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Lo que nos perdemos al no tocar a los demás | El País

La ausencia del contacto debido a la pandemia pasa factura. “Evolucionamos como seres cuya necesidad de tocar y ser tocados es fundamental para una vida sana”, explica el antropólogo Agustín Fuentes

MANUEL JABOIS / Madrid / EL PAÍS

Cuando llega a su casa, Marina Laredo (77 años) se quita la mascarilla, se despoja de la pantalla de plástico que le cubre la cara, limpia la alfombra con agua y lejía y deja los zapatos fuera. “Yo rayo la ridiculez, me paso siete pueblos”, dice. Esta mujer que vive en Pontevedra lleva más de un año sin sentir el tacto de nadie. Solo su sobrino más pequeño, cuando se encuentran en la calle, se abalanza sobre ella para abrazarle las piernas. Pero de piel, nada. No es sano contagiarse del virus, tampoco es sano del todo protegerse de él.

Agustín Fuentes, profesor del departamento de Antropología de la Universidad de Princeton (Estados Unidos), lo explica: “Los seres humanos evolucionaron como seres cuya necesidad de tocar y ser tocados, conversar, debatir y reír juntos, sonreír y coquetear entre sí, e interactuar en grupos es fundamental para una vida sana. El propio funcionamiento de los sistemas neurobiológicos, de las hormonas y enzimas que circulan por las arterias, los intestinos y otros órganos, está ligado a las relaciones con los demás”.

El tacto es el sentido más desarrollado de un recién nacido, su primera comunicación con el mundo exterior. Hace dos semanas una investigación difundida por la publicación EclinicalMedicine y promovida por la Organización Mundial de la Salud (OMS) puso en evidencia la importancia de que los recién nacidos tuviesen un contacto estrecho con sus madres nada más nacer. Porque paradójicamente, y aunque en muchos países se separa al bebé de la madre ante el riesgo de que pueda tener covid-19, esta ausencia de contacto expone a un mayor riesgo de muerte al bebé que lo que haría el virus.

En la Universidad de Miami, Tiffany Field ha fundado el Instituto de Investigación del Tacto. Hace unos meses, Field explicó en el semanario estadounidense Wired que al tocar otra piel se activan unos sensores de presión que envían mensajes a un nervio en el cerebro llamado vago: “Si aumenta la actividad vagal, el sistema nervioso se ralentiza, la frecuencia cardíaca y la presión arterial disminuyen y las ondas cerebrales se relajan. Y se reducen los niveles de hormonas del estrés como el cortisol”.

En Toledo, Sonia García (37 años), lleva más de un año sin tocar a alguien. Esta auxiliar de Odontología de Calzada de Calatrava (Ciudad Real, Castilla La Mancha) tenía pensado viajar a las Fallas el mismo día en que el Gobierno acabó declarando el estado de alarma. Desde entonces, su vida social apagó la luz y se sumergió en un extremo estado de hibernación. “Yo soy una persona muy cariñosa, una persona que toca y que abraza, y que besa. Llevo un año en el que voy de casa al trabajo, y del trabajo a casa. Solo paro en el supermercado y en la farmacia”, dice. No ha entrado en un bar, no ha comido ni cenado con ninguna amiga. “Mucho móvil, mucho wasap, mucho Instagram”.

El único gesto afectuoso que ha recibido estos 12 meses sucedió cuando fue al pueblo a visitar a sus padres en verano. Los abrazó al aire libre, con mascarilla y la cara cruzada para evitar contacto. Un día, avanzada la pandemia, se rompió. “Empecé a notar un desgaste psicológico muy grande y tuve ansiedad. Pero no sabía lo que era. Un nudo en la garganta y una presión en el pecho. Fui al médico, estuve tomando una pastilla diaria un tiempo y ahora llevo un tratamiento”, dice Sonia García. “Yo soy una persona muy sociable. Sé que estoy siendo muy estricta, pero también creo que merece la pena serlo”. Estos días se ha vacunado. ¿Acaba la soledad? “Poco a poco, pero sí, acaba”.

Fuentes considera natural que sucedan cosas malas cuando los seres humanos están socialmente aislados o privados de sus derechos: “Depresión fisiológica y psicológica, función inmunológica reducida, malestar gastrointestinal, dificultades cognitivas”. ¿Sueña Sonia García con que vuelve a tocar a alguien? ¿Sueña con afecto, con sexo, con cariño? ¿Al estilo de la película que ha recordado recientemente The Economist sobre un convicto que echaba tanto de menos el contacto de otro ser humano que fingía que las moscas eran los dedos de su esposa? “No recuerdo lo que sueño, pero te aseguro que no hace falta: lo sueño despierta. Retomar mi vida social, retomar mi vida familiar, retomar mi vida sexual. Porque las tres se han quedado paradas hace un año”, dice. Hace unos días, como trabajadora sanitaria, se puso la segunda dosis de la vacuna. Tiene que esperar unos días que ya ha calculado sobre el calendario para, después de 13 meses, renacer.

“No recuerdo lo que sueño, pero te aseguro que no hace falta: lo sueño despierta. Retomar mi vida social, retomar mi vida familiar, retomar mi vida sexual. Porque las tres se han quedado paradas hace un año”

SONIA GARCÍA LLEVA UN AÑO SIN TOCAR A OTRA PERSONA

Hace unas semanas, a Ramón Rivas, estudiante en Santiago de Compostela, le plantaron un abrazo. “El tipo no me conocía tanto, pero se ve que venía con unas copas de más, era amigo de la persona que estaba conmigo y nos abrazó a los dos”, dice. Lo recuerda con humor, pero los días siguientes se quedó, como dice, “rayado”. “El raro soy yo, que es el que cumple las normas y se defiende del virus, hace lo posible para no propagarlo. Me faltó tiempo y valor para rechazarlo. Pero en general desisto de dar la mano si me la ofrecen, mantengo la distancia y aviso cuando no se está manteniendo, y me aparto si me vas a tocar (el antebrazo, la espalda…) mientras hablamos. Al principio era un calvario porque no quería parecer irrespetuoso, maleducado o descortés, pero luego pensé: si estamos en una pandemia, el irrespetuoso no es precisamente el que se aparta”.

¿Las amigas de Sonia García entiende que prefiera no quedar con ellas? “Lo han entendido pero es verdad que han insistido: me dicen que no pasa nada, es al aire libre, etcétera. No es fácil”, dice. “Yo qué quieres que te diga”, acaba Rivas. “Sé que habrá cuchicheos y bromas sobre mí. O alguno me ha dicho que exagero. Pero en fin”. El psicólogo Juan Carlos de Vicente cree que la tradición judeocristiana ha denostado los sentidos de cercanía, “por pecaminosos: olfato, gusto y tacto”. “El tacto es lo que experimentamos cuando conocemos a alguien y le damos la bienvenida. O cuando nos despedimos. Sin eso no conectas con esa parte de tranquilidad y de confianza que te da el contacto. Tocar es certidumbre, placer y regulación de la ansiedad; en este período hemos perdido eso, y es normal que los niveles de ansiedad se incrementen y los niveles de intranquilidad emocional también”.

El antropólogo Agustín Fuentes entiende el shock que supone frenar el contacto y la socialización humana. “Nos hemos desarrollado durante los últimos dos millones de años a partir de criaturas pequeñas, desnudas, sin colmillos, sin cuernos y sin garras, parecidas a simios con solo unos pocos palos y rocas para proteger hasta ser los creadores de ciudades y naciones, economías globales, planes, computadoras, procesadores de alimentos, grandes obras de arte y miles de delicias culinarias. Logramos estas hazañas confiando el uno en el otro. Ya sea para descubrir cómo crear nuevas y mejores herramientas de piedra, hueso y madera, hacer y usar fuego para cocinar y para la luz nocturna, remodelar ecologías o aventurarse en nuevas tierras a través de desiertos, cursos de agua y cadenas montañosas. Lo social y lo innovador están escritos en las neurobiologías humanas”.

El 24 de diciembre, Marina Laredo cenó sola mientras su familia lo hacía a su vez a dos calles de distancia. Comió, como siempre en Nochebuena un buey de mar, mazapán y turrón. Abrió una botella de vino. Recibió, por supuesto, las llamadas de sus familiares. Se acostó pronto. Es una maestra jubilada (“me jubilé el día en que al volver del recreo yo miraba el reloj más que mis alumnos: una maestra lo es por pasión”). “Si yo cojo el coronavirus y me muero, no pierdo nada. Pero si lo cojo y me quedan secuelas, le fastidio la vida a mi familia, que tiene que estar pendiente de mí. Velo por ellos y por mí”, dice al teléfono. ¿Teme consecuencias psicólogas a causa de su aislamiento? “Cuando esto acabe no sé cómo reaccionaré. Yo ahora estoy concentrada en no contagiarme. Tengo esa fuerza”. ¿Y qué hará cuando termine? “Acariciar, besar y abrazar a mis niños”.

Fuente: https://elpais.com/sociedad/2021-03-28/lo-que-nos-perdemos-al-no-tocar-a-los-demas.html

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