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Michael J. Sandel: «El nuevo Trump es aún más peligroso: sabe más y está más enfadado» | Papel

El profesor de Filosofía más famoso del mundo y Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales reedita ‘Contra la perfección’, donde reflexiona sobre la frontera de la bioética. Y anima a combatir la polarización a edad temprana: «Tenemos que fomentar la educación cívica de los jóvenes mucho antes»

Michael J. Sandel, retratado en el bar del Hotel Único (Madrid).
Michael J. Sandel, retratado en el bar del Hotel Único (Madrid).

José María Robles / Texto / Bernardo Díaz / Fotografía / PAPEL

El 24 de septiembre de 1988, en la final de los 100 metros lisos de los Juegos Olímpicos de Seúl, Ben Johnson paró el crono en 9,79 segundos. El plusmarquista canadiense cruzó la línea de meta como un bólido humano, embutido en una camiseta roja de tirantes y con el dedo índice de la mano derecha tieso en plan soy-el-puto-amo. «Me gustaría decir que mi nombre es Benjamin Sinclair Johnson y que este récord del mundo va a durar hasta el siglo XXI… a menos que yo mismo lo supere», declaró el archirrival de Carl Lewis nada más dejar al planeta atónito. El récord, en realidad, no le duró ni un día. Un análisis detectó en su orina 80 nanogramos de una sustancia prohibida llamada estanozolol. Big Ben fue desposeído de la medalla de oro, expulsado de los JJOO y condenado a dos años de suspensión. Un lustro después fue pillado de nuevo con el carrito del helado. La Federación Internacional de Atletismo le suspendió a perpetuidad. Más de 35 años después, y probablemente para siempre, Ben Johnson y dopaje son sinónimos.

Faltan apenas dos meses y medio para los Juegos de París cuando el profesor Michael J. Sandel aparece por el bar de un hotel cinco estrellas del centro de Madrid. El ganador del Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales y profesor de Filosofía Política de la Universidad de Harvard tenía precisamente 35 años cuando la mole canadiense dio positivo por primera vez. Sandel (Mineápolis, EEUU, 1953) no menciona a Johnson en su ensayo Contra la perfección, que ahora reedita Debate en formato de bolsillo, pero su desacreditada sombra sobrevuela el capítulo que el profesor dedica a los «atletas biónicos». En él reflexiona sobre las implicaciones éticas de las victorias logradas con atajos y la optimización del rendimiento físico que proporcionan los fármacos de última generación, la cacharrería tecnológica más rutilante o la ingeniería genética.

PREGUNTA: ¿Qué dilema moral relacionado con el perfeccionamiento humano le interesa más ahora mismo?

RESPUESTA: El que plantean las nuevas herramientas biogenéticas: si deben usarse sólo con fines médicos -los relacionados con la cura o prevención de enfermedades, la recuperación de lesiones o la restauración de la salud, de lo que estoy a favor- o también para satisfacer nuestros deseos mediante el rediseño de cuerpo y mente. Es decir, de querer ser más altos, más fuertes y más inteligentes de lo que nos han hecho nuestras dotes naturales. Y, en concreto, si deberíamos utilizar estas herramientas, en una especie de carrera armamentista, para estar mejor que bien. ¿Ha oído hablar de los Juegos Olímpicos mejorados [Enhanced Games, en inglés]?

P: Sinceramente, ni idea.

R: Se trata de una competición deportiva que anima a los atletas a recurrir a mejoras genéticas o drogas como ventaja competitiva para batir récords mundiales. Se le ha ocurrido a un emprendedor de Silicon Valley [Aron D’Souza, respaldado por Peter Thiel] y está invirtiendo millones de dólares para que sea una nueva forma de entretenimiento y un modelo de negocio. Anoche participé en un evento en la Fundación Areces y le pregunté al público asistente si estaba a favor o en contra de esta propuesta. La mayoría se posicionó en contra. Lo que no pregunté es si tendría más audiencia que los Juegos Olímpicos convencionales…

P: Intuyo que sí. De hecho, usted menciona en el libro la farsa de la lucha libre de la World Wrestling Federation (WWF). El ‘pressing catch’ noventero, para el lector español.

R: Lleva razón. Una disciplina sin reglas y que atrae a una gran audiencia. Pero, ¿queremos fomentar eso? ¿Queremos que los jóvenes tengan como modelos a atletas genéticamente mejorados o preferimos que aspiren a ser como Rafa Nadal, que entrena, lucha contra las lesiones e intenta superarse?

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Sentado en una butaca de cuero con un traje azul cobalto y liberado del nudo de la corbata, el autor de títulos imprescindibles para descifrar la sociedad contemporánea como El descontento democrático o La tiranía del mérito pide un vaso de agua con gas sin limón y abre un poco la ventana. Sus ojillos reflejan curiosidad y el brillo que delata a los mejores contadores de historias. Un poder de seducción intelectual que ha hecho que su curso Justicia sea el más demandado durante décadas en Harvardy le ha granjeado el título simbólico de profesor de Filosofía más famoso del mundo. Ni Felipe VI pudo resistirse a participar en el debate que planteó Sandel sobre los Juegos mejorados. Su Majestad se desmarcó de semejante ocurrencia con un alegato sobre la presión competitiva y la libertad de acción.

Conste que el estadounidense despliega sus inquietudes sobre las implicaciones éticas de la ingeniera genética más allá del ámbito deportivo. En Contra la perfección repara igualmente en los peligros que entraña la concepción de hijos a la carta -«Cambiar la naturaleza de nuestros hijos para que tengan un mayor éxito en una sociedad competitiva puede parecer un ejercicio de libertad, pero es lo contrario», escribe- y la ambición de control que puede latir en dicha biotecnología. Algo así como una eugenesia 2.0 de libre mercado.

Sandel escribió su ensayo antes de la comercialización del fármaco contra la obesidad Ozempic o del desarrollo de la interfaz Neuralink, con la que Elon Musk afirma que será capaz de curar la ceguera, pero sus acotaciones suenan actualísimas.

PREGUNTA: ¿Cree que la ciencia sigue moviéndose más rápido que la moralidad? ¿Qué consecuencias tiene este desajuste de velocidad para el ciudadano común?

RESPUESTA: Sí, la ciencia y la tecnología avanzan más rápido que la reflexión ética o el debate público para ponerle límites, y eso es un verdadero problema. Porque tanto una como otra ponen a nuestro alcance herramientas, pero no valores. Los valores sólo pueden venir de nosotros como miembros de una sociedad democrática y tras un debate fundamentado.

P: ¿Confía en que la legislación sea capaz de impedir que, en el futuro, vivamos en una sociedad dividida entre humanos perfeccionados (y ricos) y naturales (y pobres)?

R: Ésa es una distopía a la que quizás nos estemos acercando. Si permitimos que el dinero determine el acceso a nuevas y poderosas herramientas genéticas, las desigualdades sociales y económicas que ya existen podrían quedar grabadas en nuestra naturaleza. Es una perspectiva aterradora y otra razón por la que los gobiernos tienen que regular no sólo la dirección del desarrollo tecnológico, sino también el acceso. Podemos decidir que ciertas tecnologías son tan importantes que todo el mundo debería tener acceso a ellas, del mismo modo que en un sistema de salud todo el mundo tiene acceso a un médico.

A Sandel cada vez es más habitual verlo en primavera en nuestro país. Su mujer, Kiku Adatto, socióloga y colega en Harvard, logró la nacionalidad española gracias a su origen sefardí, de manera que el matrimonio disfruta de la que considera su patria espiritual. La entrevista tiene lugar sólo unos días después de que Adatto y Sandel hayan recorrido Granada, Málaga y Córdoba para presentar ante cientos de escolares el libro infantil Babayán y la estrella mágica (Nagrela), que narra la transformación de un monstruo feroz en una criatura amigable. Se trata de una guía adaptada para niños, padres y educadores del curso Justicia, con el que el docente ha llenado estadios de fútbol americano y logrado millonarias audiencias online.

PREGUNTA: ¿A partir de qué edad es recomendable tratar de incentivar el espíritu cívico de un niño?

RESPUESTA: Hay que empezar muy pronto. Si atendemos a la polarización actual, está claro que tenemos que empezar a fomentar la educación cívica antes. Si desarrollamos la educación cívica desde una edad temprana nuestra vida pública será mejor. Por supuesto, la escuela primero y la universidad después tienen que enseñar educación cívica, diálogo y filosofía moral y política. Pero los padres pueden incentivar todo esto cuando los niños tengan cuatro o cinco años, sentándose a la mesa en familia y hablando de lo que haya pasado ese día en el recreo. ¿Había algún niño agresivo o que se portara mal? ¿Cómo afrontó esa situación el profesor? ¿Fue justo o injusto? Eso sería el comienzo.

P: Como un antídoto para lo que pueda estar por venir…

R: Exacto. No podemos empezar reclamando algo así a los políticos. Estos sólo cambiarán su discurso si los ciudadanos exigen algo mejor.

P: Hablando de polarización, ¿cómo se imagina un hipotético segundo mandato de Trump?

R: Sería aún más peligroso que el primero. En su primer mandato Trump realmente no sabía mucho sobre política ni sobre cómo funcionaba la Administración. Designó a muchas personas con experiencia en Washington que ejercieron cierta moderación en él. No siempre con éxito, pero sí a veces. Ahora está más enfadado, ha encontrado gente que ejercería menos moderación y sabe más sobre el gobierno.

P: El año pasado, le leí en una entrevista: «Hemos perdido la capacidad de escuchar. No sólo hemos dejado de prestar atención a las palabras, sino también a la actitud, las convicciones morales, las preocupaciones y esperanzas que se encuentran detrás de los discursos sobre política».

R: Cultivar la escucha es hoy un imperativo moral y cívico. Escuchar al otro es más que oír sus palabras. Implica entender las convicciones morales y las actitudes que hay en nuestro interlocutor. Es una forma de respeto. Incluso si no estamos de acuerdo puede abrir un espacio para el diálogo. No somos muy buenos haciéndolo estos días. Por eso nuestras sociedades están tan profundamente divididas.

Fuente: https://www.elmundo.es/papel/cultura/2024/05/08/663ba3b7fc6c8388178b45c7.html

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