Con el regreso del empresario a la presidencia de EEUU desaparece el mundo como se ha entendido desde 1945. El magnate Elon Musk será ‘superasesor’ y su colega Peter Thiel ya ejerce de oráculo, pidiendo «ideas nuevas y extrañas»
Pablo R. Suanzes Corresponsal (Washington) / PAPEL / El Mundo
Josetxu L. Piñeiro / Ilustraciones
Corresponsal(Washington)
El pasado miércoles por la noche, Joe Biden leyó desde el Despacho Oval su último gran discurso, la tradicional despedida del presidente saliente de Estados Unidos a la nación. Fueron 17 minutos de advertencias sobre los principales peligros (el «complejo industrial-tecnológico», la «oligarquización», la desinformación, las redes sociales sin control, la inteligencia artificial que ayuda a asfixiar la verdad), de sacar pecho de sus éxitos (desde creación de empleo a regulación de armas) y de recomendar cambios pendientes (retocar la Constitución y poner límite al mandato de los jueces). Pero su discurso, el de un veterano con 50 años de servicio público, cargado de nostalgia, ilusiones y la ingenuidad idealista que ha caracterizado los guiones de la política estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial, fue en realidad el punto y final a una era, un régimen y una forma de entender el mundo, la política y las instituciones que se apaga con él.
Con Donald Trump es muy fácil caer en las exageraciones, las hipérboles, sobre todo si se ignoran los poderosos precedentes históricos. El 17 de septiembre de 1796, George Washington fue el primer líder en advertir sobre tres peligros interrelacionados que consideraba que amenazaban con destruir la Unión: el regionalismo, los partidismos y los enredos extranjeros. En 1837, Andrew Jackson, el único que se atrevió a seguir los pasos de Washington, constató que «el país ha mejorado y está floreciendo más allá de cualquier ejemplo anterior en la historia de las naciones», pero eso chocaba con las facciones y un oscuro «poder monetario», representado por los bancos y las corporaciones, que amenazaba las libertades de los ciudadanos comunes. Truman, el pionero en usar la televisión en 1953, avisó nada menos del peligro de una Tercera Guerra Mundial y la aniquilación nuclear.
Pero hay más. En 1969, enfangado en Vietnam y tras haber depositado en vano las esperanzas electorales en su vicepresidente, Lyndon B. Johnson se hizo a un lado instando al país a mantener las bases de su Gran Sociedad ante el riesgo de provocar «una tragedia». George Bush, dolido tras perder con Clinton, dejó un mensaje que todavía resuena hoy: «Estados Unidos no debería aspirar a ser el policía del mundo. No tenemos apoyo en el exterior ni en nuestro país para desempeñar ese papel, ni debería haberlo. Nos agotaríamos en el proceso y desperdiciaríamos recursos preciosos que se necesitan para abordar los problemas en nuestro país y en el exterior que no podemos permitirnos ignorar».
Siempre ha habido hiperventilación, analogías, fatalismo. Ronald Reagan, quizás el más hábil a la hora de incrustar frases ingeniosas en la mente colectiva, lo resumió muy bien con su tradicional ironía: «En 1980, cuando me presentaba a la presidencia, algunos expertos decían que nuestros programas provocarían una catástrofe. Nuestras opiniones sobre asuntos exteriores provocarían una guerra. Nuestros planes para la economía harían que la inflación se disparara y provocarían un colapso económico. Los líderes de opinión estaban equivocados. El hecho es que lo que llamaban radical era en realidad lo correcto. Lo que llamaban peligroso era desesperadamente necesario».
Con Donald Trump están agotados todos los adjetivos, todos los superlativos, las comparaciones históricas y literarias. Todo se ha dicho, todo se ha dramatizado. La gran diferencia quizás en 2025 es que esta vez los avisos o anuncios sobre un cambio de era, de paradigma de visión, de reglas, de sociedad, de país, no vienen (sólo) de los que han perdido, los que temen a la Administración entrante por su retórica, sus conexiones, por el poder sin precedentes de los multimillonarios o gurús tecnológicos. El catastrofismo es de los que han ganado. Hay muchos profetas que se han ganado la vida anticipando el apocalipsis, como denunciaba con sorna el filósofo Jacques Derrida. Pero no hay tantos casos de líderes que lleguen deseando abrazarlo.
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Hace unos días, Peter Thiel, millonario, inversor, (¿ex?) liberal abanderado de un nuevo e indefinido movimiento con corazón de y en internet, pensador en jefe en la corte de tecnogurús que quieren liderar la transformación, lo dijo de forma muy clara y directa en un artículo chocante en Financial Times: «En 2016, el presidente Barack Obama dijo a su equipo que la victoria electoral de Donald Trump ‘no era el apocalipsis’. Cualquiera que sea la definición, tenía razón, pero entendida en el sentido original de la palabra griega apokálypsis, que significa desvelamiento. Obama no podría dar la misma seguridad en 2025. El regreso de Trump a la Casa Blanca augura el apocalipsis de los secretos del antiguo régimen. Las revelaciones de la nueva Administración no tienen por qué justificar la venganza: la reconstrucción puede ir de la mano de la reconciliación, pero para que haya reconciliación, primero debe haber verdad».
El texto, con su estilo habitual mezcla de ciencia ficción, lenguaje propio, inspiraciones de San Agustín a Carl Schmitt, es rupturista hasta un punto difícil de asimilar para el sistema. Con referencias a «los custodios de secretos anteriores a internet» o el «Complejo de Supresión de Ideas Distribuidas (DISC, por sus siglas en inglés)», que es como entienden en su universo a «las organizaciones de medios, burocracias, universidades y ONG financiadas por el gobierno que tradicionalmente delimitaban la conversación pública».
Pero sobre todo pone en perspectiva lo que está en marcha, las aspiraciones. «Nuestro antiguo régimen, como la aristocracia de la Francia prerrevolucionaria, pensaba que la fiesta nunca terminaría. El año 2016 sacudió su fe historicista en el arco del universo moral, pero en 2020 esperaban descartar a Trump como una aberración. En retrospectiva, el año 2020 fue la aberración, la acción de retaguardia de un régimen en crisis y su gobernante struldbrugg [los personajes de Gulliver que nunca morían ni dejaban de envejecer]. No habrá una restauración reaccionaria del pasado anterior a internet», prometió.
Aquí es cuando el uso de las palabras debe ser muy cauto, pero el de los conceptos debe ampliarse, porque la transformación que se ansía tiene niveles y tiempos diferentes. Una de las grandes aportaciones del legendario historiador francés Fernand Braudel fue su categorización del tiempo de estudio. Para él, hay tres ritmos que coexisten simultáneamente. En el primer círculo está la temporalidad factual, el tiempo breve, que incluye los acontecimientos efímeros por muy explosivos que sean: nombramientos, asesinatos, batallas, edictos, coronaciones, pero también sucesos del día a día de las personas anónimas.
El siguiente es el tiempo de coyuntura, de media duración. Ciclos, oscilaciones, movimiento. Algo duradero en las acciones de la humanidad, como una Guerra Mundial, la caída de la URSS, la Revolución Francesa. El tercero, el más importante para Braudel, afecta a la superestructura social y es muy difícil de cambiar. Algo que tiende a durar, a ser estático y que incluso si se va modificando, nunca pierde su base. El capitalismo, los sistemas feudales, el consumo de agua o de cereales en el Mediterráneo.
Para entender la revolución, el cambio de régimen al que aspiran Donald Trump, Elon Musk, Peter Thiel, Steve Bannon y mucho otros, a menudo con intereses contrapuestos e irreconciliables, hay que pensar en los tres niveles a la vez. El más obvio e inmediato tiene que ver con los nombramientos de altos cargos, las promesas de bajadas de impuestos o de deportaciones masivas, los aranceles.
El segundo es el que hasta ahora ha causado mayor desasosiego. Trump no cree en un orden internacional basado en reglas, y a su modo palmerstoniano cree que ni él ni su país tienen aliados permanentes, sólo intereses. Se presenta como el gran estabilizador del tablero global, el rey de la paz, pero lo hace mientras amenaza o bromea sobre anexiones o intervenciones militares a sus principales socios. Con romper la OTAN o no defender a quien está comprometido si es atacado por Rusia.
«Nuestro antiguo régimen, como la aristocracia de la Francia prerrevolucionaria, pensaba que la fiesta nunca terminaría»Peter Thiel
«En un nivel más profundo, las amenazas de guerra y anexión de Trump reflejan una forma de pensar sobre el poder en el mundo que se remonta al siglo XVIII o XIX y antes, el poder a través de la conquista territorial. Eso se aleja de la gran estrategia estadounidense después de 1945, que se ha basado en la idea de que Estados Unidos podía ser amigo de todas las naciones que compartieran sus valores fundamentales, y que ha traído generaciones de paz y prosperidad generales. Las amenazas de Trump pueden ser fanfarronadas o tácticas, pero revelan un lado oscuro del poder indigno de cualquier presidente estadounidense. En la práctica, reducirían a Estados Unidos a un mero matón que gobierna mediante la fuerza y el miedo, lo que seguramente desencadenaría una reacción en su contra, además de acabar con las alianzas estadounidenses. Se trata de una degeneración considerable de la tradición que heredó Trump», apunta Daniel Fried, embajador con décadas de experiencia ahora en el Atlantic Council.
Pero para Thiel, como para Braudel, el nivel que importa es el tercero, el de la estructura, el de fondo, el de sacudir los cimientos más estáticos del sistema. Es ahí donde se produce el cambio de régimen, que es algo más profundo que sólo mandar a un rey a la guillotina. Y mucho más profundo de lo que quiere también la base meramente conservadora del Partido Republicano, que aspira a derechizar el país, de la mano del Tribunal Supremo, pero no a dejarlo todo en manos de quien habla con palabras que no entiende, piensa con una arquitectura mental de programador informático o de verdad sueña con una utopía tecnolibertaria.
«Hay menos expectativas para la generación más joven, y esta es la primera vez que esto sucede en la historia de Estados Unidos. Aunque hay aspectos de Trump que son retro y que parecen retroceder al pasado, creo que mucha gente quiere volver a un pasado que era futurista: Los supersónicos, Star Trek son películas anticuadas, pero futuristas», decía ya en 2017 el multimillonario inversor. «La elección tuvo un aire apocalíptico. Donald Trump era gracioso de alguna manera, así que uno podía ser apocalíptico y gracioso al mismo tiempo. Es una combinación extraña, pero de alguna manera es muy poderosa psicológicamente».
«Los testigos de acontecimientos históricos casi nunca son conscientes de que están observando un acontecimiento que cambia la historia»Branko Milanovic
El historiador Jason Steinhauer habló del 5 de noviembre, el día de las elecciones, como el momento en el que acabó el siglo XX, no sólo por la obvia vertiente política, sino porque percibe un cambio profundo en la forma de producir, de informar, de actuar que deja atrás los modos propios del siglo pasado. El economista Branko Milanovic, uno de los analistas más interesantes de la actualidad, cree que estamos también ante el fin del neoliberalismo global tal y como lo habíamos conocido. Y no sólo por Trump, que ha cabalgado más que liderado un descontento. Sino porque el planeta entero, poco a poco y paso a paso, ha ido renunciando a sus fundamentos.
Trump es seguramente el que mejor lo representa y sintetiza, por su pasión por los aranceles, menciones a bloques comerciales, obsesión por reducir la movilidad de trabajadores. Pero hay más. La coerción económica parece ser de nuevo un instrumento válido. La industrialización, que va de la mano de subvenciones y ayudas de Estado, ya ha dejado de ser vista como algo negativo, etc.
«Los testigos de acontecimientos históricos casi nunca son conscientes de que están observando o participando en un acontecimiento que cambia la historia», afirma Milanovic en un ensayo publicado hace unos días y que está generando mucho debate. «A menudo, los propios protagonistas de los acontecimientos históricos tampoco son conscientes de ello. El 20 de enero, presenciaremos uno de esos acontecimientos. El 20 de enero marca un fin simbólico para el neoliberalismo global. Ambos componentes han desaparecido. El globalismo se ha convertido ahora en nacionalismo, el neoliberalismo se ha aplicado únicamente a la esfera económica. Sus partes sociales (igualdad racial y de género, libre circulación de la mano de obra, multiculturalismo) han muerto. Solo quedan los bajos tipos impositivos, la desregulación y el culto a las ganancias».
Milanovic no llora. Cree que la idea que define ese Antiguo Régimen que se apaga es la de cinismo y mentiras. «El neoliberalismo no fue una ideología de sangre y tierra, pero logró matar a muchos. Deja la escena con un olor a falsedad y deshonestidad. Pocas veces una ideología ha sido tan mendaz: exigió igualdad mientras generaba aumentos de desigualdad sin precedentes en la historia; exigió democracia mientras sembraba anarquía, discordia y caos; habló contra las clases dominantes mientras creaba una nueva aristocracia de riqueza y poder; exigió reglas mientras las rompía todas; financió un sistema de mendacidad escolarizada que intentó erigir medias mentiras como verdades».
Eso acaba el 20 de enero, sentencia.
Thiel y sus amigos creen que el futuro «exige ideas nuevas y extrañas» y que hay una conspiración de las castas dominantes para suprimirlas. «Las nuevas ideas podrían haber salvado al viejo régimen, que apenas reconocía, y mucho menos respondía, nuestras preguntas más profundas: las causas de la desaceleración de 50 años del progreso científico y tecnológico en Estados Unidos, el alboroto de los crecientes precios inmobiliarios y la explosión de la deuda pública. Tal vez un país excepcional podría haber seguido ignorando esas preguntas, pero como Trump comprendió en 2016, Estados Unidos no es un país excepcional. Ya ni siquiera es un gran país».
«Mucho de lo que dábamos por sentado en los últimos 50 años se está desmoronando; los movimientos que buscan cambiar radicalmente los próximos 50 años están surgiendo»Ezra Klein
El efecto psicológico de esta afirmación, como la noción de «apocalipsis divertido» tampoco puede subestimarse. Es habitual que un candidato, en cualquier país, diga por ejemplo que la situación económica es un desastre, o la migratoria, intentando convencer a los ciudadanos de que su programa será más eficiente. Lo que ha hecho Trump en la campaña es mucho más profundo, comparando a Estados Unidos con un camión de basura, diseccionando la decadencia, inseguridad, pobreza, estancamiento. La democracia no muere en la oscuridad, como dice el lema de The Washington Post, sino que se degrada paso a paso con cesiones y acuerdos «entre quienes tienen el poder y quienes lo desean o lo temen». Con grandes aplausos, como decía la reina Amidala en Star Wars. Con la normalización de los periodos de incertidumbre, caos y desazón.
En su discurso de adiós a la nación, Biden hizo lo opuesto, apelando a la esperanza, al espíritu de los padres fundadores y la reconstrucción, al simbolismo de la Estatua de la Libertad, un regalo tras la Guerra Civil, comparable al «alma de nuestra nación, un alma moldeada por fuerzas que nos unen y por fuerzas que nos separan. En los buenos y en los malos momentos, lo hemos resistido todo. Somos una nación de pioneros y exploradores, de soñadores y emprendedores, de antepasados nativos de esta tierra, de antepasados que llegaron por la fuerza. Una nación de inmigrantes que vinieron a construir una vida mejor. Una nación que sostiene la antorcha de la idea más poderosa de la historia del mundo: que todos nosotros, todos somos creados iguales. Que todos merecemos ser tratados con dignidad, justicia y equidad. Que la democracia debe defenderse, definirse e imponerse, y debe aplicarse de todas las formas posibles: nuestros derechos, nuestras libertades, nuestros sueños». El último suspiro del siglo pasado, una narrativa que no inspira ni moviliza como antes.
En el primer episodio de The Newsroom -la serie de televisión creada por Aaron Sorkin y protagonizada por Jeff Daniels como un periodista veterano y pasado de vueltas- una estudiante joven, inocente y perfectamente representativa del país que ha crecido honrando a su bandera, llamando Series Mundiales a su campeonato nacional de béisbol y que conoce a su presidente como «líder del mundo libre», pregunta al final de un panel, con una enorme sonrisa, si los tres ponentes pueden explicar por qué Estados Unidos es el mejor país del mundo. Una responde que la «diversidad y oportunidad». Otro, «libertad y libertad». Pero el periodista, brutal y cruel, responde con un torrente de datos pronunciando una enorme blasfemia que conmociona a todos: «No es el mejor país del mundo». Dice, por cierto, otra cosa de mucha relevancia tras el último ciclo electoral: «A la gente no le gustan los de izquierdas porque pierden. Si son tan jodidamente listos como se creen, por qué pierden siempre».
El analista Ezra Klein también compra en parte esa visión de cambio de era, ciclo o régimen. «Donald Trump está de regreso, la inteligencia artificial está madurando, el planeta se está calentando y la tasa de fertilidad global está colapsando. Si analizamos cualquiera de estas historias de manera aislada, no nos daremos cuenta de lo que representan en conjunto: el surgimiento inestable e impredecible de un mundo diferente. Mucho de lo que dábamos por sentado en los últimos 50 años (desde el clima hasta las tasas de natalidad y las instituciones políticas) se está desmoronando; los movimientos y las tecnologías que buscan cambiar radicalmente los próximos 50 años están surgiendo», avisa en una reciente columna en The New York Times.
Cualquiera de estos desafíos sería suficiente por sí solo para causar caos. Cualquier de los cambios mencionados (de régimen, de siglo, de relaciones con el poder, de sistema económico) sería suficiente para tumbar civilizaciones. Ezra Klein recurre a Antonio Gramsci: «El viejo mundo está muriendo y el nuevo mundo lucha por nacer: ahora es el tiempo de los monstruos».
Podía haber optado por Neil Gaiman si no hubiera caído en desgracia esta misma semana: «Me senté en la oscuridad y pensé: No hay un gran apocalipsis, solo una procesión interminable de pequeños apocalipsis».
Fuente: https://www.elmundo.es/papel/historias/2025/01/18/678a9b80fdddffbb618b45aa.html