Los indios de Moxos las copiaron durante siglos, aunque ya no las entendían bien. Un nuevo documental de López Linares pone el foco en esas partituras milagrosas, y en el trabajo de rescate que ha realizado una pareja de buscadores incansables. Tienen también la Escuela de Música de San Ignacio de Moxos y un grupo que gira por los festivales más prestigiosos del mundo y graba discos
JULIO VALDEÓN / EL MUNDO
En 2006 el anciano Nemesio Guaji tenía 84 años y estaba ciego. En San Antonio del Imose, una remota aldea TIPNI (Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Secure), territorio de los pueblos moxeño, yacaré y chimán, conocían bien su carácter huraño. También lo reverenciaban. En las ceremonias religiosas de la comunidad sonaba imponente el sonido de su violín, fabricado con cedro. Su capacidad para hacer segundas voces al coro de sus vecinos era también legendaria.
Fallecido en 2011, a los 89 años, Nemesio fue más que un músico capaz de poner en pie una polifonía barroca en el lugar más insospechado del mundo, en los bosques húmedos que habitan el águila harpía, el jaguar y el caimán negro. Nemesio era además, sobre todo, el custodio del último tesoro que dejaron los jesuitas, expulsados 25 de junio de 1776: miles de partituras, algunas originales, así como cuadernos con textos religiosos en latín, español y trinitiario, copiadas durante décadas por los indígenas para preservarlas de la humedad y los insectos, transcripciones de compositores barrocos, como Antonio Vivaldi, así como de músicos locales, anónimos, a los que rescataron del olvido.
Los descubridores de ese legado, responsables de que hoy descanse en el Archivo Misional de Moxos, son un periodista español, Toño Puertas, que lleva en la región desde 2004, cuando llegó para investigar sobre el milagro de las partituras en la Amazonía, y una música boliviana, Raquel Maldonado, que llegó en 2005. Juntos tomaron entonces las riendas de la pequeña escuela que había creado, años antes, la religiosa María Jesús Cherri. De paso lanzaron el Ensamble Moxos, un conjunto de música sacra, sincrética, que hoy gira por todo el mundo y que dirige la propia Raquel. El centro, rebautizado como Escuela de Música de San Ignacio, ha multiplicado en menos de dos décadas el número de alumnos, transformando las vidas de cientos de jóvenes de los pueblos indígenas. Por ejemplo la del hoy violinista profesional Cacho, al que la hermana Cherri invitó cuando era un niño a tomar clases de música en su casa. «Ahí», evoca Raquel, «le entregó unas pequeñas flautas yamaha, en calidad de préstamo, diciéndole que si lograba tocar las melodías propuestas, ella se las regalaría. Durmió esa noche con la flauta debajo de la almohada, fue el primer regalo de la vida. De ahí en adelante todo fue mejorando, se hizo nuestro primer violinista con 14 añitos y actualmente es profesional y profesor de la escuela».
Convencidos de que la música les ayudaría en las tareas de evangelización, los jesuitas de los siglos XVII y XVIII, firmes aliados de los pueblos nativos frente a los traficantes de esclavos, les enseñaron a leer solfeo y a cantar en español y en latín. Fue su otra gran misión. Formaron instrumentistas, maestros de capilla, coros y ‘luthiers’. Compartieron con ellos la buena nueva de Handel y Bach. En poco tiempo, entre el guirigay de los monos aulladores y los loros, sonaba un trueno de motetes y pasiones, conciertos ‘grossos’, sonatas y oratorios, con niños y jóvenes concentrados en sus instrumentos. Capaces de tocar con la destreza y eficacia de los estudiantes del mejor conservatorio europeo.
En templos como la catedral de Sucre y en el Archivo Nacional de Bolivia se conservan varios libros de coros y villancicos de la época. El legado escrito creció de forma exponencial a partir de 1972, gracias al trabajo pionero de gente como el jesuita Hans Roth, que descubrió miles de partituras y decenas de instrumentos musicales escondidos tras una pared falsa en la iglesia de San Rafael de Chiquitos. Apenas un año más tarde, en Moxos, aparecieron otras tantas partituras, muchas de ellas de compositores anónimos.
Mientras tanto los indios moxos y trinitarios seguían interpretando las obras de carácter litúrgico, inspiradas en el barroco misional, combinando obras de los escritores clásicos con aportaciones propias. En 1990 la Unesco declaró Patrimonio de la Humanidad Chiquitos y otras localidades cercanas. Pero el puzzle estaba lejos de completarse. Había muchas más partituras por encontrar. Y una tradición musiquera que proteger y alimentar.
«Hablo de esto en mi próximo documental (https://hispanoamericalapelicula.org/)», comenta José Luis López Linares, «aunque los indígenas, con el tiempo, dejaron de leer las partituras, siguieron copiándolas, porque con el clima tremendo de la selva se deterioraron, y además mantenían la tradición de aprender a tocar el violín de oído. De alguna manera es la música popular de la selva, demostrando que es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. Te vas al sitio más perdido de la Amazonía y encuentras a gente que toca el violín».
Entre las joyas preservadas por los copistas nativos están no sólo las transcripciones de algunos de los compositores barrocos más conocidos, como el citado Vivaldi, sino también las de artistas tan misteriosos como Domenico Zipoli, un jesuita, discípulo de Scarlatti, del que se había perdido la pista dos siglos antes, cuando desapareció de la escena europea para establecerse en Córdoba, capital de las misiones jesuíticas del Paraguay, y donde ahora sabemos, gracias a las partituras perdidas y encontradas, que siguió escribiendo durante los últimos ocho años de su vida.
«Yo venía de la Paz, era muy ‘citadina’, no me había ensuciado los pies en la vida», recuerda Raquel Maldonado, «cuando me ofrecieron el trabajo, dije que sí sin preocuparme ni de dónde era. Creía que era el San Ignacio del Departamento de Santa Cruz, San Ignacio de Velasco, pero era San Ignacio de Moxos, y bueno, yo no andaba muy bien de geografía. Recuerdo que cuando se lo dije a mis padres me miraron y dijeron, mmm, vas mal».
Raquel y Toño recabaron información entre los indígenas y los religiosos. El primero en impulsar la búsqueda fue otro jesuita, contemporáneo, Enrique Jordá, que «aprovechó su carisma entre el pueblo cuyas reivindicaciones abrazó y por el que llegó a exponer su vida, para empezar a rescatar el legado musical de sus antepasados y recopilarlo en un incipiente archivo». Añade Raquel que «existía la certeza de que muchas partituras habían desaparecido en las últimas décadas. Sobre las que aún sobrevivían, pesaba la amenaza de extinción por el fallecimiento de los ancianos que con celo las guardaban».
Empezaron así las expediciones de rescate por las pequeñas comunidades desperdigadas junto a los ríos Isiboro, Sécure, Ichoa y sus afluentes, directas herederas, recuerdan Raquel y Toño, de los buscadores de la Santa Loma, un movimiento indigenista y místico que durante décadas «persiguió el sueño de la tierra prometida que Dios tiene reservada para el pueblo moxeño en algún lugar de la selva».
Viajaban en canoa, única forma de desplazarse por la selva y las pampas. Cargados con un motor, combustible, una computadora, una impresora y un escáner. Algunas comunidades se habían alejado unos cinco kilómetros de la orilla del río, con lo que los viajeros debían hacer la última parte del trayecto a pie, con todo el material precariamente sostenido sobre las cabezas. «Al principio», rememora Raquel, «yo iba sorteando charquitos de agua, para no mojarme el zapato, pero eso fueron los primeros 500 metros. Luego hubo que pasar los ‘yoyomos’, campos inundados, con el agua pantanosa a la cintura, pisando quién sabe qué cosa durante una hora».
Peleaban para mantener vivo tanto el legado de la hermana Cherri, con su proyecto pedagógico y su escuela, que multiplicaron, como el sueño del «entrañable misionero valenciano», que entendió que «si emprendía esa particular cruzada, al final sólo quedarían vagos testimonios de lo que fue una época de esplendor que convirtió la selva en música». Cuando empezaron sus viajes con el saco de dormir, la impresora y la mosquitera, el Archivo Misional de Moxos contaba ya con 2.650 páginas de música, pero con el tiempo fueron capaces de multiplicar la colección por cuatro.
Fue entonces que conocieron a Nemesio Guaji. Vivía en una de las aldeas más lejanas e inaccesibles del parque nacional Isiboro Secure. Les honró con su amistad. Un día les contó que durante mucho tiempo no supo cómo tocar el violín. Lo había conseguido de un violinista de la etnia yuracaré. En su desesperación por entender y sacar algún sonido de aquel instrumento rezó una noche a un santito que tenía en su mesa de noche. «Se durmió llorando de frustración y esa misma noche soñó con el santo (San Antonio, patrón de su comunidad), que le enseñó las primeras pisadas del violín, y esas fueron sus primeras y prácticamente únicas clases para empezar a tocar los cantos religiosos». Al día le oyeron cantar con otro músico, en la capilla de su comunidad, un canto llano en latín a dos voces haciendo una segunda voz. «Seguía acompañándose de su violín estando casi ciego». La belleza de la música los dejó noqueados.
Todavía más emocionante fue el momento en que les permitió acceder al tesoro, un 18 de junio de 2006. Un viejo baúl, con más de 2.500 partituras, que habían sido de Manuel Espíritu Mahe, último maestro de capilla de San Lorenzo de Moxos. Meses más tarde Raquel y Toño dieron con otra colección apabullante. Había pertenecido a Modesto Noe, excombatiente de la guerra del Chaco, entre Paraguay y Bolivia, de 1932 a 1935, espoleada por las petroleras Standard Oil y Shell. Líder anticolonialista, seguidor de los movimientos ‘lomasanteños’, «entre sus escasas pertenencias escondía celosamente escondía celosamente algunas partituras de incalculable valor cultural». Parte de la colección había sido rescatada por el padre Enrique, mientras que el resto fue recuperada por Raquel y Toño entre los nietos de Noe. Hoy también está custodiada en la parroquia de San Ignacio de Moxos.
Hubo quien acusó a la escuela de neocolonialista. De perpetuar un legado de aculturación y dominio. No entendían, dirá Raquel, que este legado fué conservado por decisión de los propios indígenas. «A partir de la expulsión», añade, «se quedaron solos a merced de gobernadores explotadores, luego los nuevos colonos de la época republicana que les despojaron de sus tierras y los esclavizaron para la explotación de la goma; el país sólo se acordó de este territorio salvaje para las elecciones y para llevarlos a la guerra. Sentenciados a su completa desaparición y enajenación cultural, se aferrarnos a su espiritualidad y a su música como armas de supervivencia cultural. Y si bien el origen de esta música viene de un proceso de dominación, hoy el violín es parte de su identidad indígena. Se apropiaron de esta música y sus creencias desde su perspectiva».
«La labor de esta gente es algo extraordinario», añade López Linares, «por eso queríamos contarlo en la película. Algunas partituras estaban ya en las parroquias, pero otras había que ir a buscarlas, viajando durante días por la selva, con un grupo electrógeno, negociando para que les dejasen verlas. Y esta gente ahora hace giras mundiales, ahora estarán mes y medio por Europa, son unos músicos extraordinarios, y la música es una maravilla, con muchas composiciones escritas allí a partir de esa herencia».
Una herencia reformulada y viva gracias al extraordinario Ensamble Moxos. Porque los clavecines, los violines y las violas, las flautas y las percusiones todavía suenan en las tierras de lo que fue el virreinato del Perú, en esa esquina tropical de Bolivia y Paraguay, remozados por los músicos que dirigen Raquel y Toño, volcados todos ellos en la recuperación del milagro de los jesuitas que hace tres siglos viajaron a estas tierras para evangelizar gracias al magnetismo de una música más viva que nunca. Fue la otra misión de los jesuitas, la semilla de la que ha brotado todo. Una misión que sigue, y de la nunca pudieron ser expulsados.
Fuente: https://www.elmundo.es/cronica/2023/06/30/6494cbc321efa046078b458e.html