Raphael, Rocío Jurado, Julio Iglesias, Marisol. La lista de estrellas que han cantado, cantan y cantarán las piezas de Manuel Alejandro es tan nutrida como el repertorio de este compositor y poeta. En abril, a los 90 años, viudo reciente y eterno enamorado, se presentará a solas con su piano en el Teatro Real para cantar y contar su vida a través de su obra.
LUZ SÁNCHEZ MELLADO / EL PAÍS
Tanto buscar y estaba en Valdemorillo, un pueblo madrileño a pocos kilómetros de su chalé de artista postinero en La Moraleja. Después de peinar España en pos del teclado perfecto para sus manos deformadas por la edad y la artrosis, ya está en casa el piano con el que Manuel Álvarez-Beigbeder Pérez, Manuel Alejandro para la música popular en español el siglo XX y el XXI, se encerrará en el escenario del Teatro Real de Madrid el 2 de abril para repasar lo mejorcito de sus 600 canciones y sus 70 años de carrera contando, “más que cantando”, el amor, el desamor, los sueños, el dolor, la vida. Solo ante el respetable. Sin el arrullo arrollador de las voces que han hecho legendarias sus composiciones. Autorreivindicándose, para bien o para mal, como creador en el último recodo del camino. Se lo debía a sí mismo y a los suyos.
Viudo desde hace un año del amor de su vida, Purificación Casas, y aquejado del corazón, don Manuel está alicaído por las mañanas y es a la caída de la tarde, más animado, cuando nos cita. El maestro nos espera en su estudio. Una leonera atiborrada de fotos con su familia de sangre y la artística, trofeos, legajos, partituras de autores clásicos. Sentado al teclado donde ensaya, con cascos para no molestar a su hija Viviana y a sus tres nietos adolescentes, con los que vive en esta casa acomodada pero no ostentosa, el artista señala el libro que tiene esta semana entre manos: una antología de Emilio Prados, poeta andaluz del 27.
En el salón, aún con sus aparatosas cajas, reposan las medallas de hijo predilecto de Jerez, de Cádiz y de Andalucía, la cosecha de reconocimientos que ha recogido esta semana. Aún gasta pintaza a sus 90 años, con su imponente metro noventa algo menguado por el “achatamiento de huesos”, su camisa celeste, su rebeca cruda, sus gafas de varilla dorada y su pelazo gris de patricio jerezano nimbándole la testa. El luto lo lleva por dentro. Él sobrevivió a la covid. Su mujer, enferma pulmonar crónica, no. Le doy el pésame. Él me pregunta por mi familia y, mientras se lo cuento, se le aguan los ojos y se le quiebra por primera vez la voz en un llanto sin sollozos pero sin consuelo de viudo enamorado. No será la única.
Pregunta. ¿Cómo sobrevive uno a la muerte de su pareja de casi 60 años?
Respuesta. Viviendo en pausa. Desde que murió Pura, mi mujer, estoy pero no estoy. Escucho el mundo como en sordina. Ahora estoy hablando contigo, pero, si hay dos personas hablando y yo soy el tercero, escucho solo lo que me interesa, estoy en mi mundo, prefiero estar callado.
P. En su recital en el Real va a “contar y cantar”. ¿Es lo que ha hecho toda la vida?
R. Totalmente, porque no soy cantante, ni compositor, ni escritor. Soy, exactamente, un escribidor de canciones, tal y como define “escribidor” la RAE: “Escritor habitual, pero carente de talento y originalidad”. Así, sin contemplaciones. Luego, en la otra acepción, le echa un poco de vaselina a la cosa, pero todos sabemos que la primera palabra es la que vale.
P. No se quite mérito. Sus letras y sus melodías son legendarias.
R. No, no, no. Al lado de García Márquez, de Octavio Paz, de Vargas Llosa, de Alberti, de Caballero Bonald y de la madre que los parió, yo no soy escritor. Y con la música me pasa igual. Toda esa gente que está ahí, en las partituras de detrás del piano: Prokófiev, Bartók, Brahms, Bach son compositores. Sé lo que han hecho ellos y lo que he hecho yo, no me puedo engañar. Sé lo que hizo mi padre, Germán Álvarez-Beigbeder, sin ir más lejos. Era un compositor de una seriedad absoluta. Me enseño todo lo que sé. Yo me retiré de intentar hacer música clásica, porque al lado de mi padre era un monaguillo, y sigo siéndolo. Con esa cuna y esa sensibilidad que tuve en casa lo he tenido muy fácil. He hecho muchísimo menos de lo que debería haber hecho.
P. Pocos tararean a Prokófiev, ni, con todo respeto, a su padre. Sin embargo, muchos nos sabemos sus canciones, las de usted, sin saber siquiera que nos las sabemos. ¿Por qué cree que sucede?
R. La mayoría de mis canciones ya estaban compuestas: he bebido de todos los autores clásicos. Yo cojo un pasaje de Schumann, por ejemplo en Nada soy sin Laura que cantó Raphael [silabea al piano], y de ahí tiro, la desarrollo, le busco su lugar, su palabra justa. Los primeros pobladores de la música hicieron maravillas, y de aquellos barros, estos lodos. Es imposible en la música la composición nueva si no se usa la palabra justa. La música de ahora es como leer al revés, pero ni siquiera con la gracia de un palíndromo. Es asonante, no entiendes nada de nada. Otra cosa es que sea pegadiza. Cuando la oyes ochenta veces, ya sabes dónde va a venir el clarinete.
P. Me refería más a las letras. Ese “jamás duró una flor dos primaveras” suyo, por ejemplo.
R. Esas, las letras, también se las debo a los paisanos, de Alberti a Neruda, a Sabina, a Serrat, y a todo lo bueno que he leído. A conocer cosas que te preparan el espíritu, que te llenan de ideas. He leído poca novela, pero mucha filosofía, ensayo y poesía. Eso se va quedando dentro. La mayor satisfacción que he tenido en la vida es que, hace muchos años, una crítica catalana creyera y escribiera que la letra de Háblame del mar, marinero, que cantaba Marisol, era de Alberti. Se lo conté al mismo Rafael, que era un fenómeno, y con el que alternábamos mucho, con su mujer y la mía, y se tiraba al suelo de la risa. Él me decía: “Manolo, yo seré Alberti, pero tú tienes el pellizco ese de la alegría que yo no tengo”.
P. Algunas de sus primeras canciones —Digan lo que digan, Qué sabe nadie— hablaban de libertad personal en una época en la que casi todo estaba prohibido o era pecado. ¿De dónde le venía esa ventolera de rebeldía?
R. Todo eso vino de mis primeros años, cuando luchaba por encontrar mi sitio y trabajaba de pianista en bares de mala fama en Madrid. Tocaba canciones francesas, italianas, boleros… buscando mi estilo. Te estoy hablando de mediados de los años cincuenta. Venían los primeros americanos de la base de Torrejón, mujeres de la vida, homosexuales que empezaban a salir de los armarios. Incluso gente que yo conocía: flamencos, profesores de conservatorio, amigos de mi padre, gente que estaba estrenando ilusiones. El piano era como un confesionario y allí venían a desahogarse conmigo. Una noche volaban las botellas. Otra venía la policía a hacer redadas. Yo venía de una casa donde reinaba la religiosidad y ahí es donde tuve mi verdadera revelación divina. Mi escuela de vida y mi semillero de inspiración fueron esos años de pianista en prostíbulos.
P. Usted también rompió moldes. Se separó de su primera esposa, cuando aún no era legal el divorcio en España, y se fue con Purificación Casas, la madre de sus hijas.
R. Yo estaba casado y tenía ya tres hijos varones, sí. Pero aquel fue un matrimonio impetuoso, propio de los 24 años, en el que no supe discernir si era amor o era solo deseo. Al conocer a Pura, que era taquimecanógrafa en la editorial musical donde yo adaptaba canciones del italiano y el francés al español, supe lo que era el amor de verdad, la persona por la que darías la vida. Ella tenía 18 años. Yo, 31. Ya nunca nos separamos. A partir de entonces, empecé a hacer canciones de verdad. Ojalá pudiera cambiarme por ella ahora [se emociona].
P. Raphael dice que usted le “cortaba” las canciones a medida, cual sastre. ¿Escribe para usted o a demanda?
R. Se me nota cuando hago las canciones para mí, para calmarme yo mi dolor o colmar mi felicidad, o para otros. Pero si he brillado ha sido por las voces que han pregonado mis letras y mis melodías. Yo me enamoraba de las voces de los cantantes, de su educación, de su sensibilidad. Y después me figuraba lo que el público veía en ellos. Luego te llevas sorpresas. Soy rebelde, en realidad, no la escribí para Jeanette, sino para una cantante mexicana, que se llamaba Sola, que sí era auténticamente rebelde, un personaje. Luego la cantó Jeanette, tan modosita, tan bonita, y triunfó, precisamente por el contraste con ese encanto y ese ángel. Pero en realidad todas las canciones van un poco de lo mismo: te quiero, te amo, te deseo, te ignoro, me voy, te extraño. Está todo escrito.
P. Pero unas cosas mejores que otras. Yo escucho Procuro olvidarte y se me erizan los vellos.
R. Y ahora se me caen las lágrimas a mí también, por tu culpa. Si tú le dices a alguien “procuro olvidarte” es que no lo puedes olvidar ni vas a poder nunca en la vida. Y eres el primero que lo sabes.
P. Ese título de su canción es una novela.
R. No, no, no. Digamos que tengo la idea de la novela, pero no la escribo. Ese concepto lo tengo muy claro. Mira, yo hablé mucho con García Márquez en México. Con Gabo y su mujer, y mi hija Alejandra, que estudió Filosofía, que es lo que me hubiera gustado a mí. Una noche, cenando, me cogió de la mano y me llevó a su cabaña, donde se encerraba a escribir. Allí no había piano, sino dos o tres máquinas de escribir y una biblioteca sensacional, como 10.000 veces la mía. Le pregunté que si se había leído todos los libros. Me dijo que sí. También me enseñó sus discos: tenía todos los míos y me dijo que se sabía mis canciones de memoria. Pero eso fue porque las cantaba José José, un cantante mexicano que la hizo suya: El amor acaba, por ejemplo. Gabo y sus libros: con sus miedos, sus temores, su entereza, sus deseos. Eso es ser un escritor. Lo mío son frases cortas. En todo caso, sería un escritor vago, más vago que nadie.
P. He escuchado por primera vez Amores a solas, una canción suya donde Rocío Jurado recrea una masturbación femenina, y me he sonrojado hasta la raíz del pelo. ¿Cómo lo logra?
R. Ja ja ja. Era ella mucho más tímida y recatada que todo eso. Pero eso era lo que el público veía en ella: una persona apasionada, fuerte, libre. Y lo era, tanto como para cantar de esa manera esa letra. Eso es lo que eleva a un artista: conectar con el público. Pero en esa canción, y en todas las que he escrito, en el fondo, siempre estaba pensando en mi mujer y en mí mismo.
P. De hecho, su esposa firmaba algunas de ellas con el seudónimo de Anna Magdalena, en honor a la mujer de Bach. ¿Tanto se implicaba?
R. Las tenía que haber firmado todas ella. Porque, si no las había compuesto, estaba en ellas. Ella era la primera que las escuchaba, la que me las corregía, la que me ponía en mi sitio. Tenía un gusto exquisito, no me dejaba pasar ni una ordinariez, ni una repetición, ni una palabra más alta que otra. La última, Ya te quería, que escribí para Alejandro Sanz, llegó a oírla, la acabamos juntos en nuestra casita de El Puerto de Santa María, y me decía: “No la toques más, que así está bien”. Yo no he hecho nada sin ella.
P. ¿Cómo describe tan bien el placer femenino? ¿Le pedía a su mujer que le explicara sus sensaciones?
R. No me hacía falta. Yo sabía perfectamente cómo se sentía ella. Si no lo sabes, no puedes llamarte esposo, o amante. Lo he sabido toda mi vida. Todas mis letras hablan de nosotros. Incluso las que hablan de desamor y de infidelidad. Yo me figuraba que nos pasaban esas cosas. Que ella se encaprichaba de otro. O yo de otra. Y me dejaba llevar. ¿Tú sabes el morbo que da eso?
P. O sea, que sus fantasías sexuales están en sus canciones…
R. Totalmente. Tú no sabes lo que yo he llorado y reído y sufrido y gozado delante de este piano. Dos mil millones de veces me he emocionado tocándolo. Y ahora me vuelvo a emocionar, porque ella ya no va estar más. He hecho lo que he sentido toda la vida. No le he vuelto a hacer una canción a nadie si no lo sentía. Las discográficas no comprendían que hubiera vendido 17 millones de discos y no quisiera hacer otro. Así no he salido de pobre nunca.
P. Bueno, tampoco exagere.
R. Vale, he tenido y tengo una vida desahogada, pero siempre con problemas. Lo que yo hago es como es, ni mejor ni peor, hay otros que hacen otras cosas, y con toda la gracia del mundo. Siempre digo que hay tres canciones que ojalá hubiera hecho yo: Corazón partío, de Alejandro Sanz; La Macarena, de Los del Río, y Despacito, de nuestro querido Fonsi, que verdaderamente son las que han dado muchísimo dinero en todo el mundo.
P. No me diga que silba Despacito.
R. Es una cosa liviana, que cae bien y que saca el ritmo y la alegría de la gente, pero yo nunca he ido por ahí, ni lo he buscado. Igual es que soy un malaje.
P. Y eso que no es de Granada y no tiene mala follá.
R. Bueno, el otro día, cuando me nombraron hijo predilecto de Jerez, me enteré de que me bautizaron en la misma iglesia que a Lola Flores, y algo de sal debió de quedar en la pila después de ella.
P. Acaba de ser nombrado hijo predilecto de Jerez, de Cádiz, de Andalucía. A la vejez, se le reconoce a usted como profeta en su tierra. ¿Echa de menos más altos galardones?
R. Mira, estas semanas han sido muy emocionantes para mí porque me he dado cuenta de lo que hablabas antes. De que mis letrillas han calado algo en el corazón de la gente. Ver y oír al público en pie, aplaudiendo en el Teatro de la Maestranza, canturreando Háblame del mar, marinero, que yo estaba tocando al piano, me ilusionó como a un niño. Dije: “Aquí hay verdad. No aspiro a más”. Pero vuelvo a lo de antes. El poeta Emilio Prados, al que ahora estoy leyendo, canta al amor con una cantidad de imágenes poéticas maravillosas. Yo no. Yo digo: “No te salgas de mis brazos, sigue echada así en la hierba, quiero andarte paso a paso, recorrerte como hiedra” [ríe]. Mis canciones, al lado de los poemas de Prados, son polvos comprimidos.
P. En el recital del Teatro Real, solo al piano, ¿cantará por Manuel Alejandro?
R. Contaré cantando, porque cantar nunca fue lo mío. La primera vez que canté fue una saeta, a los 13 o 14 años, en Semana Santa, a la Hermandad de los Gitanos de mi barrio de Jerez. Llovió a mares. La segunda fue cuando aún estaba buscándome como artista y me presenté al Festival de Benidorm. Pues ese día también diluvió. Era al raso, en la plaza de toros, me habían pintado canas para que pareciera mayor porque la canción, Se muere por mí la niña, trataba de una muchachita enamorada de un hombre mayor, y me caían los churretes de tinte como el de Muerte en Venecia, un cuadro. No estaba de Dios que yo fuera cantante. Los cantautores, como los maravillosos Sabina o Serrat, tenían y tienen ángel cantando, pero yo ese ángel no lo tengo.
P. O sea, que quien vaya, que lleve paraguas ese día.
R. En el escenario no lloverá, seguro, pero igual corre la sangre, porque voy yo solo, a exponerme y a suicidarme artísticamente si hace falta. Muchos amigos, grandes cantantes que han pregonado mis canciones, se han ofrecido a acompañarme y, entre el público, sé que van a ir las personas que verdaderamente quieren verme. Pero quiero hacerlo solo. Me lo debo a mí mismo. Solo espero no perder el compás. Padezco del corazón. Me da casi hasta vergüenza decirlo: tengo arritmia, lo peor que le puede pasar a un músico, ser arrítmico. Tanto piano y tanto estudio y tanto conservatorio y, al final, al corazón no puedo meterlo en compás, lo meten las pastillas.
Fuente: https://elpais.com/eps/2022-03-19/manuel-alejandro-mi-gran-escuela-de-vida-fueron-mis-anos-de-pianista-en-prostibulos.html