Brasserie Caracole, una pequeña cervecera de Valonia, es única a nivel internacional por seguir usando leña para confeccionar sus bebidas, tal y como se hacía en esa misma fábrica desde 1765.
LUIS BLASCO / Bélgica / El Mundo
Un pequeño trozo de chimenea asoma del edificio de la Brasserie Caracole, una cervecera artesana de la localidad belga de Falmignoul, en la región de Valonia. Es un pedazo de la chimenea original por donde salía el humo de la producción de la fábrica, fundada en la 1765 por la familia Moussoux. El vestigio es tan pequeño que sólo cuando lo señala desde la puerta Philippe Attout, uno de los trabajadores, reparas en su existencia.
Queda ahí como testigo mudo de cómo era esa fábrica hasta que una fuerte tormenta la tiró abajo en 1939, destruyendo la vía de escape del humo y parte de la factoría. Lo que sí se percibe claramente, hasta casi palparlo, es el olor a leña quemándose en el interior. Un penetrante aroma a brasa y cereal impregna la sala que recibe al visitante.
La fábrica pasó por varios dueños hasta que en 1972 cerró. Sus calderas no volverían a encenderse hasta que François Tonglet, un habitante de la zona, decide que es hora de que Falmignoul, como casi todos los pueblos belgas, tenga su propia cerveza. En 1992, cuando compra las instalaciones, se le plantea la disyuntiva de tirar todo y rehacerlo de nuevo o conservar el legado de los habitantes del lugar, que llevaban más de 200 años haciendo cerveza en la zona. Opta por lo segundo. «Es el sistema que usaban cuando la compramos», explica a Viajes, «y no lo queríamos cambiar».
Según uno de los investigadores cerveceros más prestigiosos, Michael Jackson, conocido como Beer Hunter, es la «única cervecera del mundo» que utiliza este sistema en todos los pasos en que es necesario calentar el líquido.
La cervecera recibe el nombre del apodo que tienen los habitantes de la zona. «Andan muy lento», explica François, mientras intenta imitar los andares. «Por eso les apodan caracoles», resume. Y algo de eso tiene también el método de esta cervecera que se transporta al pasado para elaborar las cervezas tal y como se hacía antes.
EL DELOREAN SALE DE MADRUGADA
El ‘viaje’ comienza 24 horas antes de la elaboración. «A las seis de la mañana del día anterior comenzamos a echar leña al fuego», dice François, mientras señala con su dedo toda la estructura hasta llegar al techo, «preparado especialmente para este tipo de fábrica».
Ese fuego calentará una enorme tinaja donde reposan cientos de libros de agua, hasta que esté a la temperatura ideal para incorporar el grano. La leña, según Fraçois, les permite «caramelizar un poco más el cereal», lo que hace que sus cervezas sean un poco más oscuras.
Una vez que el grano ha infusionado en el agua y ha producido el mosto, éste pasa a otra enorme tinaja. Ahí se añadirán los lúpulos «belgas, americanos y de países del Este». La madera calentará el líquido hasta llevarlo a ebullición durante el tiempo que marque la receta.
En total, la cervecera usa 750 kilos de cereal y entre 3 y 9 kilos de lúpulo en cada lote. La madera quemada asciende hasta los 2 metros cúbicos de leña en cada una de sus producciones.
Este combustible les ha permitido ahorrarse mucho en la factura eléctrica o del gas, puesto que «el precio prácticamente no ha subido en tres años», explica François. También redunda en la economía del lugar, «donde hay mucha madera», que le compran a un antiguo empleado de la fábrica.
Cuando la cerveza está lista para fermentar se pasa a la parte de atrás de la fábrica, la zona más parecida a una fábrica tradicional. En varios fermentadores de 40 hectolitros la levadura se encargará de aportar el alcohol a la bebida.
En un par de semanas la cerveza se embotellará y dormirá durante al menos tres semanas en el sótano de la bodega, donde la temperatura es constante, para estar lista para consumir. El proceso total puede durar hasta dos meses.
Las bebida no sólo se consume ampliamente en la localidad y alrededores, también se exporta a varios países, como Estados Unidos, Italia y Alemania. Los que la toman el el pueblo, pueden ir a la misma fábrica a degustarla y, ya de paso, volver a viajar al pasado.
Del techo cuelga el kayak que el padre de François usaba hace más de 50 años, en una pared hay un cartel del carromato que repartía la cerveza en el siglo XIX y, al lado de la barra, el molino que se usó para moler el grano hasta 1930. Lo que no cambia desde hace más de dos siglos es el orgullo de los belgas por sus cervezas.
Fuente: https://www.elmundo.es/viajes/europa/2021/10/20/615dc838fc6c83530e8b45cf.html