#ElRinconDeZalacain | Las cocineras poblanas adoptaron a San Pascual Bailón como su protector, pero hay otras devociones, cuenta Zalacaín.
Por Jesús Manuel Hernández*
Hacía algunos años Zalacaín tuvo la suerte de pasear y charlar por las salas del Museo Amparo con la creadora de tan magnífico acervo cultural legado a los poblanos, Ángeles Espinosa Rugarcía, quien disfrutaba mucho poner a prueba el conocimiento de sus invitados al mostrar su colección.
Aquella ocasión Zalacaín fue conducido a la sala donde se encontraban algunas obras de Agustín Arrieta, el pintor costumbrista por excelencia del siglo XIX.
Don Agustín es un pintor poblano o tlaxcalteca, cuestionaba Ángeles, Zalacaín, documentado un poco en el tema le respondió con cierta holgura: de nacimiento fue poblano, hoy sería tlaxcalteca pues cuando nació el 29 de agosto de 1803 en Santa Ana Chiautempan, la población era considerada una intendencia de Puebla, luego pasaría al Estado de Tlaxcala.
Arrieta fue famoso por sus pinturas costumbristas, sus escenas populares y por supuesto los bodegones donde resaltaban los ingredientes de comida de las mesas poblanas de la época, un repaso por su pintura era una verdadera recreación a la memoria gustativa del aventurero.
Pero aquella ocasión Ángeles quiso mostrar una obra de las poco conocidas, Arrieta no sólo pintó escenas coloquiales y bodegones, también hizo pintura religiosa, Zalacaín recordaba haber visto un enorme cuadro, de gran formato de San Cristóbal en casa de algún político de la ciudad, atribuido a don Agustín.
De pronto frente a los ojos de Zalacaín se apareció San Pascual Bailón materialmente “flotando” frente a una cocina de leña, de esas construidas de ladrillo o piedra con orificios para encender el fuego y las parrillas encima, era una especie de ”mesa” forrada de talavera en un color claro. El santo mostraba un rostro muy espiritual, enfrente de sus ojos unos angelitos y la custodia con la Sagrada Forma; calzado con huaraches muy sencillos, el habito de franciscano, y pegados al piso los ingredientes de la cocina, un pescado, una calabaza, algunas uvas, otras hortalizas y verduras, un cazo de cobre y sobre el fuego una olla con un cuchara de madera dentro y una cazuela con algo parecido a una sopa. La escena era verdaderamente hermosa e inspiradora.
Y Ángeles recitó de memoria: “San Paascual Bailón, báilame en este fogón, tú me das la sazón y yo te dedico una canción”.
El recorrido fue salpicado de varias anécdotas de la vida de San Pascual, un fraile franciscano considerado como el “patrono de las cocineras” principalmente en territorio mexicano y más precisamente en la Puebla de los Ángeles a donde la tradición de venerar al santo se inició en el siglo XVIII luego de haber sido canonizado en 1690, precisamente el año cuando fue consagrada la “Capilla del Rosario” en Puebla, otra anécdota más sobre cómo Zalacaín se había hecho de un original de aquella publicación coloquialmente conocida como “La Octava Maravilla de la Nueva España”.
Zalacaín conocía otras dos devociones de los cocineros a otros santos, a Santa Marta de Betania, en cuya casa al menos tres veces comió Jesús; San Lorenzo, el mártir bajo el Imperio Romano quemado vivo defendiendo su fe y quien durante su martirio gritó: “Assum est, inqüit, versa et manduca”, cuya traducción al español es simple “Asado está, parece, gíralo y cómelo”, de ahí la devoción de los cocineros a San Lorenzo por la parrilla y la carne asada.
De Pascual en cambio se conoce su devoción por San Francisco de Asís, y la divulgación de su fe por los conventos de la época a donde llegaba pidiendo asilo en el puesto más humilde de todos: cocinero.
La leyenda cuenta sobre su afición a la cocina, cuando preparaba algo en la cocina rezaba y bailaba alrededor de los fuegos, como descuidaba los alimentos, los ángeles bajaban y teerminaban el guiso. Quizá por eso la devoción por San Pascual Bailón se arraigó tanto en Puebla, la buena cocina y el apellido de la ciudad “Puebla de los Ángeles”.
A la devoción de San Pascual le rodearon oraciones y milagros, una de ellas decía: “nunca hay que negar el pan a nadie, cuando hay generosidad y ganas de compartir, siempre se produce el milagro”.
Zalacaín había recordado aquellas anécdotas luego de encontrar en una bolsa un conjunto de cuadros de talavera con uno de los lados terminado, armó el rompecabezas y se trataba precisamente de San Pascual Bailón, un regalo a su familia por alguna persona, años atrás, se propuso buscarle un buen lugar para adosarlo en alguna pared.
Y entonces recordó varias de las frases famosas de los cocineros y cocineras para pedir la intervención de algún santo, y empezó a recitarlas en voz alta:
Las solteras hacían un guiso para el enamorado y rezaban: “San Pascual Bailón, San Pascual Bailón, ayúdame con el sazón, si me lo concedes, te bailo un danzón o te canto una canción”.
San Efrén, que me salaga todo bien.
San Simón, no se te olvide el limón.
San Benito, que salga bien el pozolito.
San Marcial, que no se me pase de sal.
San Federico, que me quede rico.
San Mateo, que no sepa feo.
San Sansón, que todo quede sabrosón.
Pero también había peticiones a las “santas”:
Virgen de los Dolores, que tenga buenos olores.
Santa Eloísa, que se haga todo de prisa.
Santa Leonor, que tenga buen sabor.
Santa Ada, que no dejen nada.
Santa Rosa, que la salsa no quede picosa.
Santa Tomasa, que me salga buena la masa.
Santa Elena, te lo pido Santa Elena que la comida me quede buena…
Rosa la cocinera le descubrió en esta serie de peticiones, se asomó a la oficina del aventurero y le dijo: “Santa Teresa decía que entre los pucheros anda Dios…” Pero esa, esa es otra historia.
*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana, Ed. Planeta