Anthony Hopkins celebró su cumpleaños en Nochevieja.
MANUEL ROMÁN / CHIC / LD
Cuando se le pregunta al gran actor Anthony Hopkins sobre su única hija, suele responder que es un tema tabú, el pasado, pasado está, ya no tiene remedio. En Chic, ya nos referimos a esa desgracia para él. Que continúa, no la comparte con nadie, pero está siempre, lo quiera o no, rondándole la cabeza. Sobre todo el día de su cumpleaños. Celebra ochenta y cinco esta Nochevieja. Nacido en un pueblecito al sur de Gales, Margam, vive desde hace más de cuatro decenios en los Estados Unidos con su tercera esposa. No le falta trabajo. Ganó dos Óscar, el primero por El silencio de los corderos, el segundo, por El padre. Su salud es buena, teniendo en cuenta su edad. Se siente muy contento desde que venció su alcoholismo.
Desciende de una modesta familia británica: un padre panadero, en el que se inspiró para interpretar ese filme citado, la historia de un enfermo de alzhéimer que no quiere ser ayudado por su hija. Anthony debe mucho también a su madre, porque lo empujó a que estudiara piano, a que practicara el dibujo. La pintura es hoy una de sus aficiones. Descubriría el mundo del teatro, se interesó por la interpretación. En Londres fue ayudado por el legendario Laurence Olivier, que lo introdujo en la Compañía Nacional de Teatro. Richard Burton, al que conoció con quince años, lo animó también en esa aventura de ser actor. Y tras representar en el escenario textos clásicos, de Shakespeare preferentemente, descubrió la magia del cine. En Hollywood, hace ya mucho tiempo que es considerado un ídolo. Ostenta la doble nacionalidad británica-norteamericana, dividiendo su tiempo entre su casa en Santa Mónica, California y otra en Gales.
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Hopkins ha protagonizado películas de gran éxito, pero la que lo encumbró sigue siendo la más popular de toda su notable filmografía, El silencio de los corderos, donde personificó al terrible Hannibal Lecter, en el año 1988; un caníbal, asesino en serie, que devora el cuerpo de sus víctimas, y que lucha de algún modo para vencer la dominación psíquica que le atormenta sobre quienes se enfrentan a él. En la pantalla, ese malvado despertaba una terrible inquietud. Me revolvía en la butaca del cine al que acudí y aún recuerdo cuál era y en qué capital. Salí a la calle conmovido y puede que soñara aquella noche con semejante personaje. Y es que Anthony Hopkins estaba genial y por eso conquistó al año siguiente el Óscar y muchos otros premios, como el Bafta.
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Anthony es un hombre interesante, culto, que en la infancia sufrió dislexia. Conforme iba muchos años después obteniendo el reconocimiento por su talento en el teatro y sobre todo el cine, cayó en el alcoholismo. Nunca le han gustado las fiestas, las reuniones sociales tan habituales en Los Ángeles, por ejemplo, donde las gentes del mundo artístico prefieren celebrarlas en sus residencias privadas. Y allí donde era invitado frecuentemente, agarraba unas cogorzas monumentales. Y si no, se iba a diario a la barra de un bar y acababa borracho sin remedio. Contaba: «Dejé para siempre la bebida un 29 de diciembre de 1975, lo recuerdo muy bien. Ese día me desperté en un hotel de Arizona sin tener remota idea de cómo había acabado allí».
Se sometió a las reuniones de Alcohólicos Anónimos; salió adelante de sus adicciones. Y ya no volvió a caer en ellas. «Sé lo que es encontrarse al borde del abismo». De despreciarse a sí mismo pasó a ser un hombre distinto. Y aunque rechaza invitaciones a cócteles y va a los estrenos imprescindibles, con una tendencia a la soledad, está considerado en cambio como un actor bromista en los rodajes, lo que le hace ser muy considerado por sus colegas, aparte de admirarlo gracias a su innegable talento. Hace alardes de su extraordinaria memoria cuando ha de aprenderse un largo guión en el menor tiempo posible. Ejerce no sólo de actor, teatral y cinematográfico (impecable para la crítica neoyorquina su estreno en Broadway de «Equus», encarnando al doctor Martin Dysart), sino asimismo como director y productor. Incluso compone de vez en cuando melodías, como un vals del que se siente muy satisfecho, que se incluyó en un álbum con creaciones suyas.
En cuanto a su vida sentimental, Anthony Hopkins ha tenido altibajos. Se casó en 1966 con Petronella Barker. Tuvieron una hija, Abigail. Separándose en 1972, cuando la pequeña contaba sólo cuatro años. Ésta, por razones que desconocemos, acabó despreciando a su progenitor, se convirtió en actriz y directora teatral, abjurando del apellido paterno. Anthony dejó de verla hace muchos años, nunca supo de las andanzas de Abigail y ya decíamos al principio que el gran actor galés se desentendió de ella por mucho que eso le pudiera doler. Un borrón, punto negro en la vida íntima de ambos. Hopkins no volvió a tener más hijos, no quería. Su segunda esposa fue Jennifer Lynton, desde 1973 hasta 2002, que es cuando se divorció y al año siguiente reincidió en el matrimonio, con la colombiana Stella Arroyave, con la que ha hallado la estabilidad amorosa que buscaba.
Siguen muy enamorados. Stella es buena administradora del patrimonio que tienen ambos, más importante y decisivo en su hogar el de Anthony, naturalmente, por la cotización que mantiene en sus contratos cinematográficos. Juntos, gestionan una compañía, Margam Fine Art (recuérdese la localidad galesa donde nació el actor), donde ella trabaja tanto actuando como dirigiendo. En una palabra, a sus ochenta y cinco tacos de almanaque, el gran Anthony Hopkins ha conseguido la serenidad con la que hacía mucho tiempo soñaba: la que le ha proporcionado su tercera mujer.