Por Fernando Manzanilla Prieto
En estos últimos días, a través de las noticias internacionales, hemos podido ser testigos de cómo la impredecible acción de la naturaleza es implacable y puede acarrear con ella una estela de dolor y tragedia.
Y es que no es para menos la situación que atraviesan millones de familias en Turquía y Siria, quienes hace más de una semana vivieron uno de los peores terremotos que hayan azotado a esa zona en decenas y decenas de años.
Hasta el momento se habla de que ya suman más de 33 mil víctimas en ambos países, sin embargo, las expectativas no son positivas, por lo que no se descarta que esta cifra siga en aumento. Por ahora, las acciones de rescate siguen su curso entre los escombros que han dejado los cientos de construcciones que en un abrir y cerrar de ojos se volvieron simplemente polvo.
Al analizar el trágico suceso, encontramos que fueron muchas las circunstancias que se conjuntaron, y no solo la magnitud del sismo, las que abonaron a la devastación, una de ellas fue la forma en la que se produjo, con una falla transcurrente o strike-slip; además del tipo de suelo del territorio e incluso de la propia capacidad de las construcciones para resistir los sismos.
Muchas de las y los mexicanos sabemos perfectamente de qué se habla cuando se hace referencia a estos fenómenos, pues vivimos en un país en el que ocurren sismos desde antes de que existiera la propia civilización y lo cual no dejará de ocurrir ya que nuestro territorio está asentado en el llamado Cinturón de Fuego.
Esta es la razón por la que México es uno de los países del mundo con mayor actividad telúrica, ya que según estadísticas, se registran más de 90 sismos por año con magnitud superior a 4 grados en la escala de Richter, lo que equivale a un 60% de todos los movimientos telúricos que suceden en el mundo.
Con base en el registro estadístico, los estados con mayor riesgo y donde ocurren sismos de gran magnitud son Jalisco, Colima, Ciudad de México, Michoacán, Guerrero, Oaxaca, Estado de México, Veracruz y, desde luego, Puebla.
Muchos todavía tenemos en la memoria aquel 19 de septiembre de 1985, en el que a las 7:19 horas se produjo un sismo con magnitud de 8.1 grados en la escala de Richter, el cual provocó la mayor devastación urbana del siglo en el país, causando también 6 mil muertos según cifras oficiales.
Fue ante este suceso que no hubo otro camino para la ciudadanía que organizarse en grupos para ayudar en las labores de rescate, muchos de los cuales, como los Topos, siguen operando a la fecha y cuya acción ha hecho la diferencia en tragedias como la que se repitió en el sismo del 2017.
Pero no sólo eso; otras de las lecciones aprendidas a partir de este desastre fue la implementación de los simulacros comunes en escuelas, hospitales, oficinas gubernamentales y centros de trabajo. Además, a raíz de ello México creó el Centro Nacional para la Prevención de Desastres (CENAPRED), aunado a que se modificaron las normas que regulan los procesos de construcción del espacio urbano con nuevas restricciones, cargas y obligaciones a los constructores.
No se nos debe olvidar que otra de las más importantes medidas fue la instalación e implementación del Sistema de Alerta Sísmica.
Es por ello que sucesos como los ocurridos recientemente en Medio Oriente deben llevarnos a no olvidar que en México y en Puebla no podemos ni debemos bajar la guardia en materia de prevención de estas contingencias.
Y es que, aunque queda claro que los sismos son fenómenos naturales impredecibles e intempestivos, también lo es el que no deben ser siempre trágicos ni letales. Por eso es importante que municipio y estado emprendan cotidianamente acciones de planeación y regulación en los diferentes ámbitos que, en caso de un terremoto, puedan mermar los daños.
No echemos en saco roto todo el aprendizaje obtenido en el pasado, ya que siempre la prevención hará la diferencia.