Paolo Petazzi / Scherzo
La Rondine de Puccini llevaba 30 años sin programarse en la Scala. Aunque pertenece a la madurez avanzada del compositor (precede al Trittico y a Turandot) sólo se ha representado en Milán en 1940 y 1994. Se trata, por tanto, de una joya preciada dentro del ciclo dedicado a Puccini que Riccardo Chailly inició en La Scala hace unos años, y no sólo por la rareza de esta desafortunada obra maestra, que se compuso entre 1914 y 1916 por encargo de un teatro de Viena, aunque se representó en Montecarlo en 1917, porque tras la entrada de Italia en guerra era impensable representarla en Austria. En la historia, Magda, la mantenida del acaudalado Rambaldo, es presa de un anhelo de “amor verdadero”, y cree poder vivirlo con Ruggero, un joven recién llegado desde la provincia al París del Segundo Imperio. Viven en la Costa Azul, el dinero se acaba, y cuando Ruggero le propone un santo matrimonio, Magda le revela su pasado y regresa con Rambaldo. La sabia decisión se toma con desesperación y moralismo en el patético y lacrimógeno Finale que no agradó a Puccini, aunque se interpreta habitualmente, ya que la partitura de las dos refundiciones posteriores se destruyó y sólo poseemos la versión para voz y piano.
En la reciente edición crítica se ha tenido en cuenta el autógrafo de Puccini, que hasta hace poco se creía perdido, y escuchando La Rondine en La Scala he tenido la impresión de que, aunque el libreto de Adami es modesto, la primera idea de Puccini funciona mejor que los atormentados remakes posteriores. Quedan, en cualquier caso, en el resto de la ópera unas maravillas de finura, elegancia, movilidad nerviosa, todas dignas del Puccini más inquieto y abiertas a la investigación del siglo XX. En su fragilidad, esta ópera funciona, y la dirección de Chailly realzó sus cualidades con gran refinamiento, y no sin arrebatos apasionados. La compañía de cantantes no alcanzó el mismo nivel que la orquesta y el coro; pero fue fiable en su conjunto: una Magda válida, aunque con algunas tiranteces, fue Mariangela Sicilia, flanqueada muy bien por Rosalia Cid (la criada Lisette). El tenor Matteo Lippi fue un persuasivo Ruggero, Giovanni Sala un desenfadado Prunier y Pietro Spagnoli un seguro Rambaldo.
La directora Irina Brook evoca el mundo del musical (que no es el del París de la belle époque) en una colorista producción con decorados de Patrick Kinmonth: juega al teatro dentro del teatro añadiendo un personaje femenino mudo, la directora de la ópera que se representa. La idea no es novedosa, y podría dirigirse con mano más ligera; pero no mereció los abucheos que recibió Irina Brook en el estreno.
Fuente: https://scherzo.es/milan-la-rondine-de-puccini-regresa-a-la-scala/