Un libro rescata la historia oculta de estos menores que cruzaban la frontera cuando apenas aprendían a andar en busca de comida
QUICO ALSEDO / EL MUNDO
La vida es un enigma y el pasado, el almacén donde se esconden sus secretos, y del que, aunque creamos saber mucho, descubrimos que casi no tenemos ni pajolera idea de nada.
El escritor y guionista lituano Alvydas Slepikas estaba una tarde de 2009 en las oficinas de la productora en que trabaja, Videometra, cuando recibió la visita de un hombre. Venía a contar la historia de su madre, «creía que con ella podía hacerse una película, o una serie o algo».
La historia: ella, alemana de nacimiento, tenía cinco años cuando el Tercer Reich cayó y dejó toda Prusia Oriental en manos del Ejército Rojo. Los rusos comenzaron a tratar a los vencidos con su proverbial y legendaria brutalidad: violar mujeres, matar niños, dejar morir de inanición en general. El hambre era tal -y aquí arranca la historia- que los orgullosos prusianos, otrora ricos, comenzaron a enviar a sus rubicundos hijos a por comida al monte, como si de adultos prehistóricos se tratara.
¿Y dónde los enviaban? A Lituania, más allá de la frontera, cruzando el río Niemen (Nemunas para los lituanos). Eso le pasó a la madre de aquel hombre: con cinco años -repitamos: cinco años-, fue enviada a por comida al otro lado de la frontera. Con el tiempo, acabó quedándose en Lituania, hizo vida allí y tuvo un hijo: él.
Slepikas arqueó una ceja. Apenas había oído hablar de aquello. Todo lo que tenía que ver con la Segunda Guerra Mundial permanecía en Lituania, cuenta a PAPEL, en el desván de los tiempos: el país había sido arrasado tanto por Hitler como posteriormente por los rusos, y permanecido en la órbita soviética hasta 1991.
Pocas semanas después le hicieron a Slepikas una entrevista y le preguntaron por sus proyectos: «Estoy recopilando material sobre los ‘niños lobo’ que cruzaron desde Prusia», contestó. «Ahí recibí una avalancha de llamadas y correos… Ya no pude parar».
Estaba la historia del hombre que desconocía su nombre, y que luchaba por al menos conocerlo antes de morir. La de la madre que simplemente se había sumergido en silencio en un Nemunas helado con sus dos hijos de la mano, completamente segura de que aquella gélida y silenciosa muerte era mucho mejor que la furia ciega e inhumana de los rusos. Cientos de niños enviados solos a ningún lugar, para huir del horror.
La hambruna era tal que se llegó a practicar el canibalismo en los pueblos prusianos junto a la frontera. «Algunos alemanes llegaron a vender a sus hijos como mano de obra barata a los lituanos, que los aceptaban no porque los necesitaran, sino por hacerles el favor, salvándoles de una muerte segura».
Niñas alemanas cuyo futuro era seguro y probablemente plácido antes de la guerra terminaron prostituidas. Un capítulo más de los horrores inconcebibles que vivió una Europa orgullosa, y que los vivió, no lo olvidemos, anteayer.
No puede extrañar, así, que la historia de los niños lobo fuera tabú en Lituania hasta que Slepikas compiló muchos de esos testimonios, y compuso con ellos la novela Bajo la sombra de los lobos.
Eso fue en 2011. Hoy, el librito, 250 páginas crudas, sobrias, muy medidas sentimentalmente -pasarse sería francamente inaguantable-, que emanan todo el terror que el ser humano es capaz de producir pero no puede soportar, se estudia en todos los colegios lituanos. Fue considerado mejor novela histórica de 2019 por The Times. Y llega ahora a las librerías españolas de la mano de Tusquets.
Slepikas (Videniskiai, Lituania, 1966) se explica a PAPEL por correo electrónico con un tono tan penetrante como el del propio libro. Desvela hechos increíbles y por tanto tan creíbles: absolutamente salvajes.
«Al caer Hitler, la hambruna era tal en Prusia que los soviéticos permitieron que los agricultores lituanos les vendieran alimentos a los prusianos. Lo más común era el intercambio en especie. A cambio de comida, las mujeres alemanas primero daban lo que tenían, lo que habían salvado de la guerra: cubiertos, cualquier objeto, lo que fuera… Pero todo se acabó pronto, y como el Gobierno soviético sólo daba pan a cambio de trabajos forzados -y eso a las mujeres, a los ancianos y niños no se les daba nada-, los alemanes comenzaron a cambiar a sus hijos por comida».
Continúa Slepikas: «La alternativa era ver a sus críos morir de hambre ante sus ojos. Se iban a los granjeros y les pedían que se los llevaran como ayudantes a cambio de un saco de harina o de patatas, con la esperanza de que hicieran vida en Lituania y en el futuro encontraran el camino de vuelta. Los agricultores no necesitaban a estos niños, y muchos hacían lo posible por no llevárselos, porque temían represalias de los soldados rusos… Pero muchos se los llevaban, y falsificaban sus documentos. Muchos otros niños, y también adolescentes, al ver que desde el otro lado de la frontera llegaban agricultores cargados de víveres, comenzaron a cruzarla en busca de comida. Se escondían en los trenes, en los carromatos, cruzaban a pie el río helado…».
El libro narra con sorda normalidad como niños de siete años acostumbrados a vivir entre ruinas y minas eran enviados a buscarse literalmente la vida a muchos kilómetros de sus casas, sin entender el idioma, durmiendo en los bosques, llamando a puerta fría a las casas de sus hasta entonces enemigos a pedir mendrugos de pan, algo caliente, lo que fuera.
¿De cuántos niños lobo hablamos? «Según el historiador alemán Christopher Spatz hubo unos 30.000, aunque después de la guerra algunos regresaron a Alemania del Este y otros ingresaron en orfanatos especiales en las profundidades de la Unión Soviética, que semejaban más bien prisiones o campos de concentración. Con el tiempo, muchos de los que se quedaron en Lituania llegaron a recuperar el contacto con sus familias en Alemania gracias a Cruz Roja. Cuando publiqué el libro, en 2012, casi 60 años después, Edelweiss, la organización que une y apoya a los niños lobo en Lituania tenía unos 330 miembros».
El autor se pone especialmente sugestivo cuando se le pregunta por el tremendo baile de identidades que entraña esta historia: «Los aldeanos les falsificaban documentos porque temían ser deportados a Siberia por ayudar a los alemanes, así que estos niños crecieron ocultos, la gran mayoría sin acceso a una educación. Es posible incluso que muchos niños lobo jamás llegaran a saber que lo eran. Estos niños no sólo perdieron su infancia, sino también su futuro. Muchos se congelaron en el bosque, o murieron de hambre, o sufrieron abuso sexual. Conocí a un hombre que nunca había celebrado su cumpleaños porque en su pasaporte sólo figuraba el año de nacimiento, los números del mes y del día estaban a cero. Otro sólo había logrado descubrir su apellido real, pero no su nombre. Llorando, me dijo: ‘Me gustaría saber mi nombre real al menos antes de la muerte, para no yacer bajo un nombre que no es el mío’».
Lituania vivió pendularmente entre Alemania y Rusia todo el siglo XX, pero a borbotones durante los años de la guerra. Slepikas cuenta cómo primero llegó Hitler, que ocupó parte de la costa en 1939, pero el desembarco bestia fue el de los soviéticos en 1940.
«Un año después comenzaron las deportaciones a la tundra siberiana. Muchos inocentes, familias, los mejores agricultores, todos fueron deportados en vagones para animales. Después volvieron los nazis, y la gente al principio esperaba algo de humanidad, porque se trataba de una nación europea e instruida, pero todo fue a peor: quemaron pueblos enteros, hubo asesinatos en masa, los judíos fueron transportados a campos, muchos lituanos colaboraron en el exterminio de sus vecinos».
Hoy, en Lituania, no pueden exhibirse, por ley, símbolos nazis ni soviéticos. Aquellos lituanos de frontera que habían sufrido la furia asesina del Tercer Reich terminaron adoptando de facto a miles de niños prusianos por pura piedad, aún a riesgo de su vida si fueran descubiertos por los soviéticos. El horror ciego de la guerra terminó hermanando a personas de bandos supuestamente diferentes, borrando las fronteras políticas e incluso culturales.
Al final, adagio extensible a todo conflicto armado, tanto vencedores como vencidos fueron de alguna manera víctimas del ejército hegemónico del momento, en aquel entonces, el Rojo: «Prusia Oriental fue la primera región alemana a la que llegó Stalin al final de una guerra larga y cruenta», narra Slepikas. «Los soldados rusos estaban extenuados, eran como vasijas de barro cocidas en el horno de la guerra. Habían muerto y habían matado durante años, así que cuando llegaron a este punto se comportaron con una crueldad extrema: una vida más o menos no importaba. Fue como una venganza por toda esa guerra, y la propaganda soviética no hacía sino fomentar esa crueldad».
Una atmósfera que convertía a personas normales en completos asesinos de apariencia psicopática: «La guerra despierta los demonios que duermen en las personas. Es fácil imaginar a un criminal de guerra como una persona normal en tiempos de paz, una persona que no habría matado ni hecho daño a nadie. Por otro lado, en las guerras actuales en África los niños y adolescentes son los asesinos más sangrientos: es evidente que la guerra los transforma. Hablando con los niños lobo, me di cuenta de que, para muchos de ellos, esa guerra aún no había terminado. Las heridas seguían sin sanar».
Bajo la sombra de los lobos tiene también aroma, en su callada simplicidad, de cuento infantil, de un terror gótico mudo, parco. Al leerlo y observar el duro horror que tiene lugar en el escenario, uno siente bajo sus pies el temblor de un río subterráneo, soterrado, mucho más horrible, probablemente insufrible.
Slepikas concede que no es la sensación de uno: es así. «No quería deleitarme en la crueldad. El libro se habría convertido en insoportable para muchas personas, y yo quería que lo leyeran en especial los adolescentes, para que el mayor número de lectores posibles conocieran el destino de los niños lobo y sus experiencias. Creo que como escritor he conseguido captar el sentido de los hechos, aunque es una novela muchos niños lobo me han dicho que he descrito lo que era su vida. Pero también he de reconocer que el único y principal reproche que he escuchado de ellos es que en la vida real todo fue más cruel».
Fuente: https://www.elmundo.es/cultura/2021/06/25/60d5f98221efa04b5e8b4614.html