así como editor de una publicación de Washington y de las revistas The New Yorker, cuyos lectores digitales ayudó a multiplicar, y Wired, que acabó dirigiendo antes de dar el salto al otro lado y convertirse en uno de los ejecutivos de los medios más exitosos de Estados Unidos. En tres años, ha logrado reflotar el negocio de The Atlantic, publicación fundada en 1857 que últimamente ha visto crecer su influencia en la escena política estadounidense y en abril regresó al terreno de los beneficios al superar el millón de suscriptores. Seis meses después, la compañía anunció lo nunca visto en esta era del ocaso del papel: por primera vez en dos décadas, pasará desde enero a publicar 12 números al año en lugar de los 10 actuales.
Thompson también tiene en LinkedIn, su red social “favorita”, una newsletter con casi 475.000 succriptores en la que recomienda de lecturas, fundamentalmente en torno a la tecnología. Además, es autor de un libro esencial sobre la Guerra Fría, The Hawk and the Dove (2009), sobre la relación entre su abuelo Paul Nitze, el halcón antisoviético del título, y el diplomático George Kennan (la paloma), padre de la doctrina de la contención para evitar el avance del comunismo.
Y en todos estos años, nunca dejó de correr. Consumado maratoniano, batió en 2021 el récord masculino estadounidense de más de 45 años en la distancia de 50 kilómetros. Aún lo ostenta. Por si fuera poco, en sus ratos libres ―es decir: “entre las seis y las siete de la mañana, los fines de semana y a veces por las noches”―, trabaja en un ensayo sobre la soledad del corredor de fondo, que espera publicar en 2026.
¿Nunca piensa, tras un día especialmente duro, “venga, va, hoy me vuelvo en Uber”?
Nunca. Tiene que pasar algo como lo de hoy, o que tenga un evento. Empecé a ir corriendo al trabajo hace más o menos 20 años, en mi primera época en Wired. Las oficinas de Condé Nast [la propietaria] estaban en Times Square, a unos 13 kilómetros de casa. Pensé que si iba corriendo tardaría solo un poco más que si cogía el metro. En aquella época, únicamente hacía uno de los trayectos. Ahora que vivo más cerca, resulta más razonable: entre 13 y 16 kilómetros, ida y vuelta. Es más o menos lo que me gusta correr por día.
¿Le ayuda a ejercitar también la mente?
Correr es como la meditación. Un espacio para la tranquilidad y la reflexión. Cuando tienes tres hijos y ciertas obligaciones laborales, eso no es fácil. Cuando compites o entrenas, te concentras en tu cuerpo y en tu mente durante dos, tres horas, a veces hasta cinco o seis. El proceso de mantener la atención durante una larga e intensa reunión de trabajo no es exactamente el mismo, pero se parece. Además, corriendo aprendes que con el entrenamiento mejoras. Si aplicas esa idea a tu oficio, indudablemente ayuda. También me ha permitido desarrollar la confianza y tomar conciencia de mí mismo. Lo bueno de este deporte es que tú eres tu único rival. El éxito pasa por fijarte una meta y alcanzarla.
Creció en Boston, con su famoso maratón, y lo hizo durante los años de la eclosión de Carl Lewis y Ben Johnson. ¿Fueron esas las mechas de su pasión?
Empecé a correr a los cinco años, acompañando a mi padre. Debió de ser a esa edad, porque cuando yo tenía seis, él se mudó a Washington tras divorciarse de mi madre. Luego lo dejé. Lo retomé en el instituto, y entonces me di cuenta de que no se me daba mal. Cuando estudiaba en la Universidad, en Stanford [cerca de San Francisco], lo abandoné de nuevo; no estaba a la altura del equipo. Después lo retomé otra vez. Más que Boston, lo realmente decisivo fue que, como a tanta otra gente que se pone las zapatillas de correr, me echaran del equipo de baloncesto. Me refugié en ese otro deporte. Mis dos abuelos eran además muy deportistas. El paterno era campeón de boxeo. El padre de mi madre [el halcón Nitze] también era muy atlético, aunque de otra manera. Jugábamos al tenis, esquiábamos, pescábamos… Crecí con mi madre y mis hermanas, pero tuve esos distintos modelos de masculinidad.
En su libro sobre correr, el novelista Haruki Murakami escribe que querría esta frase en su tumba: “Al menos aguantó sin caminar hasta el final”. ¿Qué le gustaría a usted como epitafio?
Que fui un buen padre.
Murakami es un gran aficionado al jazz. ¿Tiene usted otros hobbies?
Tocar la guitarra. Cuando tenía veintitantos años desarrollé una cierta carrera como solista acústico de folk. Llegué a publicar algunos discos. Están en Spotify [bajo el nombre de Nick Thompson]…
Tal vez podría organizar una gira de reunión… consigo mismo.
[Risas] Lo que no sé es si lograría encontrar a alguno de mis pocos fans de entonces.
Su abuelo fue uno de los arquitectos de la política estadounidense durante la Guerra Fría. Un genuino halcón de Washington. ¿Cómo era en casa?
Simplemente maravilloso. Generoso y amable. Fue un gran modelo, cuya mejor enseñanza era: escoge algo en lo que creas, haz lo posible por dominar el tema, trabaja duro para aportar tu visión y sé buena persona con todo el mundo, aunque discutas con ferocidad. Esa fue parte de la razón por la que escribí el libro sobre Kennan y él. Estaban en desacuerdo en casi todo. Pero eran amigos.
Amable, pero agresivo en las discusiones… ¿Es así usted como jefe?
Ojalá sea un poco como mi abuelo. Puede que yo tienda más a buscar el acuerdo. Si tengo una habilidad es la de identificar las fortalezas ajenas y combinarlas, así que tal vez sea más conciliador en mi estilo de liderazgo que él. También confío en ser razonablemente cálido y amigable.
¿Recuerda qué pensó él al ver caer el muro de Berlín?
Creo que se sintió validado. Su gran objetivo en la vida era lograr que no estallara una guerra nuclear. Muchos dudaban de si sus políticas no estarían llevándonos peligrosamente cerca de eso. Cuando cayó el telón de acero, fue una reivindicación de su trabajo.
¿Y creía en la teoría de Francis Fukuyama de que aquello traería el fin de la historia?
No lo creo. Kennan previó que un putin acabaría asomando por el horizonte, que Rusia nunca se alinearía con Occidente. Sospecho que mi abuelo estaba de acuerdo con él.
¿Cuándo se decidió a ser periodista?
Recuerdo cuándo decidí que trataría de serlo. Tenía 24 años. Trabajé un par de años en una revista de Washington. Escribí algunas historias buenas, pero luego me di cuenta de que no era lo suficientemente brillante. No conseguía las suficientes exclusivas, ni escribía tan bien. Como reportero es importante el olfato para identificar los temas, y eso también sentía que me faltaba. Por ejemplo, estaba convencido de que un libro sobre [el político demócrata] Eliot Spitzer sería una buena idea. Creía que sería presidente. Obviamente, me equivoqué. Total, me planté con 30 años, a punto de entrar en la escuela de Derecho. Surgió la idea del libro sobre mi abuelo, y una oportunidad de trabajar como editor en Wired. Me decanté por ese doble camino.
Como alguien que ha conocido íntimamente ese mundo al frente de esa revista, boletín oficioso de Silicon Valley…, ¿le sorprende la deriva de las tecnológicas?
No ha cambiado tanto mi modo de verlas como el de tanta otra gente. Nunca pensé que fueran tan buenas personas como la mayoría creía. Tampoco creo ahora que sean tan malas como se tiende a pensar. Estudié en Stanford, la universidad en la que surgió Google, así que esa intimidad venía de lejos. Y siempre contemplé Silicon Valley como una mezcla de gente capaz de cosas increíbles con algunos comportamientos deplorables.
¿Pudieron los medios haber hecho más para denunciar lo que esas empresas estaban haciendo a la vista de todos?
Creo que no fueron demasiado críticos, y que al mismo tiempo se pasaron en sus críticas. Yo me convertí en director de Wired en 2017, justo cuando la narrativa sobre Silicon Valley comienza a cambiar, tras la elección de Trump, con el escándalo de Cambridge Analytica y Facebook. Me pareció que había que poner a todas esas personas tan inteligentes que trabajan en la revista, tan apasionadas por la tecnología, a investigar a esas empresas. Uno de los problemas con el resto de la cobertura es que había demasiada animosidad. Pasa hoy con la inteligencia artificial. Se cuenta mucho más lo terrible del fenómeno que las cosas positivas.
¿No dependen demasiado los medios de esas compañías? ¿Qué pasará cuando decidan que ya no necesitan sus contenidos?
No estoy de acuerdo con quienes dicen que los medios no deberían asociarse con tecnológicas. Hay buenas y malas asociaciones. Hay compañías periodísticas que hace unos años invirtieron un montón de dinero cuando Facebook les dijo que pagaría por crear vídeos. Contrataron a gente que luego hubo que echar. El error fue creer que el dinero continuaría llegando indefinidamente, y no entender que Facebook es una empresa capitalista que invertirá si cree que hay una oportunidad de mercado, y que dejará de hacerlo cuando no la haya. Nunca es buena idea hacer periodismo pensando en el algoritmo. No encargues historias porque creas que tendrán un buen desempeño en Facebook o en Google. Hazlo porque son las correctas y, luego, desvívete porque se difundan lo más posible en esas plataformas.
¿Fue un cambio muy grande pasar de dirigir una revista a ser consejero delegado?
No tanto. Ya había trabajado antes en aspectos como estrategias de consumo y suscripciones, ingeniería de producto, construcción de marca… Eso sí, nunca había vendido publicidad. Lo interesante de este puesto es que he añadido menos tareas de las que me he quitado. Por ejemplo, no sabía lo que llevaba este número [dice, cogiendo un ejemplar del último The Atlantic] hasta que lo vi impreso. No tengo ni idea de qué vamos a publicar… Observamos una separación entre lo editorial y el negocio bastante a la antigua, particular; por eso ni siquiera trabajamos en la misma planta.
Su éxito es casi la única buena noticia de un negocio asediado en Estados Unidos por las malas. ¿Cómo lo ha logrado?
Ahí está el plan estratégico [señala a la pared, donde hay un puñado de post-its de colores].
No, si así parece hasta fácil…
Básicamente, constaba de dos partes: la primera, conseguir tantos suscriptores como fuera posible, y probar diferentes estrategias para lograrlo. Una de las ventajas de haber pasado tanto tiempo en Silicon Valley es que aprendes mucho sobre cómo funciona esa gente. ¿Cuántas y qué tipo de historias puede leer alguien? Probemos a cobrar 79 dólares; después, 69. ¿Qué color debe tener la casilla de suscripción? ¿A qué hora mandamos las newsletters? Fuimos experimentando. Lo más importante era averiguar cómo reforzar el muro de pago sin perder ingresos por publicidad. Así fue como pasamos de perder suscriptores a superar el millón. Y la cantidad que pagan, en promedio, ha aumentado sustancialmente.
Así fue también cómo usted se convirtió en uno de esos casos de éxito que estudian en las escuelas de negocios…
Perdíamos unos 20 millones por año. Y ahora tenemos beneficios. A ver si conseguimos mantenernos así. En la segunda parte, la de la publicidad, conseguimos generar más ingresos a un menor costo. También redujimos los gastos al ser inteligentes con las nuevas contrataciones; ahí ahorramos dinero. No somos una ONG, sino propiedad de una persona muy rica [Laurene Powell Jobs, viuda del fundador de Apple, Steve Jobs] que quiere hacer del mundo un lugar mejor. Somos una empresa y tenemos que ser rentables.
¿Cómo es su relación con esa persona rica?
Es increíblemente inteligente, intuitiva y centrada. No se despierta preocupada por cómo le va a The Atlantic, porque tiene otras cosas más importantes y urgentes. Pero cuando tiene una pregunta o una sugerencia, es buena, y cuando comparte instrucciones, suelen ser acertadas.
¿Se mete en el lado periodístico?
Si lo hiciera, no lo sabría, porque, como le decía antes, yo no tengo que ver con eso.
¿Imagina un futuro sin la edición en papel?
No, y menos aún ahora que no sabemos qué va a pasar con la IA. En cambio, esto [señala de nuevo un número de The Atlantic] lo controlas. Es una muy buena protección contra la dependencia excesiva de las plataformas tecnológicas. Las revistas son geniales, y no son tan caras de hacer. La razón por la que acepté este trabajo fue también por el imponente pasado de The Atlantic. Me pareció una misión que merecía la pena: ayudar a estabilizar el negocio y garantizar que esta publicación, que fundó hace tanto tiempo, entre otros, [el filósofo tracendentalista] Ralph Waldo Emerson, siga existiendo.
¿Para qué sirve una revista 167 años después de Emerson?
Para provocar debates. Para que la gente encuentre ideas que estimulen la reflexión y le permitan discutir y entender qué pasa en Estados Unidos y en el mundo. Idealmente, para ayudar a que la sociedad sea más inteligente y tome mejores decisiones.
¿Qué supondrá un segundo mandato de Trump para el panorama mediático en Estados Unidos y cómo planea The Atlantic enfrentarse a cuatro años más de él en la Casa Blanca?
The Atlantic siempre ha prosperado en momentos de tensión y cuando este país trata de entenderse a sí mismo. La cobertura de nuestra redacción en el período previo a las elecciones ha sido excepcional. Me imagino que en los próximos cuatro años nuestro trabajo brillará y servirá para informar la opinión de nuestros compatriotas.
Ese ideal de hacer que el periodismo esté más en la conversación… ¿Es compatible con cobrar en internet por los contenidos?
Antes de internet, por ejemplo, en 1972, siempre había que pagar. Hubo después un breve interludio, una anomalía, durante el cual podías leer todo gratis. Los periodistas y las empresas pensaron que podían monetizarlo a través de la publicidad digital y eso, en general, no funcionó. Si me pregunta si debemos tener un muro de pago, le diré: absolutamente. Es posible que teniéndolo nuestras historias circulen menos, pero hay un negocio que sostener. Y cuando la gente se suscribe, se genera una conexión más emocional. Hay muchas maneras de difundir nuestro trabajo. Por ejemplo, haciendo que los reporteros salgan en televisión o vayan a un podcast.
Yo personalmente prefiero estar suscrito en papel, aunque luego lea los artículos en la web. De esa manera, algo me recuerda que estoy pagando por la revista. El problema es que luego se acumulan los números como montones de culpa. Las miras y piensas en todo lo que no te da tiempo a leer…
Si le generan remordimiento, tírelas. Cuando trabajaba en The New Yorker [que es semanal] siempre pensaba que el mejor producto que podía ofrecer la revista era alguien que visitara a los suscriptores para deshacerse de los números atrasados.
Antes hablaba de las cosas buenas de la IA. ¿Cuáles son?
Soy muy optimista. Creo que tendrá un efecto positivo neto. También hay días en los que me despierto aterrorizado.
¿Y qué le quita el sueño en esas noches?
Sobre todo, sus potenciales efectos en el periodismo. Puede ir demasiado rápido y que nos coja desprevenidos, sin capacidad de adaptarnos a que, pongamos, en un par de años, la tecnología sea capaz de crear contenido de alta calidad a escala infinita instantáneamente. Eso puede poner patas arriba nuestra relación con la lectura. Cuanto más difícil de replicar sea el periodismo que podamos hacer, mejor nos irá. Aunque a The Atlantic no le toque la peor parte, creo que para el sector puede ser muy duro. Más allá de eso, la IA es una herramienta increíble en este momento. No ha hecho sino enriquecer mi vida.
¿En qué sentido?
En que charlo e intercambio ideas con ella para resolver problemas, como si lo hiciera con un amigo al que pudiese llamar cuando me asaltara una duda y que tuviese una memoria fotográfica prodigiosa y que además leyera 10 libros al día.
Hay quien critica que los medios alcancen contratos con las empresas de IA, como el que ustedes han firmado con OpenAI. Por ejemplo, David Remnick, que fue su jefe en The New Yorker.
La IA puede ser aterradora para nuestra profesión, pero precisamente por eso deberíamos alcanzar el mayor número de pactos inteligentes con sus diferentes empresas como podamos. El acuerdo con OpenAI implica que tendremos más lectores, porque estaremos incluidos en cualquier herramienta de búsqueda que creen. Además, nos pagan, lo cual es bueno a corto plazo. También podremos ejercer influencia sobre cómo se desarrollan sus productos. Eso no significa que la IA será buena para el periodismo, pero sí significa que haber firmado ese pacto sitúa a The Atlantic en una mejor posición que si no lo hubiéramos firmado. Recurramos a una analogía y pensemos en la IA como en una fenomenal tormenta. El acuerdo es como un chubasquero. No significa que no te vayas a mojar. Pero es mejor llevarlo cuando finalmente llueva que no llevarlo.