Pescadores ayudaron a detener la minería submarina en Baja California, México, para preservar su lecho marino.
Laura Paddison / THE GUARDIAN
Los pescadores locales ayudaron a detener la minería submarina frente a la costa de Baja California, México, en 2018 para resguardar su lecho marino, pero entonces se puso en marcha un oscuro proceso legal internacional.
El barco
Cuando apareció por primera vez, parecía una ciudad flotante. Durante meses, en el verano de 2012, el barco permaneció allí: una presencia imponente y confusa frente a la costa del Pacífico de Baja California Sur.
Florencio Aguilar estaba preocupado. Un extraño entre las olas era una amenaza. Como muchos otros habitantes de los pequeños pueblos pesqueros de San Juanico, Las Barrancas y otros del noroeste de México, Aguilar depende para su subsistencia de las langostas, pulpos y abulones que prosperan aquí. Sus aguas prístinas son también el hogar de tortugas marinas en peligro de extinción, un criadero de ballenas grises gigantes y un imán para los surfistas, que acuden aquí en masa para cabalgar algunas de las olas más largas del mundo.
Aguilar tachó las posibilidades: el enorme barco no era uno de los buques de investigación que bordean la costa de Baja California para estudiar la rica vida marina, y no se parecía a uno de los grandes buques pesqueros que a veces vienen a recoger camarones.
La noticia le llegó a través de unos compañeros pescadores. El barco pertenecía a la empresa Odyssey Marine Exploration, con sede en Florida, que había obtenido una concesión en una enorme zona del fondo marino mexicano para extraer fosfato, ingrediente clave de los fertilizantes comerciales.
Aguilar estaba horrorizado. El proyecto, que podría suponer el dragado durante 50 años, se solapaba directamente con la concesión pesquera de la cooperativa Puerto Chale, una alianza que él dirige de más de 120 pescadores cuyas familias han vivido de estas aguas durante generaciones. “El dragado constante acabaría con la vida marina y con toda la vida de nuestro sector pesquero”, afirma Aguilar.
El descubrimiento fue sólo el principio, el detonante de años de desorganización mientras Aguilar y la cooperativa luchaban contra una mina que consideraban una amenaza existencial. Hubo airadas reuniones públicas, acusaciones de corrupción, llamamientos al presidente mexicano.
Por fin, seis años después, en 2018, el gobierno mexicano clausuró la mina porque los posibles impactos medioambientales serían demasiado perjudiciales. Aguilar y la comunidad lo celebraron. Por una vez, su historia parecía contradecir la tendencia de las empresas mineras a pisotear a las pequeñas comunidades que se interponen en su camino.
Pero Odyssey tenía un as bajo la manga.
En 2019, demandó a México. Para ello, utilizó una oscura herramienta del derecho internacional llamada solución de controversias inversor-Estado (ISDS, por sus siglas en inglés), que permite a las empresas eludir los tribunales nacionales. De repente, el destino de esta mina en el fondo del mar importaba mucho más allá de esta costa bordeada por el desierto. La demanda de Odyssey había abierto una ventana a un sistema jurídico opaco, con el poder de debilitar fatalmente la capacidad de los países para proteger su propio medio ambiente, justo cuando el mundo se tambalea al borde del colapso climático y de la biodiversidad.
La empresa
Irónicamente, teniendo en cuenta el impacto que podría acabar teniendo en la minería mundial, Odyssey nunca ha explotado una mina. Sus orígenes se remontan a un tipo muy distinto de extracción de los fondos marinos: se creó en 1994 como empresa de caza de embarcaciones naufragadas.
“Odyssey dirigió su atención a una nueva industria: el mundo potencialmente lucrativo de la minería de los fondos marinos”.
Los dos fundadores, Greg Stemm, expublicista, y John Morris, expromotor inmobiliario, ya tenían una larga trayectoria en el negocio. Ese mismo año, se enfrentaban a acusaciones de fraude y uso de información privilegiada en relación con su anterior empresa, por haber falseado el valor de un naufragio en los Cayos de Florida. (En 1997 superaron con éxito las acusaciones).
La década siguiente la pasaron rastreando el océano en busca de naufragios más valiosos, y en 2007 dieron con el premio gordo: 17 toneladas de monedas de plata y oro, valoradas en cientos de millones de dólares, halladas en un naufragio de la costa portuguesa del Algarve. Odyssey bautizó el barco como Cisne Negro, sacó las monedas a la superficie, las cargó en cubetas de plástico y las llevó en avión a Florida.
España protestó. Dijo que el Cisne Negro era una de sus fragatas, hundida por los británicos en 1804 con más de 200 tripulantes, y afirmó que el tesoro pertenecía legalmente a España. En 2012, los tribunales estadounidenses le dieron la razón, obligando a Odyssey a devolver las monedas y a pagar un millón de dólares (17 millones 147 mil pesos) a España en lo que un juez calificó como “una campaña centrada en la mala fe, engaño y fraude que impregnó este litigio desde el principio”.
A medida que aumentaban los riesgos de la caza de naufragios, las leyes eran más estrictas y los inversores disponían de menos dinero, Odyssey centró su atención en una nueva industria en la que podía aprovechar sus especializados conocimientos oceánicos: el mundo potencialmente lucrativo de la minería de los fondos marinos.
El periodista
Cuando los rumores sobre la mina submarina de Odyssey llegaron por primera vez a oídos de Carlos G. Ibarra, periodista residente en La Paz, capital de Baja California Sur, sospechó de inmediato.
Sentado en un concurrido bar frente al mar en La Paz en una sofocante tarde de septiembre, Ibarra explica que ha vivido toda su vida a la sombra de las minas. Pasó su infancia en un pueblo salinero y su carrera adulta como reportero, cubriendo el impacto de las empresas mineras aquí.
Al principio, los rumores eran vagos. No sabía exactamente dónde se ubicaría la mina submarina, ni nada sobre la empresa. Entonces leyó un informe para inversores que disparó su curiosidad.
Escrito en 2013 por Ryan Morris, fundador del fondo de cobertura estadounidense Meson Capital, el informe era muy crítico. Morris afirmaba que, desde el año 2000, los ejecutivos y directivos de Odyssey habían recibido 20 millones de dólares (342 millones 947 mil pesos) en compensaciones en efectivo, pero habían registrado pérdidas por valor de 180 millones (3 mil 86 millones 530 mil pesos). “Creemos que el propósito de (Odyssey) es servir de vehículo para que sus integrantes vivan una vida de glamour cazando en el océano mientras sus decepcionados inversores pagan las factura”, concluía el informe.
Un portavoz de Odyssey rechazó el informe por contener “errores de hecho, información incompleta y conclusiones erróneas”. Pero para Ibarra fue una señal para seguir indagando. Se puso en contacto con Aguilar, que le instó a seguir investigando el proyecto minero. Ibarra habló entonces con funcionarios del gobierno y comprobó los permisos que Odyssey había solicitado.
Descubrió que la empresa había obtenido una concesión a 50 años sobre casi 270 mil hectáreas de lecho marino a través de una filial mexicana, Exploraciones Oceánicas. Cuando Odyssey declaró entonces que había encontrado uno de los yacimientos de fosfato más importantes del mundo, más de 580 millones de toneladas, suficientes, según la empresa, para satisfacer la mayor parte de las necesidades de fertilizantes de Norteamérica durante 100 años, a Ibarra se le encogió el corazón y empezó a escribir sobre ello para cualquiera que quisiera publicarlo.
La mina
Ibarra sabía perfectamente cómo se iba a presentar la mina a la comunidad. La narrativa empresarial de los proyectos extractivos tiende a seguir un camino trillado: el recurso desempeña un papel vital para la humanidad, su explotación beneficiará a la comunidad local y no habrá daños medioambientales permanentes.
Odyssey no fue diferente. Afirmaba que el fertilizante garantizaría la autosuficiencia alimentaria de México y prometía puestos de trabajo y millones de dólares para México a través de los ingresos fiscales y el desarrollo económico.
La empresa también tenía un argumento medioambiental. La mayor parte del fosfato se extrae arrasando tierra. Extraerlo de debajo de las olas sería más sostenible.
“Ningún proyecto de extracción de fosfato en el fondo del mar ha salido adelante. Nueva Zelanda rechazó una propuesta similar”.
La empresa explicó que sus grandes buques dragarían el fondo marino, separarían el fosfato en cubierta y bombearían el material no deseado que, según dijo, estaría compuesto por sedimentos “inalterados” de vuelta a los surcos del lecho marino.
A diferencia de la minería de aguas profundas, que consiste en extraer minerales a 6 km de profundidad en aguas internacionales, esta mina se ubicaría en las aguas menos profundas de la plataforma continental de México. Este tipo de minería de fondos marinos se presenta a veces como preferible desde el punto de vista medioambiental porque las aguas costeras se conocen mejor que las profundas.
Pero, aunque las aguas menos profundas carezcan de los misterios de las llanuras abisales del océano, albergan frágiles ecosistemas rebosantes de vida.
Odyssey declaró a The Guardian que los proyectos de explotación minera de fondos marinos pueden “ofrecer una oportunidad limpia, sostenible y económica de obtener minerales muy necesarios”, y que el proyecto “emplearía medidas exhaustivas para limitar el impacto ambiental”.
Sin embargo, algunos expertos afirman que nadie sabe a ciencia cierta qué efectos podrían tener las columnas de sedimentos que se levantan al dragar, ni el ruido, ni cuántos organismos podrían ser absorbidos junto con el fosfato. Tampoco saben con qué rapidez pueden repararse los fondos marinos costeros.
Nunca se ha llevado a cabo ningún proyecto de extracción de fosfato en el lecho marino. En 2015, la Autoridad de Protección del Medio Ambiente de Nueva Zelanda rechazó una propuesta similar por considerar que causaría “efectos adversos significativos y permanentes”. Más recientemente, los intentos en Namibia se han estancado en medio de una fuerte oposición.
“La minería siempre destruirá parte de un hábitat”, afirma Laura Kaikkonen, científica marina de la Universidad de Helsinki que ha investigado la minería en aguas poco profundas. “No es una solución fácil obtener minerales sólo porque sea en zonas poco profundas”.
Aguilar va más allá. En un somnoliento domingo de septiembre en Las Barrancas, sentado en una construcción de hormigón adosada al lateral de una casa, con las gafas de sol bien metidas en su camisa morada clara, explica que detener la mina es una cuestión de supervivencia.
“Tenemos una gran masa de agua en la península, y cuando se envenene, porque así es como lo describimos, obviamente se acabarían los ingresos de la pesca y el progreso”, afirma.
Odyssey dijo que las referencias al envenenamiento eran “incorrectas”, y que las operaciones mineras “no interferirían con las operaciones pesqueras”. También señaló el apoyo de otras organizaciones pesqueras regionales.
Pero, durante la última década, Aguilar y la cooperativa se han negado a dar marcha atrás, luchando contra la mina en consultas públicas y reuniéndose con el presidente, Andrés Manuel López Obrador, con pancartas de protesta cuando visitaba la región.
Ha sido un camino accidentado. En 2014, Odyssey señaló a Aguilar e Ibarra en una denuncia penal, algo que Ibarra descubrió cuando leyó un artículo en el periódico El Sudcaliforniano, por parte de un representante de la filial de Odyssey, Exploraciones Oceánicas. Los llamó “pseudoambientalistas” y los acusó de extorsión y de “atentar contra el consumo y la riqueza natural” por resistirse a la mina, delitos que pueden acarrear penas de hasta 10 años de cárcel.
“Dijeron que éramos los culpables de su no aprobación y de una pérdida financiera de millones de dólares”, afirma Aguilar.
“Era una estrategia de intimidación”, añade Ibarra.
Un portavoz de Odyssey declaró que “emprendió las acciones legales oportunas para defenderse de un intento de extorsión”, y que no pretendía “intimidar ni disuadir a la oposición al proyecto”. Tanto Aguilar como Ibarra rechazan enérgicamente las acusaciones de extorsión y, aunque finalmente se les comunicó que no se interpondría ninguna demanda, en el caso de Ibarra la tensión le hizo abandonar prácticamente el periodismo durante años.
Pero durante un tiempo, el calvario pareció haber merecido la pena. Dos veces el gobierno mexicano rechazó el permiso minero, una en 2016, y otra, definitivamente, en 2018, diciendo que la mina “pretendía dragar ininterrumpidamente el fondo marino” de un lugar “que constituye un tesoro natural y de suma importancia para México y el mundo”.
“Nos sentimos muy satisfechos”, dice Aguilar, pero añade: “Sabíamos que era sólo un descanso y no la victoria total”.
No le faltaba razón. En 2019, Odyssey demandó al propio México por miles de millones de dólares: los hipotéticos beneficios futuros de la mina.
El caso
ISDS (solución de controversias inversor-Estado) es un acrónimo tan insulso que casi parece deliberado, teniendo en cuenta el poder que ostenta. La descripción más benigna es la de un sistema que ofrece a las empresas una forma de protegerse si el país donde operan hace algo que perjudique su inversión.
Sus defensores afirman que el ISDS, que no es una ley única, sino un sistema establecido a través de cláusulas en más de 3 mil acuerdos comerciales y tratados de inversión, es beneficioso para todos, ya que tranquiliza a las empresas a la vez que incentiva la inversión en los países en desarrollo. Pero otros creen que se ha convertido en un proceso legal hermético que permite a las empresas pasar por encima de las leyes medioambientales, climáticas y de derechos humanos de los países.
Es “el salvaje oeste del derecho internacional”, afirma George Kahale III, abogado especializado en arbitraje internacional y presidente del bufete Curtis de Nueva York.
En el caso de Odyssey, la empresa alegó que México había vulnerado sus derechos en virtud del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) al tomar lo que calificó de decisión políticamente motivada de rechazar la mina, haciendo caso omiso de las pruebas científicas. Afirmó que se había destruido el valor de su inversión, así como sus beneficios futuros, y exigió 3 mil 540 millones de dólares (60 mil 702 millones de pesos), que posteriormente se redujeron a 2 mil 360 millones de dólares (40 mil 468 millones de pesos).
El proceso de las demandas ISDS es opaco. Las audiencias no se celebran en los tribunales, sino en salas de reuniones de, por ejemplo, el Banco Mundial, centros de conferencias u hoteles. Las reclamaciones las decide un panel de tres árbitros: uno elegido por la empresa, otro por el Estado y otro de mutuo acuerdo. Las decisiones no pueden apelarse, sólo anularse en circunstancias muy limitadas.
Kahale lo califica como una “caricatura de sistema jurídico” que ha sido “interpretado sistemáticamente de forma más expansiva en contra de los países receptores de la inversión a favor de los inversores”. (Recientemente, el Gobierno mexicano le ha encargado que le ayude con las demandas ISDS, pero no está implicado en el caso de Odyssey).
Desde la década de 1990, el volumen de estos casos se ha disparado. Según Jen Moore, miembro asociado del grupo de reflexión estadounidense Institute for Policy Studies, aproximadamente el 60% de las demandas las presentan empresas con sede en países ricos, sobre todo Estados Unidos, Canadá y Europa Occidental, contra países de bajos recursos. Una cuarta parte de todas las demandas conocidas han sido presentadas por empresas petroleras, gaseras y mineras.
Además de proteger a las empresas de la expropiación física de sus activos, estos tratados de comercio e inversión también las protegen de la “expropiación indirecta”. Las empresas suelen recurrir al ISDS cuando un país rechaza sus proyectos por amenazar los derechos humanos, el clima o el medio ambiente.
“Las empresas mineras a menudo ni siquiera han sido capaces de poner una pala en el suelo, pero luego presentan estas demandas escandalosas”, dice Moore. Lo llama “minería para obtener beneficios a través del arbitraje”.
“Las empresas están ganando. En 2016, un tribunal de arbitraje condenó a Venezuela a pagar mil 200 millones de dólares (20 mil 577 millones de pesos) más intereses”.
A medida que ha aumentado la frecuencia de las demandas, también lo han hecho las cuantías. El caso de Odyssey, donde una inversión relativamente pequeña ha dado lugar a una reclamación de más de 2 mil millones de dólares (34 mil 294 millones de pesos), ya no es anormal, dice Kahale. Algunas empresas de inversión incluso financian a empresas para que lo hagan, a cambio de una parte de la indemnización: La propia demanda de Odyssey está siendo financiada por el fondo de cobertura Poplar Falls.
Y las empresas están ganando. En 2016, un tribunal de arbitraje ordenó a Venezuela pagar mil 200 millones de dólares (20 mil 577 millones de pesos) más intereses, una cantidad enorme para un país que se enfrenta a la crisis, a una empresa minera canadiense, Crystallex, después de que Venezuela denegara los permisos para una mina de oro en una reserva forestal nacional, alegando preocupaciones por el medio ambiente y los pueblos indígenas. Crystallex alegó que Venezuela había expropiado la mina.
Este tipo de cosas provocan un “escalofrío político”, afirma Moore. En Guatemala, por ejemplo, las solicitudes de libertad de información al parecer mostraron que el gobierno citaba la amenaza de procedimientos ISDS como razón para no suspender otra mina de oro de propiedad canadiense, a pesar de que los grupos de derechos humanos decían que violaba los derechos indígenas.
En estos casos, la mera amenaza de arbitraje puede servir de “palanca política”, afirma Carla García Zendejas, del Centro de Derecho Ambiental Internacional (Ciel).
Odyssey afirmó que sus procedimientos de arbitraje “no son oscuros ni secretos” y añadió que no ha utilizado el arbitraje como “amenaza” ni para ejercer presión política. “Odyssey utilizó la única herramienta que le quedaba disponible para intentar hacer frente a la acción ilegal de México y proteger su importante inversión en México y los intereses de sus accionistas”, afirmó la empresa.
Sin embargo, para muchos expertos, la ISDS no podría ser más oscura y secreta. Los procedimientos son literalmente a puerta cerrada, señala Moore. “El arbitraje es algo esotérico” para la mayoría de la gente, señala, al tiempo que proporciona “una forma conveniente de ocultar el hecho de que una empresa está tratando de doblarle la mano al gobierno”.
La comunidad
Para Aguilar, el ISDS también significa dejar fuera a comunidades locales como la suya. La cooperativa de Puerto Chale lo descubrió cuando, con la ayuda de Ciel, pidió testificar ante el panel del ISDS sobre cómo les afectaría la mina. Su petición fue rechazada en diciembre de 2021 por la mayoría del panel, dos personas, que dictaminó que la cooperativa “no tenía un interés significativo” en la disputa porque Odyssey busca una compensación, no un nuevo permiso.
El árbitro discrepante, el abogado medioambiental Philippe Sands, emitió un duro reproche a la decisión, calificándola de “profundamente lamentable” y escribiendo que “sólo serviría para debilitar las percepciones en cuanto a la legitimidad de estos procedimientos”. “Nos sentimos desprotegidos”, afirma Aguilar.
Zendejas señala que es habitual que las comunidades donde se ubican los proyectos no tengan voz en los procedimientos. “Es un sistema en el que las comunidades no son bienvenidas”. Añade que nada impide que Odyssey y México discutan un acuerdo que podría dejar la puerta abierta a una segunda revisión del permiso minero.
El futuro
Lo que está ocurriendo en Baja California Sur se sigue de cerca en otras partes del mundo.
A casi 8 mil kilómetros de distancia, en el Pacífico Sur, el gobierno de la isla de Cook ha concedido una licencia de exploración a una empresa llamada CIC para que investigue la extracción de nódulos similares a la papa que contienen cobalto y otros metales utilizados en la economía ecológica.
Odyssey es inversor en CIC y recibe una remuneración por los servicios que presta. ¿El fundador de CIC? Greg Stemm, de Odyssey.
Algunos defensores del medio ambiente temen que las Islas Cook se muestren reacias a rechazar una futura mina en el fondo marino por miedo a una demanda multimillonaria como la de Odyssey en México. “Se trata de una empresa a la que se denegó un permiso medioambiental para explotar una mina en México y ahora nos demanda”, afirma Kelvin Passfield, de Te Ipukarea Society, una organización medioambiental sin fines de lucro de las Islas Cook.
La demanda de Odyssey en México “es una advertencia”, sostiene Duncan Currie, abogado internacional de la Deep Sea Conservation Coalition. Afirma que los países que conceden permisos de exploración de los fondos marinos, sobre todo a empresas que ya han demandado a otros países por miles de millones de dólares, se están poniendo en peligro a sí mismos. “Mientras que algunos países ven la minería marina como una fuente potencial de riquezas, creo que estos son realmente buenos ejemplos de que los países deben andarse con mucho cuidado”.
“El ISDS eleva los derechos de las corporaciones por encima de los de los gobiernos soberanos”.
Una forma en que pueden protegerse es rechazando todo el sistema de arbitraje internacional, argumenta Moore.
Pakistán, Ecuador y Bolivia son algunos de los países que han empezado a rescindir acuerdos con disposiciones ISDS. Sin embargo, hacerlo puede ser un proceso complicado. “El mito de que los acuerdos internacionales de inversión son necesarios para atraer inversión extranjera directa sigue siendo fuerte”, afirma.
La cláusula ISDS también fue eliminada entre Canadá y Estados Unidos en el NAFTA renegociado (ahora llamado USMCA o TLCAN en México) que entró en vigor en julio de 2020. Chrystia Freeland, entonces ministra canadiense de Asuntos Exteriores, dijo entonces que este era uno de los logros de los que se sentía más orgullosa: “El ISDS eleva los derechos de las corporaciones por encima de los de los gobiernos soberanos. Al eliminarlo, hemos reforzado el derecho de nuestro gobierno a regular en interés público, para proteger la salud pública y el medio ambiente”.
Las disposiciones del ISDS siguen existiendo entre Estados Unidos y México en el acuerdo renegociado, pero son más limitadas: los casos relacionados con el petróleo, el gas y el transporte pueden ir directamente al ISDS, pero otros deben pasar primero por los tribunales nacionales. Sin embargo, las disposiciones del ISDS siguen presentes en muchos otros acuerdos comerciales firmados por México, como el firmado con Canadá.
Según un cálculo reciente, México se enfrenta actualmente a más de 11 mil millones de dólares (188 mil 621 millones 180 pesos) en demandas ISDS.
Para quienes han pasado años luchando contra la mina, es un juego de tiempo. Ibarra ha vuelto a dedicarse al periodismo, investigando a las empresas mineras y los megaproyectos turísticos que surgen en Baja California Sur.
Mientras tanto, los pescadores que han pasado la última década temiendo a la mina siguen levantándose todos los días a las 5 de la mañana. En la amplia playa de arena de San Juanico, las luces oscilan en la oscuridad mientras hombres con linternas rodean un pequeño barco pesquero, cargando trampas para langostas, checando el motor, arreglando la radio. Cuando están listos, un camión arrastra el barco hacia el océano, rugiendo en el tranquilo amanecer. Esperan la ola adecuada, empujan el barco hacia el oleaje y se dirigen a toda velocidad hacia el lugar exacto donde Odyssey quería explotar la mina.
La gente de aquí está de acuerdo en que Baja California Sur necesita desarrollo: mejores carreteras, electricidad más estable, mejor atención a la salud. Pero la mayoría no cree que vayan a beneficiarse de una mina que consideran una amenaza para la pesca y el turismo, el sustento de la región.
“Renunciar a todo por un proyecto que sólo traerá destrucción, que enriquecerá a unos pocos y empobrecerá a miles de familias y a las generaciones futuras…”, la voz de Aguilar se va desvaneciendo.
Si Odyssey consigue una segunda revisión del proyecto minero, afirma que están dispuestos a seguir luchando. “Levantaríamos a toda la gente en toda la península para organizar un liderazgo de punto a punto, y en absoluta oposición”.
“No sé qué haríamos en el mar, pero tendríamos que hacer algo para mantenernos firmes”.