La arena, la sal, el hierro, el cobre, el petróleo y el litio no sólo han creado imperios y nutrido el progreso y la codicia de los seres humanos, sino que también condicionan su futuro. En su nuevo ensayo, Ed Conway plantea hasta dónde estamos dispuestos a llegar para conseguirlos
Jorge Benítez / Texto / Patricia Bolinches / Ilustraciones / PAPEL
or favor, memorice las siguientes palabras: CATL, Wacker, Codelco, Shagang, TSMC y ASML. Es probable que le cueste un notable esfuerzo, como cuando de niño se enfrentó por primera vez en la escuela a la tabla de multiplicar del 9, a los afluentes del Ebro o -si es muy veterano- a la temida lista de los reyes godos. Toda esta ristra de nombres extraños corresponde a empresas de las que probablemente nunca haya oído hablar, pero que son más importantes que las marcas de las que todo el mundo sí ha oído hablar.
¿Cómo es eso posible? Seguramente porque estamos ante el mayor secreto de la economía mundial: las compañías más famosas, esas de beneficios multimillonarios y logos reconocibles por cualquier habitante de Madrid, Seúl o El Cairo, no existirían si las anteriormente citadas no hicieran su trabajo.
Sin ellas no habría Amazon, ACS o Inditex. Ni tampoco Google, Pfizer o Nvidia.
Y, en cuanto a usted, sin ellas no habría superado la escala evolutiva del troglodita.
Este grupo de empresas que hay que aprenderse de memoria extraen, filtran y transforman los materiales que, según el periodista Ed Conway, han definido el progreso, las innovaciones y los anhelos del ser humano. Son, en concreto, seis: la arena, la sal, el hierro, el cobre, el petróleo y el litio.
«Estas compañías son tan misteriosas que no están acostumbradas a que nadie las contacte, algunas ni siquiera tienen departamento de comunicación», revela por videoconferencia Conway, jefe de Economía de Sky News y autor de Material World (Ed. Península), un libro en el que narra cómo estas sustancias construyeron nuestro mundo y lo regirán en el futuro.
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Para documentarse este periodista británico de 45 años descendió hasta las entrañas de la mina más profunda de Europa, recorrió las piscinas verdes de litio de Sudamérica y visitó las fábricas punteras de chips de silicio en Taiwán. Y su conclusión, después de tanto kilometraje, es que estamos en Babia, que somos presa de la creencia equivocada de que nuestra realidad se rige por lo digital, que todo es Netflix, firma electrónica y apps de móvil cuando, en realidad, todo lo que tenemos depende del mundo material, físico y radicalmente tangible.
Bajo nuestros pies es donde nace el progreso y se evita el caos. También, reconoce, estos seis regalos de la Naturaleza que hemos aprendido a manipular tienen un lado oscuro que ha provocado guerras y la ruina económica de decenas de civilizaciones. Estos ingredientes, nos guste o no, son de cierta forma los arquitectos del mundo.
«Grabando un reportaje en una mina de oro aprendí que para conseguir un anillo de oro hay que volar una montaña entera», cuenta Conway. «Eso me impresionó mucho». Así que el reportero echó las cuentas para saber cuánta tierra hay que mover para producir un lingote de este preciado metal: 5.000 toneladas. Es decir, el equivalente a diez Airbus A380, los aviones de pasajeros más grandes del mundo.
Esa visita minera hizo preguntarse a Conway de dónde salen los objetos de nuestra vida cotidiana y cuál es su coste. Se puso a investigar. Eso sí, a pesar de servir de inspiración, el oro no pasó el corte. No estaría en su lista definitiva de materiales mágicos.
-En España la minería sólo supone el 0,02% del PIB. ¿Por qué algunos de los materiales que considera tan influyentes tienen a priori tan poca importancia en las economías?
-Las estadísticas y los datos convencionales son muy buenos para contarte parte de la historia, son útiles para saber cuánto estamos dispuestos a pagar por las cosas. Sin embargo, no te explican la dependencia que provocan. Es una paradoja porque sin estos seis materiales no seríamos capaces de sobrevivir: la civilización estaría acabada. Cada vez fabricamos mejores cosas y de forma más rápida, necesitamos de menos mano de obra, si bien estos logros nos han hecho complacientes y menospreciar el mundo material.
En resumen, es muy importante saber el precio de algo… pero el precio no es lo mismo que la importancia.
Hay muchas pruebas de que el razonamiento de Conway es cierto. Sin hormigón nuestras construcciones se derrumban, los fertilizantes nos salvan del hambre y la fibra óptica permite que los datos viajen de un lugar a otro a la velocidad de la luz. Electricidad, calor, vacunas, telecomunicaciones… Una lista de los deseos que sólo se cumplen si contamos antes con estos bienes de la tierra.
Ante su incuestionable trascendencia cuesta creer que se haya mantenido tanto tiempo el halo de misterio que envuelve a las empresas que se dedican a comerciar con ellos. «Creo que este oscurantismo se produce por dos razones», dice Conway. «La primera es que gran parte de su trabajo es sucio, incluso peligroso, con enormes costes medioambientales y tratos con países que no respetan los derechos humanos. Y la segunda es la globalización, que ha arrastrado a todas las industrias a externalizar tareas. Así se ha alcanzado tal nivel de sofisticación que nadie es independiente de la maquinaria o los componentes de los demás, ni el más puntero».
Este panorama ha hecho que cualquier objeto cotidiano, por muy sencillo que nos parezca, se haya convertido en una muñeca rusa que nunca acaba de completarse. «Apple posiblemente sea el mayor fabricante del mundo, pero no fabrica ninguno de sus artículos», ejemplifica Conway. «Si abres un iPhone descubrirás más de un centenar de componentes que han sido fabricados por un centenar de empresas distintas».
Es la trampa del no saber quiénes construyen las cosas. Lejos de ser independientes del mundo físico, nunca hemos dependido tanto de él. Aunque no lo valoremos como se merece. «Estos materiales rara vez aparecen en las historias del esfuerzo o la innovación humana, o si lo hacen es como una sustancia inerte transformada mágicamente por un inventor brillante», añade el autor de Material World.
Lo que los hace tan vitales no es que sean muy buenos en lo que hacen, desde la conductividad del cobre hasta la densidad energética del petróleo, sino muchas otras cosas más. La principal es que han conseguido que objetos de enorme complejidad sean corrientes y miles de millones de personas tengan acceso a ellos. Basta echar un vistazo al teléfono móvil y sus cientos de aplicaciones para darse cuenta de ello. Encima, estos objetos son relativamente baratos, sobre todo si tenemos en cuenta lo que antes costaban los objetos tan sofisticados. Hace un siglo el vidrio, el acero y los medicamentos eran un lujo sólo al alcance de las clases privilegiadas, mientras que hoy prácticamente toda la población puede acceder a estos productos fabulosos nacidos de esta lista de materiales. Cuánto más cantidad fabricamos, más barato resultan.
Como mejor se explica esto es con la potencia de los ordenadores. En 1960, un megabyte de memoria costaba más de cinco millones de dólares. En 1990, su precio había bajado hasta los 46 dólares. Y en la actualidad vale menos de un céntimo.
Eso sí, todas estas bondades para el consumidor no están blindadas. Tienen un gran problema: son extremadamente sensibles a la geopolítica. «Hemos estructurado la economía mundial partiendo del supuesto de que todos los actores clave están satisfechos con el statu quo y quieren jugar con las mismas reglas», explica por email Chris Miller, autor del best sellerLa guerra de los chips (Península). «Por eso, durante décadas, nadie se preocupó si la fabricación se concentraba en determinadas regiones».
Para este profesor de Historia de la Fletcher School de Massachussets, los materiales críticos afrontan constantes tensiones, algunas impredecibles, que amenazan su suministro. «La amenaza de China sobre Taiwán y otros países vecinos con presiones y movimientos de tropas no ha hecho más que empezar. La guerra en Ucrania ya nos ha demostrado que las dictaduras actúan sin lógica y que sus acciones pueden tener consecuencias económicas de enorme alcance».
Por eso, Conway pone énfasis en el enfrentamiento entre las dos superpotencias actuales por el control de su comercio y refinado. «Los chinos ponen limitaciones a minerales que resultan, por ejemplo, clave en la fabricación de semiconductores», explica. «Hay una carrera mundial por construir baterías eléctricas y paneles solares y, de momento, China la está ganando. Lo curioso es que lo logra con un territorio poco rico mineralmente, mucho menos que Estados Unidos, lo que le obliga a importar la gran mayoría de sus reservas. Por eso se centra en el dominio de las cadenas de suministros».
Estas tensiones son un serio aviso para que nadie olvide la interdependencia. El comercio mundial se enfrentó a una importante crisis cuando hace un par de años hubo falta de semiconductores, que nacen de la arena de cuarzo. Un bloqueo simultáneo que afectara a la vez a varios de estos seis materiales hundiría la economía mundial.
Quien mejor ha explicado nuestra ignorancia como consumidores ha sido el economista Leonard Read, que escribió un libro hace ya 70 años en el que describía cómo se fabrica un objeto conocido por todos: un lápiz. Su relato demostró que ni el más sabio de los seres humanos sabe en realidad de dónde proceden las cosas en el mundo moderno.
La madera del vulgar lapicero que escogió Read procedía de cedros americanos, mientras que su mina era grafito extraído en Sri Lanka que se mezclaba con arcilla del Mississippi y grasas animales. La laca que recubría la madera era aceite de ricino y su base había sido rematada con latón y zinc. La goma de borrar del borde se fabricaba con aceite de colza procedente de Indonesia.
Un lápiz viaja más que la mayoría de las personas en una vida. Imaginen entonces la fascinante historia que podría contarnos la lavadora de casa, un cohete espacial o el fármaco antidepresivo más innovador del mercado. Por eso resulta imprescindible aprender que la base de la pirámide de todo lo que nos rodea, de la fábrica del mundo, la forman estos seis materiales.
Semejante distinción, exige un breve apunte biográfico de cada uno de ellos.
El más enigmático es, sin duda, la arena. Se trata del elemento más común del planeta, tan sólo detrás del oxígeno. Ocupa desde las profundidades marinas hasta gigantescos desiertos. No vale nada, a priori, hasta que se descubren sus cualidades mágicas. Si le echamos cemento, piedras y agua tenemos hormigón para construir casas y puentes; si se le añade grava y betún, obtenemos asfalto para hacer carreteras. Y qué decir del vidrio, salido también de la arena y el primer producto manufacturado de la historia, además de padre de la fibra óptica. De su silicio, como decíamos antes, sacamos los chips que hacen funcionar prácticamente todo en la sociedad hiperconectada.
Hay mucha arena, pero no es infinita y no toda vale para los distintos procesos. Ya es el segundo recurso más demandado del planeta, tan sólo por detrás del agua. Según Naciones Unidas, el mundo gasta 50.000 millones de toneladas anuales y, de acuerdo con un estudio de la Universidad de Leiden (Países Bajos), en un puñado de décadas su demanda habrá crecido un 45%.
Estos granos resultan tan lucrativos que el crimen organizado ya controla muchos de ellos. Según la Interpol, su comercio ilegal mueve 300.000 millones de dólares cada año, sólo superado como actividad delictiva por el tráfico de drogas y el de bienes robados. «Las principales mafias de la arena operan en India y China esquilmando los lechos de los ríos para fabricar hormigón», explica Conway. «Este negocio se mueve sin pensar en sus consecuencias, si se contamina un río o envenena a la población de un pueblo».
La arena y sus derivados son una cuestión de Estado. Chris Miller lo confirma y da un dato concluyente: China ya gasta más dinero en importar chips de silicio que en la compra de petróleo. «No tengo duda de que no hay en el comercio internacional un producto más importante que los semiconductores», dice el autor de La guerra de los chips.
Qué decir de la sal, que en la antigüedad era símbolo de prosperidad y valía más que el oro. Gracias a ella nuestros antepasados consiguieron que una sardina pescada ayer en Fuengirola no tuviera que venderse mañana. Conservar la carne para que no se pudriera y lograr que la leche se convirtiera en un queso duradero. Además, sus beneficios construyeron casi todos los palacios de Venecia. Sólo por eso deberíamos rendirle pleitesía. Pero la sal no sólo es el corazón de la tierra, sino también del mundo moderno. Y no por espolvorearla sobre un guiso. «Hoy en día es la base de la industria de los productos químicos y farmacéuticos», apunta Conway. Es decir, la sal nos mantiene vivos (y limpios).
Otro de los elegidos es el hierro. Está en todas partes, en nuestro cuerpo y en nuestro entorno desde hace miles de años. Con él se refuerza el hormigón, se construyen centros de datos y se fabrican coches. En su mezcla con el carbono nos trajo el acero, el metal que se convirtió en el esqueleto del mundo.
Por el hierro el hombre ha excavado agujeros brutales taladrando el suelo desde tiempos inmemoriales, si bien estos esfuerzos resultan modestos si se compara con lo que hemos hecho por obtener cobre. Una presión que no ha decrecido con el paso del tiempo: en 2021 Goldman Sachs lo catalogó como el «nuevo petróleo». Sin él, nos quedaríamos a oscuras porque conduce el calor y la electricidad.. Es dúctil, aguanta la corrosión y se puede reciclar.
Del petróleo se ha hablado mucho y se lleva décadas anunciando su fin. La transición ecológica, que sin duda liderará el litio con sus baterías, reducirá la dependencia más contaminante de los combustibles fósiles, pero esto no será su fin ni mucho menos. Hay muchas cosas, especialmente respecto al plástico, en las que el petróleo es insuperable.
Un ejemplo más del requisito que se impuso Ed Conway para su selección: los materiales críticos que construirán el futuro no cuentan en la actualidad con sustitutos solventes. Algo que confirman los números. En 2019 la humanidad extrajo y explotó más recursos del suelo que durante el período de 300.000 años que comprende desde nuestro nacimiento como especie hasta 1955.
El hambre no cesa. La tecnología y la transición verde necesitan de estos seis materiales en cantidades brutales. Esta vez con propósitos diferentes, no con el objetivo de aumentar la densidad energética de los combustibles que se persiguió en el pasado, sino de la eliminación de las emisiones de carbono.
Saciar nuestras necesidades implica más minería. Conway cree que veremos su regreso a Europa, que es incluso más rica en minerales que China. «Habíamos cerrado muchas minas porque dejaron de ser competitivas y eran contaminantes», dice. «Lo que pasa es que su reapertura no va a depender de un debate geológico, sino social». Pone el ejemplo del valle del Jadar, en Serbia, donde se localiza la mayor reserva de litio de Europa, que se enfrenta a la oposición ciudadana, especialmente de los agricultores de la zona.
«El litio serbio garantizaría el suministro para la industria de un continente, pero es todo muy complejo. Por una parte, es entendible la protesta porque la gente no quiere contaminación, pero, por otra, ésta se está alimentando también con bulos sobre la mina, alguno incluso apunta a que va a servir para esconder residuos nucleares».
El debate en Serbia también está en España, donde hay yacimientos del llamado oro blanco en Extremadura, Galicia y Salamanca que aún no se explotan y viven un largo vagar de trámites. «Para abordar este tema se necesita de una conversación honesta, incluso incómoda, sobre pros y contras», añade Conway. «Sin duda, ésta es la gran asignatura pendiente de nuestros políticos: analizar sin tapujos hasta dónde queremos llegar para tener un hábitat más limpio».
Al respecto, Susana Timón, científica del CSIC especializada en Geología Económica, considera imprescindible promover un cambio cultural y fomentar la importancia de los minerales en la fabricación de productos de uso cotidiano y en las aspiraciones de la transición ecológica. «Es necesario hacer visible la actividad minera, haciendo especial hincapié en las fases de exploración y desarrollo, que son las que más rechazo social despiertan, así como todos los procesos metalúrgicos implicados».
Más severo es Michael Nest, consultor y autor de Coltán, libro que analiza la polémica carrera por uno de los minerales más codiciados del mundo, que considera que la minería esconde una disyuntiva muy compleja. «Está lo que queremos y necesitamos, que son los minerales, y el daño causado por su obtención, sea éste medioambiental o social. La disonancia nos resulta tan difícil de conciliar que la ignoramos, porque aceptarla pondría en entredicho todo lo relacionado con la vida contemporánea». Y añade: «No estoy en contra de la minería por principios, al contrario: ¡es necesaria! Pero se puede hacer mejor y cualquier transición corre el riesgo de reproducir las desigualdades que vemos en la actualidad».
Lo que nadie duda es que el debate debe bajar al suelo de forma inmediata.
Madonna cantó que vivimos en un mundo material y Ed Conway nos pide que no olvidemos la letra. Aunque no nos guste su barro. «Estas seis sustancias hicieron magia en el pasado», concluye el periodista inglés. «Y podrán volver a hacerla».
MATERIAL WORLD
Ed Conway
Editorial Península. 528 páginas. 22,70 euros. Puede comprarlo aquí.
Fuente: https://www.elmundo.es/papel/historias/2024/09/10/66db185b21efa0a01d8b4586.html