Por Dr. Herminio S. de la Barquera A.
Como mis cuatro fieles y amables lectores lo saben –pues son gente muy docta y de agudo entendimiento-, estamos comenzando un proceso electoral que, además de ser el mayor en la historia del país, es de suma trascendencia en vista de que nos estamos jugando, literalmente, la vida de la democracia como tipo de régimen en México. Ciertamente no se trata de una democracia consolidada y añeja, pero creo que el país estaba construyendo, aunque con errores y fallas, estructuras e instituciones pensadas para asegurar que la vida política se desenvolviera de manera ordenada y civilizada. El problema es que la democracia necesita de los demócratas, así como una orquesta necesita de músicos. Por lo tanto, de igual manera que no podemos armar una orquesta con una piara, tampoco podemos construir la democracia con gobernantes y ciudadanos irresponsables, sin convicciones democráticas y con propensión al autoritarismo. Desafortunadamente, la democracia no está en su mejor momento en América: lo vemos en la enorme cantidad de seguidores que Trump tiene en los Estados Unidos, en el aplastante triunfo que los electores concedieron al Presidente Nayib Bukele en El Salvador, dejándolo prácticamente como una especie de dueño de su país, sin ningún tipo de contrapesos institucionales; lo podemos apreciar también en los desplantes de Bolsonaro en Brasil, buscando descabezar a las fuerzas armadas para someterlas a sus designios, alinearlas a su orientación política y convertirlas en su principal soporte, y lo vemos en México, en donde el Presidente López, además de que está eliminando uno por uno a todos los contrapesos institucionales que había, se ha echado a la bolsa a las fuerzas armadas, en una preocupante política para entregarles una enorme cantidad de responsabilidades, tareas, facultades y recursos que deberían estar en manos de civiles. En esta búsqueda de apoyo en el sector militar hay ciertas similitudes en Venezuela, Brasil y México. Las diferencias en los ejemplos citados podemos apreciarlas, por ejemplo, en la fortaleza y consolidación de las instituciones políticas respectivas. Así, Trump no pudo doblar ni a la Corte Suprema de Justicia ni al Pentágono; tampoco pudo lograrlo con el Senado, en ciertos momentos clave, ni con muchos gobernadores e instituciones nacionales. Aunque maltrecha y malherida, la democracia estadounidense resistió los embates de palabra y de hecho del locuaz, ignorante e irresponsable presidente. En El Salvador el asunto se ve muy mal: prácticamente todo el aparato de gobierno está en manos del Presidente y de su partido (que, como es normal en los políticos populistas, no se llama “partido”, sino “movimiento”, “liga”, “alianza”, etc., en este caso: “Gran Alianza por la Unidad Nacional”). Parece que los electores nunca razonaron lo que significaba entregarle a una sola agrupación política la totalidad de las curules y de los cargos de gobierno. Cuando se arrepientan será ya demasiado tarde. Al contrario de los Estados Unidos, las instituciones políticas salvadoreñas no resistieron el asedio y el pueblo ayudó a someterlas y a colocarlas bajo el poder omnímodo de Bukele. En Brasil, en donde al parecer hay una fuerte resistencia dentro de las fuerzas armadas a que el Presidente Bolsonaro las politice y pervierta su naturaleza, hay otro obstáculo que aún opone resistencia al presidente: el Poder Judicial. Aunque las instituciones brasileñas no parecen ser tan fuertes y tan resistentes como las estadounidenses, y a pesar de que tampoco parece haber tantos demócratas en el aparato de gobierno en los niveles estadual y federal como en el país del norte, todo apunta a que Brasil tiene mejores probabilidades que México de defenderse con éxito del presidente autócrata, de Bolsonaro, que comparte con Trump la ignorancia, estrechez de miras, irresponsabilidad, rencor y absoluta carencia de compromiso con la democracia. Con estos adjetivos podríamos calificar a casi todos los líderes populistas americanos contemporáneos: Bolsonaro, Trump, Bukele y López, entre otros. Y decimos “a casi todos”, porque, por ejemplo, Alberto Fernández, Presidente de Argentina, y tan cercano al presidente mexicano, no cuadra completamente en este esquema. El estudio de las formas de dominación política, es decir, de los regímenes políticos, es una de las tareas más antiguas de la Ciencia Política, como lo demuestra el “estudio comparativo” que realizó Aristóteles y que lo llevó a establecer una tipología de dichas formas a partir de la observación de la realidad política de su época. Desde entonces, innumerables reflexiones e investigaciones se han desarrollado para entender las dos formas básicas de dominación: la dictadura y la democracia, así como sus variantes. Desde el punto de vista normativo, por ejemplo, en el campo de la filosofía política, esta preocupación científica no debe sorprendernos, pues el tema de la “dominación” es una categoría fundamental de lo político. Aquí, además de preguntarnos sobre la justificación general de los tipos de régimen, está la cuestión de las formas apropiadas y legítimas de dominación. Desde la perspectiva de la Ciencia Política comparada aparecen otros puntos de observación: primero, tenemos como tema esencial la diferenciación de formas de dominación, lo cual nos permite poder clasificar las innumerables variantes de sistemas políticos. Es decir: la clasificación no es un fin en sí mismo, sino un paso importante para estructurar los hallazgos empíricos y para reducir la complejidad de la realidad que estamos observando. El poder determinar de qué tipo de dominación estamos hablando es el requisito para entender su estructura y funcionamiento: ¿Cuáles son las instituciones centrales de determinado régimen? ¿Cómo se ejerce la dominación y cómo se le controla? ¿Quién, en qué medida y cómo puede participar en la dominación política? A partir de estas preguntas podemos estudiar la estabilidad y el cambio en los tipos de régimen. Al mismo tiempo, la diferenciación tipológica permite una observación sistemática de la productividad de los diferentes tipos de régimen político: ¿Qué tipo de dominación –la democracia o la dictadura- es más conveniente para el desarrollo socioeconómico? Aquí vale la pena señalar que, en contra de lo que mucha gente piensa, cuando los ciudadanos se pronuncian por gobiernos “de mano dura” para someter a la delincuencia o para combatir la corrupción, fácilmente caen en el engaño de que las dictaduras son preferibles. Hace unos años, el Latinobarómetro formuló esta pregunta en una encuesta para estudiar la cultura política en Latinoamérica: “¿Qué prefieres? ¿Democracia sin crecimiento económico, o dictadura con crecimiento económico?” De manera asombrosa, una considerable mayoría de los encuestados se manifestaron por la última opción: dictadura con crecimiento económico. Esto quiere decir que, en primer lugar, no hay un compromiso con la democracia por parte de la población, pues la preferencia no está con este tipo de régimen; y, en segundo lugar, que la gente ignora que la observación empírica, al menos en América Latina, no ha encontrado un solo ejemplo de una dictadura que haya propiciado un crecimiento (mejor dicho, un desarrollo) económico. Veamos para muestra los casos de Cuba o de Venezuela: dictaduras con rotundos fracasos económicos; en contrapartida, países exitosos en el combate a la pobreza, como Chile, Uruguay o Costa Rica, lo han logrado precisamente en el marco de las libertades de la democracia y del Estado de derecho. Pero: si bien la democracia, como tipo de régimen, es favorable para el desarrollo económico, no podemos decir que lo garantice necesariamente. Allí entran en acción otras variables más.Sobre este y otros temas relacionados con la democracia y con regímenes autoritarios seguiremos reflexionando en las siguientes entregas, con vistas a definir lo que se juega en las elecciones del próximo mes de Junio. |
Dr. Herminio S. de la Barquera A. Decano de Ciencias Sociales UPAEP |