El diario póstumo y desvergonzado de un gran bebedor en el Londres del siglo XVII
DOMINGO MARCHENA / Barcelona / COMER
El titulo de señorito, que ironiza con el nombre de una conocida marca de juguetes, no le correspondería por edad, condición y estado civil al inglés Samuel Pepys. En 1660, cuando inició el diario que le ha hecho pasar a la posteridad, ya tenía 27 años. Comenzó a escribir un dietario epicúreo y desvergonzado, más propio de un soltero libertino y amoral que de alguien “felizmente casado”, según sus propias palabras.
Samuel Pepys (1633-1703) vivió una época apasionante y supo navegar siempre a favor del viento. Trabajó para el regicida Oliver Cromwell durante la Revolución inglesa. Como él mismo explica, vio decapitar al rey Carlos I en Whitehall y años después asistió a las ejecuciones ordenadas por Carlos II a raíz del fin de la república y la restauración monárquica. Nada le quitó el apetito ni la sed. Y por eso hablamos hoy de él.
Los diarios de Pepys abarcan los años 1660-1669. Son un texto clave para reconstruir la vida de la Inglaterra de aquel tiempo. La editorial Nórdica ha puesto al alcance del lector español una breve, pero significativa antología de sus textos, La alegría del exceso. Su autor fue testigo, entre otros acontecimientos, de la gran peste de 1665, del incendio de Londres de 1666 y de las guerras y de las convulsiones de aquella época.
Con la tranquilidad y la sinceridad que da saber que escribía para sí mismo, con un lenguaje encriptado que no se descifró y no se publicó hasta cien años después de su muerte, Samuel Pepys relata sus bajezas, infidelidades y su alcoholismo con total naturalidad. Sus páginas provocan la misma repulsión y atracción para el transeúnte que esos conductores que se hurgan con delectación en la nariz ante un semáforo en rojo.
Juzgad vosotros mismos. Un día normal podía compartir manteles con personas como su amigo Will Joyce, “que bebiendo de lo lindo avergonzó a su padre, madre y esposa”. El 9 de agosto de 1660, otro ejemplo, nuestro personaje tenía la cabeza tan embotada (“demasiado vino del Rin”) que se acostó “algo indispuesto” y estuvo “enfermo toda la noche”. Irse a la cama así significaba levantarse “rodeado de vómitos”.
Si es admirable que Gran Bretaña forjara un imperio marítimo, todavía lo es muchísimo más que lo lograse con borrachuzos como este sinvergüenza, un altísimo cargo del Almirantazgo, responsable de los pagos a la marinería y de la infraestructura de expediciones navales, entre otros cometidos. Era una especie de doctor Jekyll y señor Hyde. Ebrio hasta casi desmayarse en casa, funcionario (aparentemente) contenido en la oficina.
Un pozo sin fondo
Llegó a tener en su bodega 350 litros de vino que él y sus visitas se pimplaron ¡en un año!
Acostumbraba a recibir a las visitas con vino y unas anchoas que daban tanta sed que por la noche tenía que despertar a los criados para que le trajeran “algo de beber”. No lo dice, pero apuesto a que no era agua. En una comida ligerita él y tres amigos se pimplan sin pestañear “tres o cuatro litros de un vino excelente”. Y eso no es nada. Llegó a tener en su bodega 350 litros de clarete, de vino de Canarias, de Jerez y de Málaga.
Un año después de almacenar tal cantidad ingente de alcohol estalla inclemente contra la servidumbre de su casa porque ya no quedaba nada. Además del que trasegó en tabernas, posadas y casas de amigos, se había ventilado 350 litros de vino en un año. ¡En un año! Claro que hay que reconocer que recibía muchas visitas y literalmente las regaba en alcohol, no siempre como acto de bienvenida de un buen anfitrión…
Sus compañeros hacían que las visitas insulsas bebieran hasta perder el sentido para librarse de tan molesta compañía “y despacharlas a su casa”. Un lector desapasionado no sabría decir si está ante un hipócrita (capaz de elogiar “el mejor sermón que he oído en mi vida contra la embriaguez”) o ante un bebedor desacomplejado que habla de sus curdas con la misma objetividad que un entomólogo de un escarabajo pelotero.
Sus páginas están trufadas (anegadas, habría que decir) de párrafos como este: “La cabeza me daba vueltas de tanto vino. Me acosté muy achispado y pasé toda la noche con dolor de cabeza”. En una ocasión fue a visitar a su madre y la encontró “algo enferma”. ¿Solución? “Le di una pinta de vino blanco”. La alegría del exceso se lee también como una guía para saber dónde empinar el codo en el Londres del siglo XVII.
El señorito Pepys, que acosaba y manoseaba (la expresión es suya) a actrices, criadas, esposas de amigos, y viudas y mujeres que le solicitaban empleos y favores para sus maridos, se sabía de memoria todos los locales londinenses. He aquí solo algunos de los que cita en sus escritos: La Taberna de Will, del Sol, del Arco, de las Plumas, del Cine, La Cabeza del Rey, Las Columnas de Hércules, La Cabeza de Toro…
Remilgado en ocasiones, decía en francés (o en español) que su esposa, Elisabeth de Saint Michel, tenía ces jours-là (esos días). Y, sin embargo, carecía de miramientos para explicar a renglón seguido y con todo lujo de detalles sus flatulencias o las consecuencias de tener “el vientre suelto toda la noche”. O que había vomitado en un retrete de Westminster “pues llevaba todo el día con el estómago revuelto por los excesos”.Consejos para tener hijos
Decálogo de la fertilidad, por Samuel Pepys
1 No abrazar a la esposa ni demasiado fuerte ni demasiado a menudo
2 No cenar tarde
3 Beber jugo de salvia
4 Vino tinto caliente
5 Llevar calzones anchos
6 Mantener el estómago caliente y la espalda fresca
7 Hacer el amor cuando más apetezca
8 Que la mujer no sea demasiado puritana
9 Tomar cerveza de trigo y azúcar
10 Que la cama tenga el pie alto y el cabecero bajo
Cuando Carlos II fue coronado, bebió a la salud del rey “y nada más”. Bueno, nada más, nada más… Uno de los gentiles caballeros que brindaba por el monarca a su lado “se cayó, borracho como una cuba, y se quedó tumbado, vomitando”. Otras veces era él quien se despertaba entre vómitos y se alegraba de que el día hubiera acabado “con alegría por doquier”. Solo una cosa le intranquilizaba: su vejiga.
Detalló como si le fuera la vida en ello las características de sus deposiciones, sus ventosidades, los problemas para orinar y las dificultades para tener descendencia. De hecho, él y Elizabeth, que falleció a los 29 años, no fueron nunca padres. Buscando remedio, las amigas de Samuel Pepys le explicaron en una de sus numerosas reuniones sociales los diez mandamientos que todo caballero debía seguir para dejar embarazada a su mujer.
Asiduo del teatro, erudito y procaz, engañó a su esposa cuanto pudo y sin remordimientos. Muchas actrices fueron sus compañeras ocasionales de cama, aunque luego se extrañaba de que su mujer le mostrase “cierta frialdad”. Fue un bibliófilo y un epicúreo que paseó por el lado soleado de la vida, a pesar de que le tocaron en suerte unos tiempos oscuros y en los que la mayoría de sus coetáneos no se pudieron permitir tales lujos.
De pasada, entre comilonas y brindis, mostró su preocupación porque “esta semana ha habido más de 700 muertos por la plaga”. Se refería a la gran peste que asoló Londres entre 1664 y 1666, y que Daniel Defoe noveló en Diario del año de la peste. ¡Una frase para 700 muertos! Él se confesaba más preocupado porque su cabeza se resentía con el vino y confiaba en “poder dejarlo con ayuda de Dios”. Pero Dios no atendió sus plegarias.
Fuente: https://www.lavanguardia.com/comer/20220325/8123959/borracheras-senorito-pepys.html#foto-6