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Más de dos siglos de desprecio al tomate: cuando comer esta fruta no parecía posible | ACyV

De origen incierto, los tomates pudieron originarse en los Andes peruanos, donde existían como una planta silvestre que crecía olvidada a sus anchas, pero, cuando los colonos la introdujeron en Europa, todo cambió… a peor

Foto: Wikimedia.

CARMEN MACÍAS / ACyV

Los hay rojos, amarillos, verdes, rosas, morados, redondeados, achatados, grandes, pequeños, asurcados, lisos… Todos y cada uno de ellos resultan un manjar popular omnipresente en la concepción moderna de la gastronomía. Sin tomates, sencillamente, la cocina actual no se entendería. ¿Qué es sin él el pisto, el salmorejo, el gazpacho, la pasta o cualquier cosa que se te ocurra? Sin embargo, aún quedan personas que los detestan, un repudio que parece acompañar la historia de esta curiosa fruta desde que llegó por primera vez a Europa a finales del siglo XVI.

De origen incierto, los tomates pudieron originarse en las tierras de los Andes peruanos, donde existían como una pequeña planta silvestre que crecía a sus anchas. Poco se parecía aquella planta a la tomatera en la que estás pensando y mucho menos ofrecía el tomate en el que estás pensando. Era un tomate tipo cherri, de color amarillento y más bien ácido cuyas semillas llegaron a Mesoamérica transportadas por el viento o, tal vez, en el estómago de algunas aves migratorias.

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Así, poco a poco, se fue domesticando de mano en mano entre las culturas agrícolas de Perú, Ecuador y México. Esta domesticación, junto a los viajes asociados a ella, implicó una importante pérdida de su diversidad genética.

Fruto de la transformación

Resulta paradójico, como apuntan en The Conversation José Blanca y Joaquin Cañizares, ambos profesores de Genética en la Universidad Politécnica de Valencia, que esta especie cultivada en la actualidad disfrute de una inmensa diversidad de tipos de fruto a pesar de haber perdido la mayoría de su potencial genético: «Durante el siglo XX, los agricultores que lo mejoraron tuvieron que buscar genes de resistencia a enfermedades entre las especies silvestres porque la cultivada los había perdido durante su domesticación», explican, reconociendo que la selección, tanto la natural como la artificial, de una planta funciona eligiendo las variedades más adecuadas para cada situación, adaptándola para superar problemas medioambientales inesperados, por lo que «sin diversidad no hay evolución posible».

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Su nombre proviene del concepto azteca tomatl, aunque también de xitomatl. Ambos significan ‘fruta redonda’, pero con ciertas diferencias que las lenguas latinas siguen conservando pese a la historia que va consigo. Precisamente quienes se dedican a estudiarla desconocen cuándo llegaron los tomates a Europa para ser lo que son ahora.

En ese trazo a veces perdido, es gracias a Bernardino de Sahagún que tenemos constancia del uso ancestral del tomate en la cocina de los indios cuando en su Historia general de las cosas de Nueva España habla de los mercados indígenas y de la costumbre de vendedoras de platos preparados haciendo el tomado, unos guisados hechos de pimientos y tomates, explica el investigador Carlos Azcoytia, autor de Historia de la cocina occidental. «Suelen poner en ellos pimiento, pepitas de calabaza, tomates, tomates gordos y más cosas que los hacen sabrosos», recogía Sahagún. Este texto, traducido a la lengua náhuatl, hace la distinción entre un tomatl (pequeños y agrios) y un xitomatl (más grandes, gordos y jugosos).

Las semillas del expolio

Son más datos que esos, se considera que, en algunos de los famosos viajes de Colón y compañía para el saqueo y expolio de aquellas tierras, una pequeña representación de las variedades existentes ya allí tuvieron que acabar desembarcando en Andalucía. No obstante, no hay rastro de ellos en el papel: «Los colonos registraron cuidadosamente la cantidad de oro y plata que trajeron hasta Sevilla, por ejemplo, pero no mencionaron nada de semillas de tomate», apuntan Blanca y Cañizares.

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Aquellas semillas, en cualquier caso, ya producían tomates rojos grumosos similares a las variedades que en la actualidad conocemos como «reliquia». Es decir, llegaron domesticados, listos para el cultivo del que se encargaron las clases populares de España e Italia, pues las clases dominantes consideraban el tomate un alimento poco saludable y una mera curiosidad botánica. Estaba bien, decían, como decoración, pero ni su color ni su forma ni su olor llamaban la atención de la sociedad blanca.

Partiendo de la exigua diversidad llegada desde América, fueron las familias de campesinos agricultores los que consiguieron generar la gran diversidad de tipos de tomates europeos que colman nuestros huertos y despensas.

Peligro de tentación

Sarah Laskow explica en Atlas Obscura que la sociedad europea asoció esta planta con la solanácea mortal, debido en parte al herbolario italiano Pietro Andrea Matthioli, quien la etiquetó como «manzana dorada» en lo que se considera el primer registro escrito del tomate de 1544. «Esto generó asociaciones bíblicas en torno al tomate como que era una fuente peligrosa de la tentación, y permaneció bajo esa condición durante décadas», añade Laskow.

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Al mismo tiempo, la histeria masiva sancionada por la Iglesia y el Gobierno o «la manía por cazar brujas» estaba desarrollándose sin frenos. Mientras el tomate se asentaba, las mujeres eran quemadas, ahogadas, ahorcadas y aplastadas después de juicios tanto en tribunales seculares como religiosos donde las señalaban como peligro social. ¿Y qué tiene esto que ver con esta fruta?

Resulta que los cazadores de brujas empezaron a interesarse en discernir la composición de lo que creían el ungüento que les hacía volar sentadas en sus escobas. Una potente sustancia mágica, consideraban algunos, que permitía encuentros con el diablo en las alturas; transformaba a la bruja en un hombre lobo, como se describe en los estudios de caso del prolífico cazador de brujas Henry Boguet, y hasta hacía las veces de refugio desde el que acechar escondidas.

La prima belladona

Los ingredientes clave, registrados por el médico del papa Andrés Laguna en 1545, fueron acordados por consenso: la cicuta, la belladona, el beleño y la mandrágora, los tres últimos son parientes botánicos cercanos del tomate. De hecho, la similitud de los tomates con la belladona es evidente incluso para un ojo inexperto. Se trata de plantas prácticamente idénticas entre las que es muy difícil notar la diferencia entre los tomates cherri amarillos y la mandrágora alucinógena. La maldición sobre la tomatera estaba asegurada.

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Mientras tanto, en 1585, un escritor sugirió que cocinarlos «con pimienta, sal y aceite», pero dejando a un lado la superstición cristiana, les quitaba interés porque aseguraba que provocaban mal aliento. Todo eran trabas para este alimento que continuó creciendo en los jardines. Era ya 1600 cuando a este lado del charco comenzaron a comer los tomates cultivados. Primero en Andalucía, donde el clima hizo que las cosechas de la nueva fruta proliferaran. Cuando se decidieron a probarlos, imitaron el plato más básico que los hombres habían encontrado en México: hicieron salsa al estilo azteca, con aceite y chiles.

Francisco Hernández fue probablemente el primer escritor europeo en describir la salsa. Felipe II lo había enviado a México a catalogar todas las plantas que allí pudo encontrar, lo que le llevó siete años. En un capítulo que trata sobre «plantas agrias y ácidas», Hernández señaló cómo la gente en México comía tomates. Hicieron, escribió, «una salsa deliciosa para mojar con tomates picados, mezclados con chile», que combinaría con casi cualquier plato.

Tomate «al estilo español»

Los italianos, sin embargo, no quedaron impresionados. Rudolf Grewe, profesor de Lógica Matemática que, tras jubilarse, se dedicó a investigar la historia de los alimentos, rastreó durante la década de 1980 las primeras recetas europeas con tomate. La recopilación que logró publicar en el Journal of Gastronomy transita desde 1692 hasta 1745.

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La primera receta europea escrita que emplea tomates, sostiene Grewe en su trabajo, fue publicada en el libro de cocina Lo scalco alla moderna en 1692. Con ella, en Nápoles, intentaban recrear salsa de tomate «al estilo español»: bastaba con tomar media docena de tomates maduros, ponerlos a asar en las brasas y, cuando estuvieran chamuscados, quitarles la piel con diligencia y picarlos finamente con un cuchillo. Agregar cebollas picadas finamente, chiles picantes también picados y tomillo en pequeña cantidad. Mezclar todo y ajustar con un poco de sal, aceite y vinagre.

Según señala el historiador culinario Andrew F. Smith en Jstor, esta historia de terror y repulsión se repitió después en Estados Unidos, donde los tomates no se cultivaron hasta principios del siglo XVIII en las colonias del sur. De verdura ornamental también allí pasaron a alimento en la década de 1820. ¿O hay que hablar de medicamento?

¿Un medicamento?

Al norte del continente del que eran originarios, fueron los médicos, muchos de ellos formados en la Europa continental, quienes popularizaron el tomate. Uno de ellos, John Cook Bennett, fue especialmente insistente con el asunto, dice Laskow. Cook afirmaba que esta fruta podía tratar la diarrea, aliviar la indigestión y proteger a quienes viajaban hacia el oeste y el sur del «peligro que acompaña a esos violentos ataques de bilis a los que están expuestas casi todas las personas no aclimatadas». Como un auténtico predicador, instó a la gente a comer tomates crudos, pero también en forma de salsa, fritos o encurtidos.

Imagen titulada ‘Cómo Bitty sirvió sopa de tomate sin vestir’. (Wikimedia)

Para el siglo XIX, el tomate era ya una estrella en las cocinas. En 1865, un artículo publicado en The American Agriculturalist proclamaba: «Que ningún amante del delicioso tomate se desanime de disfrutarlo por temor a tomar cualquier cosa que tenga la más mínima semejanza con el calomelanos o cualquier otra medicina, sino que coma tanto como quiera sin pensar en su hígado o su médico».

Con todo ello, manifiesta Azcoytia, la ignorancia sobre el pasado y domesticación de este alimento «se debe en parte a la labor de los españoles de borrar toda la memoria histórica de los aborígenes americanos con su invasión cultural que pasó también por lo religioso y terminó por la gastronomía misma, imponiendo sus costumbres en todos los ámbitos sociales». Prueba de ello, recuerda, la tenemos con el segundo viaje de Colón, «cuyo cometido no fue otro que el de enviar semillas y alimentos al gusto europeo en un claro desprecio por la gastronomía de los pueblos indígenas«.

Fuente: https://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2022-11-11/siglos-desprecio-tomate_3520980/

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