Asistimos al primero de los dos conciertos de Taylor Swift en Madrid para constatar que más allá de la calidad musical y del espectáculo, lo verdaderamente significativo es el público, multicultural, multigeneracional y absolutamente enloquecido. ¿Qué les da?
SILVIA NIETO / YO DONA
Muy pocos hombres, tal vez ningún crítico musical, podrán entender esto (ya sé que lo anterior suena fatal, qué se le va a hacer), pero por una vez voy a dejarme guiar, qué digo, arrastrar, por las emociones a la hora de escribir sobre un concierto (llevo haciendo crítica musical desde 1987, cuando era jefa de la sección de Cultura de la revista ‘Sur Exprés’ de Borja Casani, aunque no sea mi faceta más conocida): Taylor Swift es un auténtico genio. Y lo que ofrece en concierto, una ceremonia, una misa, una fiesta de chicas. Eso sí, una donde todos sois bienvenidos.
Por eso creo que hacer una crítica convencional del concierto de Taylor Swift en Madrid es como haberse enterado de la misa la media. Si te has quedado sólo con lo que pasaba en el (espectacular) escenario es que no te has enterado de nada. Como misa que era -porque lo era, con toda su liturgia, sus mensajes clave, sus bendiciones- lo que ocurría en el altar era el cincuenta por ciento de lo que ocurría. En las gradas se desarrollaba el resto. Y era todo un espectáculo.
No me sabía ni una, ¿y qué?
Yo, confieso, iba al concierto de Taylor Swift guiada por un interés más sociológico que musical. De hecho, admito, sólo tengo un tema suyo en mi biblioteca del móvil: ‘Champagne problems’, de 2020. Por supuesto, sobra decir que cuando lo tocó durante el concierto, de más de tres horas de duración, yo había ido al baño, ley de Murphy. Por lo demás, me había plantado en el concierto como quien dice a cuerpo gentil, sin haber hecho los deberes, sin saberme los temas. Mal.
Pero, ¿sabéis qué? Lloré. Media docena de veces he tenido que mirar hacia otro lado para contener las lágrimas durante el concierto. Y no exactamente porque las canciones de Taylor Swift o su forma de abordarlas me emocionaran. No. Lo que me ha emocionado ha sido el público. La niña de nueve años pelirroja que tenía justo detrás y que cantaba a todo pulmón, con actitud dramática, cada uno de los temas, con concentración de ajedrecista. O las dos adolescentes, a mi izquierda, que se desgañitaban en cada canción y todas las celebraban con saltos, aplausos y contorsiones. Las 65.000 personas, en fin, que cantaban todos y cada uno de los temas del repertorio con una afinación extraordinaria y que lograban que la voz de Swift quedase en segundo plano casi todas las veces. Te ponía el vello de punta ese todos a una, claro. Porque lo que ahí había era comunión.
La lentejuela necesaria
A lo largo de muchos años de vida y por tanto de conciertos he visto a decenas de artistas, a Madonna, y a Prince, a Metallica, a Underworld, a Depeche Mode, a Moderat, a los Pet Shop Boys, yo qué sé, a Queens of The Stone Age, a Royal Blood, a los Damned, a George Michael… pero nunca había visto esto. Esa comunión, que se expresa cantando, pero también en la ropa de las miles de fans asistentes al concierto. Interesante: pese a la densidad, altísima, de minifaldas, bustiers, tops y vestidos ceñidos de lentejuelas, y las toneladas de purpurina sobre cejas, párpados y mejillas, una evidencia dominaba toda la escena: aquí nadie venía a a ligar, a gustarle a otros; aquí se venía a ser parte de algo, a reafirmarse en una militancia; a gustarse a una misma.
La propia Taylor Swift, con su eterno flequillo que es pura imagen de la inocencia, despliega sobre el escenario una forma de estar que la aleja años luz de otras divas como Beyoncé o Rihanna… Swift nunca trata de resultar erótica, ni siquiera cuando se pasea por el escenario con un bodi de lentejuelas y una liga en la pierna izquierda. La liga (valga la redundancia) donde ella juega es otra. Por eso las niñas y adolescentes la adoran. Porque resuelve el paso de niña a mujer sin conflictos. Porque evita la tantas veces conflictiva mirada masculina. ¿Cómo no va a ser un héroe para las chicas?
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Cuesta poco darse cuenta de que esto no va de música, de que aquí la música es vehículo. Si Taylor Swift hiciese reguetón sus fans seguirían amándola con locura. Porque lo que ella representa es un modelo, un espejo en el que mirarse (y reconocerse).
En los cuentos clásicos, como los que recopilaron los hermanos Grimm a lo largo del siglo XIX, nada es caprichoso. Si el príncipe de la Bella Durmiente tiene que atravesar un bosque de espinos para acceder al palacio donde duerme la princesa, de lo que está hablando la tradición, simbólicamente, es de un rito de paso de la edad infantil a la edad adulta, que siempre es un auténtico sufrimiento (como saben bien los adolescentes, pero también sus padres). Taylor Swift, más allá de que cante, toque el piano y la guitarra y sea supersimpática sobre el escenario, cumple para las generaciones más jóvenes un papel que se inscribe sin problemas en esa tradición. Representa a la chica ‘normal’ que se hace mujer (bosques oscuros incluidos en la escenografía, difícil creer que sea casual ese vestido vaporoso azul que recuerda al que llevaría Blancanieves o Aurora) sin entregarse a otra autoridad que no sea la de sí misma, y enseña a las demás cómo hacerlo. En el concierto, su misa, Taylor Swift oficia la ceremonia como una sacerdotisa, y como buena intermediaria entre la diosa y sus fieles, se entrega. Y las niñas, las chicas, dicen, gritan, rugen amén.
Fuente: https://www.elmundo.es/yodona/actualidad/2024/05/30/6655ff83e9cf4a396a8b45c8.html