El premio Nobel deja su tribuna en EL PAÍS 33 años después de empezar a firmar en la sección de opinión. Tras haber anunciado que ‘Le dedico mi silencio’ sería su última novela, se retira también de la prensa y concede una entrevista
ANDREA AGUILAR / EL PAÍS
Poco antes de cumplir los 16 años, empezó a publicar en el periódico limeño La crónica. Así arrancó la portentosa carrera de Mario Vargas Llosa (Arequipa, 87 años), un escritor que siempre ha compaginado la literatura con el periodismo, como redactor, jefe de información, entrevistador y hasta presentador, pero que encontró la veta más rica en su faceta de articulista. Desde aquel Perú de principios de la década de los cincuenta del siglo XX hasta casi completar el primer cuarto del siglo XXI, miles de tribunas y artículos después, el premio Nobel se retira. Llegó a las páginas de EL PAÍS el 2 de diciembre de 1990 y es autor de 20 novelas, dos libros de relatos, uno de memorias, 14 ensayos, más de media docena de obras de teatro y varios tomos que reúnen su Piedra de toque, entre otras obras. Después de haber anunciado que la obra de ficción Le dedico mi silencio, que sacó este año, sería su última novela, Vargas Llosa deja su tribuna en estas páginas, habiéndose cumplido 33 años desde que publicó su primer artículo de opinión bajo esta cabecera, que se tituló Elogio a la ‘dama de hierro’. Sus columnas han ayudado a reflexionar sobre el presente en todas sus facetas y sin esquivar la polémica, sobre la política nacional e internacional, sobre las voces literarias que le interesaban. Desde Perú, responde a un cuestionario sobre su historia con el periodismo.
MÁS INFORMACIÓNVargas Llosa dice adiós al columnismo periodístico
Pregunta. Como recordó en El pez en el agua, empezó escribiendo notas hace más de siete décadas. ¿Qué cambios en la prensa de cuantos ha vivido le parecen más trascendentales? ¿Hay un auge del periodismo de opinión respecto a tiempos pasados?
Respuesta. Los mayores son tecnológicos. La composición con tipos móviles y las imprentitas en las que se hacían los periódicos eran prehistóricas en comparación con el presente. Y por supuesto, no existían los medios digitales ni las redes sociales, que han revolucionado la manera de informar y de opinar. Esto nos ha dado mayor comunicación y libertad, pero también ha diluido la frontera entre la mentira y la verdad, y ha dado cabida a una industria de fake news que es espeluznante. La manipulación es más fácil. Para un joven es más difícil en esa jungla orientarse bien. Y aunque siempre ha habido información sesgada, o, mejor dicho, información que es opinión disfrazada, hoy hay mucha más.
P. ¿Qué articulista admiraba en su juventud y le influyó más?
R. He contado alguna vez que cuando llegué a Francia, a finales de los cincuenta, yo era un hombre de izquierda y mi biblia era Le Monde, pero muy en secreto y casi avergonzado compraba Le Figaro una vez a la semana para leer la columna de Raymond Aron, que era la bestia parda de la izquierda…
P. ¿Recuerda la primera vez que tuvo un ejemplar de EL PAÍS en sus manos? ¿Qué pensó?
R. No recuerdo el día exacto, pero debe haber sido en los últimos años de la década del 70, cuando el periódico llevaba poco tiempo de existencia. Había vuelto a vivir al Perú después de unos años en Barcelona, pero debe haber sido en un viaje a España. Me impactó mucho ver que ya existía un periódico que en todo, desde su formato y diagramación, hasta su información y opinión, había traído Europa a España. Fue una revolución periodística.
P. En La Industria de Piura, según ha recordado, publicó sus primeras columnas de política siendo aún adolescente. ¿Cuál es la lección más importante que daría hoy a un joven que se estrene como columnista?
R. Jean-François Revel decía que la columna debe ser una idea. Si hay más, se dispersa y pierde eficacia. No significa que en el desarrollo no pueda haber más cosas, pero debe haber un centro. Y lo otro es que opine con integridad, sin importarle el efecto que pueda tener en amigos o enemigos, o incluso si discrepa con la línea del medio donde uno opina.
P. Para un columnista, ¿es mejor combustible la irritación o la fascinación?
R. A mí me han servido las dos cosas. Pero para un escritor comprometido, como se decía antes, la irritación es fundamental. Si uno asiste a la actualidad con pasividad o indiferencia, las columnas serán más pobres. La fascinación sirve para estimular al que escribe, pero debe servir sobre todo para contagiar al que lee. La irritación da vigor a la prosa.
P. ¿Recuerda cómo se le ocurrió el título para la sección, Piedra de toque?
R. En su primera versión, Piedra de toque era una columna que yo escribía en una revista peruana, Caretas. No recuerdo el año, pero debe haber sido en la segunda mitad de los setenta. Un día descubrí que la piedra de toque era la piedra que servía para medir la pureza y el valor de los metales, y tuve inmediatamente la certeza de que ese era el nombre perfecto: una columna que sirviera para medir, o sea encontrar, la verdad en el mundo que nos rodea. Por eso resucité el nombre cuando empecé a colaborar en EL PAÍS.
P. Su trabajo como articulista, ¿exige más o menos disciplina que el de novelista?
R. No es comparable porque la novela exige una disciplina diaria de varios años, por lo menos en mi caso (hay escritores que escriben novelas muy rápido: yo nunca he podido hacer eso). Pero a mí el artículo siempre me ha tomado muchas horas. Envidio a esos columnistas que pueden producir buenas columnas entre un café y otro. Para mí durante muchos años era el trabajo de todo un domingo. Dos domingos al mes estaban consagrados al artículo. Y eso exige disciplina.
P. En más de una ocasión ha defendido que el periodismo es un “complemento inseparable de su vocación literaria”, algo que le ha permitido mantener una conexión con el mundo real. Pero, ¿de qué manera siente que ha influido su trabajo como novelista en su producción periodística?
R. Es más fácil decir cómo ha influido el periodista en el novelista que al revés. Para poder escribir novelas yo he necesitado siempre tener un pie en la actualidad. Yo no soy un escritor de literatura fantástica sino realista, y además el hecho de vivir tantas horas, todos los días, embebido en la ficción ha significado la necesidad de salir de ese mundo de imaginación y ver, tocar, el mundo real, salir de la torre de marfil. Seguramente ser novelista aporta algo a la hora de escribir columnas, porque el novelista tiene una cierta sensibilidad al ver la actualidad y eso debe reflejarse de alguna manera.
P. Desde Conversación en La Catedral y el personaje de Zavalita, en adelante, en sus novelas hay periodistas de prensa y radiofónicos. ¿Por qué le parecen interesantes como personajes?
R. Porque están sumergidos en el barro humano, porque viven, sobre todo el reportero de calle, la aventura de la vida a diario. Y me ha tocado conocer personajes fascinantes, en mis épocas de juventud, en los periódicos. La Crónica me permitió conocer los bajos fondos de la ciudad de un modo muy cercano. En la radio, donde trabajé también de joven, conocí personajes con una dosis de locura que daba a su trabajo algo muy atractivo.
P. Cabe pensar que un novelista queda parcialmente oculto en su ficción, no impone sus opiniones a los personajes. En el caso de un columnista, ¿está siempre expuesto? ¿Debe mostrarse siempre?
R. Hay columnistas que son capaces de no tomar partido, de repartir aplausos o abucheos a todos lados, como un partido de fútbol en el que uno no está con ningún equipo y aprecia las buenas jugadas. Pero los que yo más admiro son los que tienen un punto de vista, los que toman partido. Y los que tienen buena prosa. Los libros de algunos de los mejores prosistas en español, como Ortega o Azorín, eran en muchos casos compilaciones de artículos de prensa.
P. ¿Qué piensa cuando oye o lee que alguien admira al Vargas Llosa novelista, pero disiente del articulista o del ensayista?
R. Eso es muy común. Me pasa a mí también con algunos escritores cuyas ideas no comparto o me causan rechazo, o hay articulistas que no me han provocado ninguna reacción y que, sin embargo, admiro a la hora de leer sus ficciones. Lo divertido es lo contrario, cuando alguien dice que admira un artículo mío, pero no ha leído ninguna de mis novelas…
P. ¿Tiene a los lectores de EL PAÍS en mente cuando escribe una tribuna de opinión o eso lo haría sentirse menos libre?
R. No, cuando uno empieza a escribir es muy común pensar en el lector, pero eso puede ser paralizante o llevarlo a uno a cuidarse de decir lo que realmente piensa. Es preferible no pensar en el lector y solo después de publicado el texto descubrir si ha provocado entusiasmo o rechazo, o ambas cosas, o ninguna (que es lo peor).
P. De todas las tribunas que ha escrito en EL PAÍS, ¿cuál le ha costado más?
R. Las últimas porque mi memoria ya no es la que era y eso hace mucho más duro escribir. También se me hacía cuesta arriba cuando estaba recuperándome del covid.
P. ¿Y de la que tiene mejor recuerdo?
R. Es difícil escoger. Pero, por ejemplo, recuerdo que publiqué una sobre esa variante de la cursilería peruana, la huachafería, que se titulaba “Un champancito, hermanito”. Y con los años ese artículo acabó siendo el germen de mi última novela, Le dedico mi silencio.
P. ¿Cómo siente que puede medirse la influencia de una tribuna de opinión?
R. No es directa, creo que ocurre de una manera sutil y eso hace difícil medirlo. Seguramente el punto de vista de un columnista ayuda a orientar a ciertos lectores de manera más o menos sostenida, pero uno mismo no es consciente.
P. ¿Notó la influencia del premio Nobel en la repercusión de sus tribunas?
R. Es inevitable. El premio Nobel tiene una repercusión mundial que hace inevitable que todo lo que digas, y por tanto escribas, sobre la actualidad retumbe con fuerza. Y eso es bueno y malo. Tus partidarios piensan que el premio te da un sello que valida lo que dices y tus detractores odian precisamente porque se piensa eso.
P. Hace unos meses, The New York Times preguntó a sus columnistas qué opinión de cuantas habían expresado en sus textos ahora pensaban que era equivocada. Si tuviera que señalar un artículo en el que expusiera algo que hoy piensa que es errado, ¿cuál sería?
R. Bueno, hablando de The New York Times, justamente, hace muchísimos años, en el primer Gobierno sandinista de Nicaragua, el periódico me propuso que fuera a pasar un mes a ese país y escribiera sobre la revolución. Escribí en ese periódico un texto que era muy crítico, por supuesto, pero con varios matices que irritaron mucho a algunos adversarios del régimen de Ortega. Ellos tenían razón. Daniel Ortega y su mujer, incluso entonces, eran infames, aunque en ese momento todavía Nicaragua no se hubiera convertido en una segunda Cuba.
P. Le dedico mi silencio es el título de su última novela, y con ella ha anunciado que se retira de la ficción. ¿Puede uno realmente dejar de ser escritor?
R. No, seguramente uno sigue soñando novelas cuando deja de escribirlas. Y sigue leyéndolas, por supuesto. Por ejemplo, ahora estoy releyendo Madame Bovary, aunque por primera vez en español.
Opinión | Piedra de Toque
El único consejo que transmito a los jóvenes que se inician como escritores en la prensa diaria: decir y defender su verdad, coincida o discrepe con lo que el diario defiende editorialmente
MARIO VARGAS LLOSA / OPINIÓN / TRIBUNA / EL PAÍS
No sé si fue Juan Luis Cebrián, su primer director, o Jesús de Polanco, el principal accionista de EL PAÍS, quien fijó una línea desde el inicio, pero lo claro es que quien lo hizo tenía una idea muy moderna de la prensa escrita, porque la aparición de EL PAÍS, en plena Transición, fue de lo mejor que tenía que ofrecer España en el nuevo régimen. Todo era novedoso, incluyendo la diagramación y el formato, pero lo más importante era la veracidad de la información, el hecho de que las cosas de las que se daba cuenta en los textos correspondían a una verdad que podían verificar los lectores mediante sus conflictos con la realidad siempre cambiante. Esa fue la gran revolución que introdujo EL PAÍS en el mundo de las noticias, en una época en que los españoles (y latinoamericanos que vivían todavía en dictadura) estaban ávidos de prensa libre: una clara diferencia entre las cosas que defendía el diario, sus opiniones, y las cosas que el periódico informaba o anunciaba, comprobables simplemente prestando atención a lo que sucedía o iba a suceder. Después de tantos años de propaganda, los españoles no estaban acostumbrados a esa división entre la verdad de los hechos y la opinión. La revolución que supuso el diario tenía este carácter singular: los hechos reales, por un lado, y, por el otro, lo que el diario defendía o atacaba.
Esta pequeña revolución que introdujo el nuevo diario obligó a sus congéneres a optar por una división tan similar que, entre los hechos ocurridos y la opinión del periódico, había a veces enormes distancias. No todos lograron esa diferenciación, pero la existencia de EL PAÍS los obligó a intentarlo.
Los lectores se acostumbraron a leer las noticias, cuya verosimilitud era flagrante, y los comentarios que estas suscitaban, favorables o adversos, frente a las ocurrencias que se transmitían. Hay que situarse en el contexto de la época para entender el cambio. Yo recuerdo, con mi pequeño bagaje de lector de diarios, lo que esto significó. Como lector de prensa, mi experiencia era limitada. Hasta entonces, en la prensa en español resultaba muy difícil diferenciar aquello que ocurría de lo que daba cuenta el periódico, porque a menudo venía mezclado con las posiciones del diario. Decir la verdad desnuda fue el gran éxito de EL PAÍS, con prescindencia de las opiniones que sobre este acontecer ofrecía.
Contrató mi columna en EL PAÍS, en 1990, quien había asumido la dirección hacía poco, Joaquín Estefanía, y desde el comienzo decidí que se llamara Piedra de Toque. Pocos días o semanas después, al opinar sobre un asunto en el que el diario mantenía una línea diferente, Jesús de Polanco defendió mi posición en contra de la línea del periódico, argumentando que los columnistas del diario tenían derecho a la defensa de sus opiniones, tanto si estas eran adversas o simpatizantes con las del propio diario.
Estoy convencido de que la verdad de los redactores, aunque se equivoquen, también debe ser publicada, siempre y cuando los editores no detecten errores comprobables, porque son ellos quienes están más cerca de la noticia y la calle. Los columnistas tienen una función distinta, con más libertad que quien cumple una función informativa, pero eso no implica que tengan menos responsabilidad a la hora de transmitir la verdad tal y como la entienden. Una vez que estén convencidos de haberla encontrado, los articulistas deben estar dispuestos a defenderla incluso contra la voluntad del periódico, si hace falta. Yo he tenido mucha suerte, las expresiones que me han acompañado han sido siempre mías, coincidieran o discreparan de la línea política del periódico, lo que quiere decir que, cuando me he equivocado, lo he hecho sin ser previamente “corregido”, pues EL PAÍS ha respetado mi punto de vista.
Ese sería el único consejo que transmito a los jóvenes que se inician como escritores en la prensa diaria: decir y defender su verdad, coincida o discrepe con lo que el diario defiende editorialmente. Creo que el ejemplo de EL PAÍS ha cundido y que ahora, aunque hay excepciones, esa es una política más o menos general, o por lo menos el intento. Así como la Transición española sirvió a muchos países del otro lado del Atlántico que se inspiraron en ella al dejar atrás sus dictaduras y democratizarse en la década de los ochenta, EL PAÍS también fue una referencia para los diarios que recuperaron su libertad o se fundaron en la nueva etapa democrática.
A veces, es difícil decir la verdad tal como la entendemos desde nuestra posición particular, y hay el riesgo de equivocarse porque la verdad puede ser esquiva, compleja, diversa (Isaiah Berlin hablaba, en otro contexto, de “las verdades contradictorias”). Pero en este caso, la confesión del error vale tanto como haber acertado en la defensa de lo propio. Aparte del riesgo de equivocarse, los columnistas enfrentan otro problema. A menudo es difícil estar siempre con el humor de la página escrita y muchas veces las columnas no salen bien porque pecan de suficiencia o de esas infracciones en las que incurren los periodistas mal instruidos. Es preferible, en ese caso, reconocer la incertidumbre antes que defender una verdad de manera deforme o escondida, pues ante el hecho verosímil siempre será factible opinar con reticencias, con dudas, antes que equivocarse garrafalmente.
Siempre y cuando un periódico reconozca que algunos hechos difieren de las verdades que promueve, su credibilidad se mantiene. Cuando hay discrepancia entre su verdad y ciertos hechos, las costumbres de los diarios son distintas, porque algunos, siempre de calidad, prefieren abstenerse de decir su verdad y publicar los hechos. O reconocer el error de haber puesto al frente una versión equivocada. Mientras esto se haga de manera honesta, vale. Lo grave es empantanar la verdad o velarla para evitar dar armas al competidor o contradecir las convicciones propias.
Nunca he dejado de decir mi verdad, en la que hay un margen de error, a veces grande, y que puede ir evolucionando, incluso de manera drástica. Cuando he publicado compilaciones de artículos, como Contra viento y marea, donde se puede seguir mi trayectoria del socialismo al liberalismo en textos de hace muchos años, he querido que mis lectores asistan a través de esos artículos contradictorios y discrepantes entre sí a mi propio aprendizaje moral y político. Aquí, en mi Piedra de toque, he opinado sobre todas las cosas que me favorecían o perjudicaban, siempre de buena fe, coincidiera o discrepara con la línea del periódico. En muchas cosas he sido consistente a lo largo de las décadas y en otras he ido variando mi manera de pensar. Y quizá ese es el mérito de las columnas que duran tantos años: transparentar el debate que un columnista tiene consigo mismo a lo largo del tiempo cuando se esfuerza por acercar sus ideas a la realidad, que es siempre cambiante en función del contexto.
Mi consejo, decía antes, a los periodistas jóvenes, es decir siempre la verdad, aunque ella sea difícil de asimilar y describir, en función de la realidad. Aunque a menudo esto resulta arduo, siempre hay maneras de acercarse a ella, y creo que si el periodista renuncia a su obligación de decir la verdad, esa es la fuente de la que derivan todos los males de la prensa, desde el pequeño disfuerzo hasta el maremoto que puede provocar la mentira. El periodista de talento busca la verdad como una espada que se abre paso por doquier. Decir mentiras, manipular, es fácil, pero tarde o temprano queda en evidencia. El que dice la verdad y la defiende presta un servicio a sus lectores y a su tiempo. Eso es a lo que tímidamente he aspirado con el nombre —Piedra de toque— de mi columna en EL PAÍS.
Fuente: https://elpais.com/opinion/2023-12-17/piedra-de-toque.html