El gran especialista en la soprano, Tom Wolf, recopila en un libro publicado por Akal sus epístolas más íntimas y reveladoras
MARTA MOLEÓN / LA RAZÓN
Era una mujer de mirada robusta, imponente, seria, mediterráneamente hermosa, bendecida con una voz cuyo misterio, era según Pasolini, el de los ángeles y consciente, ante todo, de ser la única capaz de hablar con solvencia de su vida, puesto que era ella quien la había vivido. De Maria Callas se han escrito infinidad de artículos, libros, ensayos y reportajes, muchos de ellos centrados de manera ciertamente tendenciosa y ventajista en inspeccionar con la lupa graduada del sensacionalismo rosa una parcela, la de los índices de felicidad o dolor que su corazón había sido capaz de albergar con cada relación sentimental fallida, que en ocasiones llegó incluso a opacar sus logros profesionales y a reducirla de manera automática e injusta al complemento trágico de Aristóteles Onassis. Como si antes de su tortuoso idilio con el naviero griego, esta incombustible prima donna, resucitadora por derecho del bel canto, no hubiera consolidado su carrera tiempo atrás como una de las cantantes de ópera más significativas de la historia.
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Primera decepción
Con el objetivo de depurar la rumorología y completar –sin ocultar una devoción explícita por la figura y la persona– los datos de una biografía apasionante, situando a la propia Callas en el centro de todo, Tom Wolf acometió la tarea de compilar retales de su vida a través de documentos, archivos, fotografías, películas y, lo más importante: cartas. Este proceso se convirtió en lo que él mismo califica como “una auténtica misión” y ahora, gracias al trabajo editorial de Akal, ve realizada su materialización en un libro, “Maria Callas. Cartas y memorias”, en el que se muestran más de 350 cartas, algunas de ellas inéditas y redactadas a lo largo de tres décadas (entre 1946 y 1977) así como parte de sus memorias inconclusas, dictadas a su amiga, la periodista Anita Pensotti, entre finales de 1956 y principios de 1957, año en el que conoce a Onassis en una fiesta.
La voz narrativa de la soprano se percibe en el campo de lo emocional con un timbre llamativamente dependiente y vulnerable, víctima de un perfeccionismo obsesivo y depositaria de una confianza balsámica en el amor, en ocasiones rayana en lo sumiso. “Si Battista hubiese querido, habría abandonado mi carrera sin arrepentirme porque, en la vida de una mujer (me refiero a una mujer de verdad), el amor es más importante, sin posibilidad de comparación, que cualquier triunfo artístico”, relata en referencia a los intensos inicios con su marido Giovanni Battista Meneghini –al que cariñosamente se refería como “Titta”–, acaudalado industrial de ladrillos al que conoció a finales de la década de los 40 en Verona, treinta años mayor que ella y con el “se habría casado el mismo día que le conocí, pero entre nosotros hay una notable diferencia de edad y como hombre honesto que es, no quería presionarme a dar un paso del que me hubiera podido arrepentir. Quería que estuviera segura, que lo pensara con calma”.
Y a principios de 1949, Callas, movida por la euforia de unos sentimientos que años después se transformarían en combustible de su primera decepción oficial con el universo masculino, parecía haber meditado lo suficiente la decisión como para contraer matrimonio vestida de azul y con un encaje negro en la cabeza en un ayuntamiento del municipio italiano de Zevio. En 1960 escribe a Herbert Weinstock, biógrafo virtuoso de compositores de ópera como Rossini o Donizetti y amigo personal de la cantante: “Mi marido se hace pasar por millonario y no tiene ni un centavo. Se ha llevado (por mi amor a la paz) todo lo que yo tenía. Solo me queda esta casa y las joyas. Afortunadamente tuvo que renunciar a la idea del 50% de los derechos de mis discos. Lo único que te puedo decir es que hice todo lo posible durante más de ocho años para que funcionara este matrimonio y enterarme de que todo estaba a su nombre ha sido la gota que colmó el vaso. Querido amigo -prosigue-, la esperanza es que logre manejar mi futuro como yo quiera. Necesitaba tiempo para sanar mis heridas. Heridas que fueron causadas por mi marido y no por un tercero, Onassis, como se dice en esos periódicos podridos donde se inventan todo lo que quieren. Claramente, tienes que admitir que antes no tenía una cara muy feliz, ¿verdad?”.
Algo que pone de manifiesto el libro de Wolf, es que para Callas el amor y el cuerpo siempre fueron nutrientes envenenados. Tras experimentar la miseria y el hambre propios de una ocupación después de la Segunda Guerra Mundial y con apenas 21 años, recién aterrizada en Nueva York y con el aire inconsciente y traicionero de la juventud soplándole en la nuca, consiguió una audición en el Metropolitan sin terminar de llegar con éxito a ningún tipo de acuerdo con los ejecutivos porque los papeles que le habían ofrecido no le parecían del todo adecuados para sus aptitudes, las cuales en su cabeza resultaban inferiores de las que tenía en realidad: el Fidelio (que implicaba cantar en inglés, algo que no quería hacer) y Butterfly, para la que rotundamente sintió no estar preparada.
“Yo estaba convencida de ser una mujer gorda. En realidad pesaba ochenta kilos y, ochenta kilos son muchos; aunque no tanto para una mujer alta como yo, de metro setenta y dos”, pensaba en aquel momento, poco antes de que la crítica especializada resaltara después de su interpretación de Aida que era “imposible distinguir entre la patas de los elefantes del escenario y las piernas de la Aida interpretada por Maria Callas”. Cuando en 1955, interpreta finalmente el papel de una inconmensurable Madame Butterfly en Chicago, la cantante pesaba 25 kilos menos.
La relación oscilante y tensa con sus padres, tampoco contribuyó en exceso a que la autoestima de la cantante, marcada siempre por la exigencia extrema y la mirada tuteladora de su madre y la ausencia sin culpa de su padre, se desarrollara de una forma ordinaria. “Incluso ahora, aunque me acusen de presuntuosa, nunca me siento segura de mí misma y me torturo con dudas y miedos. Siempre he estado llena de pesimismo sobre mis posibilidades”, afirma durante un extracto de sus memorias mientras alude a la presión que su progenitora ejerció sobre ella: “los niños prodigio no tienen nunca una infancia auténtica. No recuerdo un juguete más querido que otro pero sí las canciones que debía ensayar y volver a repetir hasta el aburrimiento. Mi madre había decidido que no debía robarle ni un solo minuto de la jornada al estudio del canto y el piano. Quería que me convirtiera en cantante pero solo si algún día podía llegar a ser una gran artista y yo era feliz complaciéndola”, admite.
Una entre cientos
Riadas de cartas de y para Elvira de Hidalgo, profesora y mentora aragonesa durante su adolescencia y parte indispensable de su vida a la que quiso como a una madre se mezclan con otras de Franco Zeffirelli , cineasta y escenógrafo completamente rendido a los encantos de Callas que produjo de manera extraordinaria y aclamada “Tosca” junto a la soprano en la Royal Opera House, Leonidas Lanzunis, padrino y amigo íntimo, Visconti, quien la define como “una mujer con clase y una artista de alto nivel, estético y moral” o Pasolini, con quien mantuvo una relación estrechísima cimentada en el manto mitológico y cinematográfico de “Medea” y acompasada por los desengaños amorosos que ambos estaban atravesando cuando se conocieron.
Sin embargo, una sola carta aparece dirigida a Onassis. Tal vez la más desvalida, quizás la más expiatoria, la más suplicante, la definitiva y última que le escribe desde París en 1968, justo cuando decide abandonarla para irse con Jackie Kennedy: “Aristo, mi amor. Sé que este es un pequeño regalo de cumpleaños, pero debo decirte que, después de ocho años y medio, con todo lo que hemos pasado, estoy feliz de decirte, desde lo más profundo de mi corazón, que estoy orgullosa de ti. Te amo en cuerpo y alma y solo deseo que tú sientas lo mismo. Intenta, o por favor, haz que estemos unidos siempre, porque tengo necesidad de tu amor y tu respeto. Soy demasiado orgullosa para admitirlo, pero sé que eres mi aliento, mi mente, mi orgullo. Esta no es la carta de una niña. Es la de una mujer herida, cansada, que te da los sentimientos más frescos y juveniles que jamás haya sentido. Nunca olvides eso y sé siempre tan tierno conmigo como en estos días. Me harás la reina del mundo. Necesito cariño y ternura. Soy tuya, haz lo que quieras conmigo”. Un último deseo que el magnate tomó, literalmente, al pie de la letra. Callas murió con 53 años en su piso de París antes de que pudiera asistir a una cita con su agente Gorlinsky, que quería convencerla de que grabara “La Traviata”. Onassis, caminando siempre dos peldaños por encima de su sombra, se había adelantado dos años antes.
Fuente: https://www.larazon.es/cultura/20220620/kfu4lb54k5c5pczq2byvv4462e.html