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La teoría de la fuga de laboratorio: detrás de la lucha por descubrir los orígenes de la Covid-19 | Vanity Fair

A lo largo de 2020 la teoría de que el COVID-19 había escapado de un laboratorio parecía descabellada. Ponemos la lupa en la hipótesis de quienes se atrevieron a luchar por la transparencia y aseguran que la política tóxica y los intereses ocultos nos han impedido conocer la verdad.

CARMEN CASADO

KATHERINE EBAN / VANITY FAIR

I. UN GRUPO LLAMADO DRASTIC

Gilles Demaneuf es científico de datos en el Banco de Nueva Zelanda, en Auckland. Hace 10 años le diagnosticaron asperger, algo que considera una ventaja. “Se me da muy bien encontrar patrones en los datos cuando los demás no ven nada”, declara. A principios de la primavera de 2020, mientras se imponía el confinamiento en ciudades de todo el mundo, Demaneuf, de 52 años, empezó a leer información sobre los orígenes del SARS-CoV-2, el virus que causa el COVID-19. Imperaba la teoría de que este había saltado de los murciélagos a otra especie, antes de pasar a los humanos en un mercado de China, en el que habían aparecido algunos de los primeros casos a finales de 2019. El Mercado Mayorista de Marisco de Huanan, ubicado en la ciudad de Wuhan, era un complejo compuesto por diversos mercados en los que se vendía marisco, carne, fruta y verdura. En unos pocos puestos se vendían también animales salvajes y vivos: una posible fuente del virus.

Sin embargo, esa no era la única teoría. En Wuhan se encuentra asimismo el laboratorio de investigación de coronavirus más importante de China, que alberga una de las colecciones
más grandes del mundo de muestras de murciélagos y de cepas de virus de estos animales. Shi Zhengli, la principal investigadora en coronavirus del Instituto de Virología de Wuhan, fue una de las primeras personas en descubrir que los murciélagos pequeños de herradura eran reservorios naturales del SARS-CoV, el virus que provocó una epidemia letal en 2002. Después del SARS, los murciélagos se convirtieron en un destacado objeto de estudio para virólogos de todo el mundo, y, en China, Shi pasó a ser conocida como la “mujer murciélago” por su audacia a la hora de explorar las cuevas de estos animales para recoger muestras. En fechas más recientes, Shi y sus colegas han llevado a cabo experimentos de primer nivel en los cuales han aumentado la capacidad de infección de ciertos patógenos. Esas investigaciones, denominadas “de ganancia de función”,
han originado una fuerte polémica entre los virólogos.

Algunas personas consideraron natural preguntar si el virus que ha causado la pandemia global había escapado, de algún modo, de uno de los laboratorios de Instituto de Virología de
Wuhan, una posibilidad que Shi ha rechazado con vehemencia. 

El 19 de febrero de 2020, The Lancet, una de las revistas médicas más respetadas y prestigiosas del mundo, publicó un comunicado en el que se negaba de forma rotunda la hipótesis de la fuga de laboratorio. Firmado por 27 científicos, en él se expresaba “la solidaridad con todos los científicos y profesionales de la salud de China”, y se afirmaba lo siguiente: “Nos unimos para condenar con firmeza las teorías conspirativas que insinúan que el COVID-19 no tiene un origen natural”.

Ese comunicado de The Lancet sirvió para zanjar el debate sobre los orígenes del COVID-19 antes de que este empezara. Según Demaneuf, que lo siguió desde un segundo plano, aquello fue como si “hubieran clavado el comunicado en las puertas de la iglesia”, estableciendo así que la teoría del origen natural era la versión ortodoxa. “Todo el mundo se sintió intimidado. Eso marcó el tono”. A Demaneuf, ese comunicado le pareció “totalmente anticientífico”. Pensó que en él no había pruebas ni información. De modo que decidió iniciar su propia investigación siguiendo el método “apropiado”, sin tener la menor idea de qué hallaría.

Empezó a buscar patrones en los datos disponibles, y no tardó en encontrar uno. Se decía que los laboratorios chinos estaban perfectamente aislados, que en ellos se llevaban a cabo prácticas de seguridad equivalentes a las de los centros estadounidenses. Pero Demaneuf no tardó en enterarse de que se habían producido cuatro fugas relacionadas con el SARS desde 2004, dos de ellas en destacados laboratorios de Pekín. Debido a la falta de espacio, un virus del SARS vivo, que no se había desactivado bien, había sido trasladado al frigorífico de un pasillo. Entonces, un estudiante de doctorado lo examinó en la sala del microscopio electrónico y provocó un brote. Demaneuf publicó sus hallazgos en Medium. Para entonces ya había comenzado a colaborar con otro hombre que hacía investigaciones por su cuenta, Rodolphe de Maistre, un director de proyectos de laboratorio radicado en París que había trabajado en China; De Maistre se había entregado a la tarea de desmontar la idea de que el Instituto de Virología de Wuhan fuese siquiera un “laboratorio”. En realidad, este centro albergaba numerosos laboratorios que trabajaban con coronavirus. Solo uno observaba el más alto protocolo de bioseguridad: el nivel BSL-4, en el que los investigadores deben llevar un traje presurizado de cuerpo entero con oxígeno independiente. Otros tenían el nivel BSL-3 e incluso el BSL-2, que es de una seguridad más o menos equivalente a la de la consulta de un dentista estadounidense.

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Tras ponerse en contacto por Internet, Demaneuf y De Maistre empezaron a crear una lista exhaustiva de laboratorios de investigación en China. Cuando publicaron sus hallazgos en Twitter, conocieron a otras personas de todo el mundo. Algunas eran innovadores científicos de prestigiosos institutos de investigación. Otras, aficionados a la ciencia. Entre todos formaron un grupo llamado DRASTIC, acrónimo de Decentralized Radical Autonomous Search Team Investigating COVID-19 [Grupo de Investigación Radical, Autónoma y Descentralizada sobre el COVID-19], cuyo objetivo declarado consistía en resolver el enigma del origen de esta enfermedad.

En ciertos momentos daba la impresión de que, aparte de ellos, las únicas personas que se planteaban la teoría de la fuga de laboratorio eran chalados o manipuladores políticos. Por ejemplo, Steve Bannon, antiguo asesor del presidente Donald Trump, se alió con un exiliado multimillonario chino llamado Guo Wengui para promover la idea de que China había desarrollado la enfermedad como arma bacteriológica y que la había propagado adrede por el mundo. Para
demostrarlo, pasearon por las plataformas mediáticas de derechas a una científica de Hong Kong, hasta que la evidente falta de conocimientos científicos de esta mujer dio al traste con la farsa.

Al tener en un extremo a unos personajes estrafalarios y poco creíbles y, en el otro, a unos expertos que los desdeñaban, los investigadores de DRASTIC sentían con frecuencia que estaban solos y a la intemperie, mientras se ocupaban del misterio más urgente del planeta. Pero no estaban solos. No obstante, los investigadores del Gobierno estadounidense que se estaban planteando las mismas preguntas trabajaban en un entorno tan politizado y hostil al debate abierto como cualquier cámara de resonancia de Twitter. Cuando el propio Trump lanzó la hipótesis de la fuga de laboratorio en abril de 2020, el talante divisivo del mandatario complicó aún más las cosas, no menos, para aquellos que buscaban la verdad.

“La gente de DRASTIC está llevando a cabo una investigación mejor que la del Gobierno estadounidense”, afirma David Asher, exinvestigador sénior contratado por el Departamento de Estado.

La pregunta es: ¿por qué?

La teora de la fuga de laboratorio detrs de la lucha por descubrir los orgenes de la Covid19
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II. “LA CAJA DE PANDORA”

Desde el 1 de diciembre de 2019 el virus SARS-CoV-2 que causa el COVID-19 ha infectado a más de 170 millones de personas en todo el mundo y matado a más de tres millones y medio. Hoy en día todavía no sabemos cómo o por qué este nuevo coronavirus apareció de repente entre la población humana. Contestar a esta pregunta no solo constituye una tarea académica: si no sabemos de dónde salió, tampoco podemos estar seguros de si estamos tomando las medidas necesarias para prevenir que vuelva a suceder algo semejante.

Sin embargo, tras el comunicado de The Lancet y en medio del clima enrarecido causado por el racismo tóxico de Trump, que alentó una inquietante oleada de violencia contra las personas de origen asiático en Estados Unidos, una posible respuesta a esta importantísima pregunta ni siquiera fue considerada seriamente hasta la primavera de 2021.

A puerta cerrada, no obstante, los expertos en seguridad nacional y en salud pública, y funcionarios de un amplio abanico de departamentos del Ejecutivo, se enfrentaban en unas batallas cruciales para decidir lo que se podía investigar y dar a conocer públicamente y lo que no.

Una investigación de Vanity Fair de varios meses, diversas entrevistas con más de cuarenta personas y la revisión de cientos de páginas de documentos del Gobierno de Estados Unidos (entre los que se encuentran memorandos internos, actas de reuniones y correspondencia electrónica), han puesto de manifiesto que los conflictos de intereses, en parte debidos a las cuantiosas becas gubernamentales que apoyan polémicos experimentos en virología, han entorcepecido en todo momento las pesquisas estadounidenses sobre el origen del COVID-19. Según han contado ciertos funcionarios que querían exigir transparencia al Gobierno chino, en una reunión del Departamento de Estado algunos colegas les pidieron explícitamente que no examinaran los experimentos de ganancia de función del Instituto de Virología de Wuhan, porque eso pondría un indeseado foco de atención sobre la financiación
que el Gobierno estadounidense dedicaba a dicho centro.

Un un memorando interno obtenido por Vanity FairThomas DiNanno, antiguo vicesecretario interino de la Oficina para el Control de Armas, Verificación y Cumplimiento del Departamento de Estado, escribió que ciertos empleados de dos oficinas, la suya y la Oficina de Seguridad Internacional y No Proliferación, “avisaron” a los líderes de dichas oficinas de que “no llevaran a cabo una investigación sobre el origen del COVID-19”, porque esto “abriría la caja de Pandora si se proseguía con el tema”.

Existen motivos para dudar de la hipótesis de la fuga de laboratorio. Hay una larga historia de saltos naturales entre especies que han provocado epidemias, incluso cuando los animales que han servido de correa de transmisión para un virus han estado sin identificar meses, un virus han estado sin identificar meses, y hasta años; algunos expertos virólogos dicen que las supuestas peculiaridades de la secuencia del SARS-CoV-2 se han hallado en la naturaleza.

Sin embargo, a lo largo de casi todo el año pasado, la idea de la fuga no solo se consideró improbable o incluso inexacta, sino también descabellada moralmente. A finales de marzo, Robert Redfield, exdirector del Centro de Control y Prevención de Enfermedades, recibió amenazas de muerte de otros científicos después de declarar en la CNN que creía que el COVID-19 se había originado en un laboratorio. “Me amenazaron y me marginaron por proponer otra hipótesis”, declara Redfield a Vanity Fair. “De los políticos me lo esperaba. No de personas que se dedican a la ciencia”.

Una vez que Trump ya no está en el cargo, debería ser posible rechazar sus ideas xenófobas y, al mismo tiempo, preguntar por qué, en todo el mundo, se inició la epidemia en una ciudad con un laboratorio en el que se guardan una de las más extensas colecciones mundiales de virus de murciélagos; un centro en el que se llevan a cabo algunos de los experimentos más agresivos.

El doctor Richard Ebright, decano de Química y de Biología Química de la Universidad de Rutgers, asegura que, desde que supo de la existencia de un nuevo coronavirus relacionado con los murciélagos que había causado un brote en Wuhan, tardó “un nanosegundo o una milésima de segundo” en plantearse la posibilidad de que hubiera un vínculo con el Instituto de Virología de esa ciudad. Solo otros dos laboratorios del mundo, uno en Galveston, Texas, y otro en Chapell Hill, Carolina del Norte, llevaban a cabo investigaciones similares. “No hablamos de una docena de ciudades”, añade Ebright. “Son tres lugares”.

Después salió a la luz que el comunicado de The Lancet no solo lo había firmado sino también promovido un zoólogo llamado Peter Daszak, que ha distribuido las becas del Gobierno estadounidense y se las ha concedido a centros en los que se llevan a cabo experimentos de ganancia de función, entre ellos del instituto de Wuhan. David Asher, miembro sénior del Hudson
Institute, dirigió la investigación diaria del Departamento de Estado sobre el origen del COVID-19 y asegura que enseguida estuvo claro que “hay un enorme papeleo relacionado con la ganancia de función” dentro del Gobierno federal.

A medida que van pasando los meses sin que aparezca el animal intermedio que demuestre la teoría natural, las preguntas de aquellos que dudan con fundamento se han hecho más perentorias. Según un exfuncionario federal de Sanidad, la situación se reduce a lo siguiente: un instituto “financiado con dinero estadounidense intenta enseñar a un virus de murciélago cómo infectar células humanas, y entonces aparece un virus” en la misma ciudad en la que se encuentra ese centro. “No es intelectualmente honesto no considerar la hipótesis” de una fuga de laboratorio. Y si tenemos en cuenta la agresividad con que China ha bloqueado una investigación transparente, así como la tendencia del Gobierno de ese país a mentir, despistar y aplastar la disidencia, es justo preguntarse si Shi Zhengli, la investigadora principal en coronavirus del instituto de Wuhan, tendría la libertad de informar de una fuga en su laboratorio si quisiera.

El 26 de mayo el presidente Joe Biden anunció que los expertos en inteligencia habían acabado “coincidiendo en torno a dos hipótesis probables”, y pidió una conclusión más definitiva al cabo de 90 días. En su declaración, añadió: “El hecho de que no pudiéramos desplazar sobre el terreno a nuestros inspectores en esos primeros meses será siempre un obstáculo para cualquier investigación sobre el origen del COVID-19”.

Ese no fue el único fracaso. En palabras de David Feith, antiguo vicesecretario de Estado interino de la oficina de Asia Oriental, “tiene gran importancia el hecho de que ciertas partes del Gobierno estadounidense no mostraron la curiosidad que muchos de nosotros pensamos que debían haber mostrado”. 

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III. “AQUELLO PARECÍA UNA OPERACIÓN DE ENCUBRIMIENTO”

El 9 de diciembre de 2020 en torno a una docena de empleados de distintas oficinas del Departamento de Estado se reunieron en una sala de conferencias, situada en el barrio washingtoniano de Foggy Bottom, para hablar de una inminente misión de investigación en Wuhan, parcialmente organizada por la Organización Mundial de la Salud. El grupo coincidió en
la necesidad de presionar a China para que este país permitiera el desarrollo de una investigación profunda, creíble y transparente. La conversación se centró entonces en la cuestión más sensible: ¿qué debería decir en público el Gobierno estadounidense sobre el Instituto de Virología de Wuhan?

Unas pocas personas de la oficina para el Control de Armas, Verificación y Cumplimiento del Departamento de Estado llevaban meses estudiando ese instituto chino. Poco antes, el grupo había conseguido datos clasificados según los cuales tres investigadores de ese centro, que llevaban a cabo experimentos de ganancia de función con muestras de coronavirus, habían enfermado en el otoño de 2019, antes de la fecha en la que se sabía iniciado el brote de COVID-19.

Mientras los funcionarios de la reunión debatían lo que se podía contar a la opinión pública, Christopher Park, director del Grupo de Políticas Biológicas de la Oficina de Seguridad Internacional y No Proliferación, dependiente del Departamento de Estado, les aconsejó que no dijeran nada que pudiera indicar que el Gobierno estadounidense participaba en las investigaciones sobre ganancia de función, según documentos de dicha reunión que ha obtenido Vanity Fair.

Algunos de los asistentes se quedaron “absolutamente estupefactos”, asegura un funcionario conocedor de la situación. Que un integrante del Gobierno estadounidense pudiera “defender una idea que va tan claramente en contra de la transparencia, teniendo en cuenta la catástrofe que estaba ocurriendo, fue… algo sorprendente e inquietante”. 

Park, que en 2017 había participado en el levantamiento de una moratoria del Gobierno estadounidense sobre la financiación de la investigación en ganancia de función, no fue el único oficial que advirtió a los investigadores del Departamento de Estado que no debían fisgar en cuestiones sensibles. Cuando el grupo examinó la hipótesis de la fuga de laboratorio, entre otras posibilidades, a sus miembros les recomendaron repetidamente que no abrieran “la caja de Pandora”, según cuatro exintegrantes del Departamento de Estado. Refiriéndose a aquellas advertencias, DiNanno declara: “Aquello parecía una operación de encubrimiento, y yo no pensaba formar parte de ella”. 

Cuando se le han pedido declaraciones, Park ha negado haber sugerido que los legisladores ocultaran información a la opinión pública. “No creo que nadie sintiera de veras que le estaban instando a no presentar datos”, afirma, y añade que “supone un salto enorme e injustificable dar a entender que ese tipo de experimentos [implica] que está ocurriendo algo turbio”.

IV. UNA “RESPUESTA DE ANTICUERPOS”

Dentro del Gobierno estadounidense había dos equipos principales que trataban de descubrir los orígenes del COVID-19: uno en el Departamento de Estado y otro bajo la dirección del Consejo de Seguridad Nacional. En un primer momento, nadie del Departamento de Estado mostró gran interés por los laboratorios de Wuhan, pero sí que les preocupaba mucho el modo en que, aparentemente, China había encubierto la gravedad del brote. El Gobierno de ese país había cerrado el mercado de Huanan, había ordenado que se destruyeran muestras de laboratorio, había exigido el derecho de revisar cualquier investigación científica sobre el COVID-19 antes de
que se publicasen los datos, y había expulsado a un equipo de periodistas del Wall Street Journal.

En enero de 2020 un oftalmólogo de Wuhan llamado Li Wenliang, que había tratado de avisar a sus colegas de que aquella neumonía podía ser un tipo de SARS, fue citado por la policía; lo acusaron de perturbar el orden social y lo obligaron a redactar un documento para corregir sus afirmaciones. Wenliang murió de COVID-19 el mes siguiente, cuando la opinión pública china ya lo consideraba a la vez un héroe y un delator.

Mientras iban surgiendo las preguntas sobre los métodos de coerción y represión del Gobierno chino, Miles Yu, el principal estratega sobre China del Departamento de Estado, destacó que el instituto de Wuhan había permanecido prácticamente en silencio. Yu, que habla el mandarín con fluidez, empezó a hacer una copia de todo lo que aparecía en la web del instituto y a crear un carpeta de preguntas sobre los experimentos de este centro. En abril le entregó esta carpeta a Mike Pompeo, el secretario de Estado, que a su vez exigió públicamente que se permitiera el acceso a los laboratorios de Wuhan.

No está claro si la carpeta de Yu llegó a Trump o no. Pero el 30 de abril de 2020 la Oficina del Director de Inteligencia Nacional difundió un comunicado cuyo objetivo aparente era frenar el creciente furor que causaba la teoría de la fuga de laboratorio. En él se decía que las agencias de inteligencia “coincidían con el amplio consenso científico a la hora de pensar que el virus del COVID-19 no se creó artificialmente ni se modificó genéticamente”, pero que seguirían estudian do “si el brote se inició a través del contacto con animales infectados, o si fue producto de un accidente ocurrido en un laboratorio de Wuhan”.

Cundió un verdadero pánico”, recuerda el exasesor interino de seguridad nacional Matthew Pottinger. “A los funcionarios les llegó una avalancha de preguntas. Alguien tomó la desafortunada decisión de decir: ‘Básicamente no sabemos nada, así que vamos a lanzar un comunicado”.

Entonces, el bombardero en jefe intervino. En una rueda de prensa celebrada horas después, Trump contradijo a sus propios oficiales de inteligencia y aseguró que había visto información clasificada según la cual el virus procedía del Instituto de Virología de Wuhan. Cuando le preguntaron qué pruebas había, contestó: “No se lo puedo decir. No se me permite”. La prematura declaración de Trump supuso un palo en las ruedas para cualquiera que buscase una respuesta sincera a la cuestión de la procedencia del COVID-19. Pottinger señala que hubo una “respuesta de anticuerpos” dentro del Gobierno, según la cual cualquier debate sobre un posible origen de laboratorio pasó a quedar asociado con una postura nativista y destructiva. Ese fuerte rechazo se extendió a la comunidad científica internacional, cuyo “angustioso silencio” frustró a Yu, que
recuerda: “Todo aquel que se atreviera a alzar la voz sería condenado al ostracismo”.

V. “DEMASIADO PELIGROSOS PARA LLEVARLOS A CABO”

La idea de una fuga de laboratorio no la tuvieron los oficiales del Consejo de Seguridad a partir de lo que decían los trumpistas más acérrimos, sino por lo que contaban los usuarios chinos de las redes sociales, que empezaron a expresar sus sospechas ya en enero de 2020. A continuación, en febrero, un artículo de investigación del que eran coautores dos científicos chinos, que formaban parte de dos universidades distintas de Wuhan, apareció en Internet antes de ser publicado. En él se abordaba una cuestión fundamental: ¿cómo había llegado un nuevo coronavirus de murciélago a una importante metrópolis de 11 millones de personas, en el centro de China, en medio del invierno, cuando casi todos los murciélagos están hibernando; cómo era posible que el virus hubiera convertido un mercado donde no se vendían estos animales en el epicentro de un brote?

El artículo proponía una respuesta: “Rastreamos la zona en torno al mercado de marisco e identificamos dos labora torios en los que se llevan a cabo investigaciones sobre coronavirus de murciélagos”. El primero era el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de Wuhan, situado a escasos 280 metros del mercado de Huanan; un centro donde se sabía que se guardaban cientos de muestras de murciélagos. El segundo era el Instituto de Virología de Wuhan.
El artículo llegaba a una conclusión asombrosamente rotunda sobre el COVID-19: “El coronavirus asesino seguramente se originó en un laboratorio de Wuhan”. El texto se esfumó al poco de aparecer en Internet, pero antes de eso los funcionarios del Gobierno estadounidense tomaron
nota de su contenido.

Para entonces, Pottinger le había dado el visto bueno a un equipo centrado en los orígenes del COVID-19, dirigido por el grupo directivo del Consejo de Seguridad que supervisaba los temas relacionados con las armas de destrucción masiva. Pottinger, experiodista y experto en Asia desde hacía tiempo, creó intencionadamente un grupo pequeño debido a la gran cantidad de personas dentro del Gobierno “que descartaban completamente la posibilidad de una fuga de laboratorio”, según explica. Además, muchos expertos destacados habían recibido o aprobado fondos dirigidos a la investigación en ganancia de función. Esa posición “de conflicto”, añade Pottinger, podía “contaminar la posibilidad de lograr una investigación imparcial”. 

Mientras revisaba tanto fuentes públicas como información clasificada, el equipo no tardó en hallar un artículo de investigación de 2015, firmado por Shi Zengli y Ralph Baric, epidemiólogo
de la Universidad de Carolina de Norte, en el que estos demostraban que la proteína de la espícula de un nuevo coronavirus podía infectar las células humanas. Recurriendo a ratones como sujetos de prueba, insertaron la proteína de un virus de un murciélago rufo de herradura chino en la estructura molecular de un virus del SARS de 2002, creando así un patógeno nuevo e infeccioso.

Ese experimento de ganancia de función era tan arriesgado que los propios autores avisaron del peligro con las siguientes palabras: “Es posible que los comités de revisión científica consideren que estudios similares […] serían demasiado peligrosos para llevarlos a cabo”. De hecho, el estudio estaba pensado para crear inquietud, para prevenir al mundo del “riesgo potencial de la reaparición del SARS-CoV a partir de ciertos virus que circulan en la actualidad entre poblaciones de murciélagos”. En los agradecimientos del artículo se mencionaba la financiación recibida de los Institutos Nacionales de la Salud de Estados Unidos y de una ONG llamada EcoHealth Alliance, que les había dedicado parte de una beca de la Agencia para el Desarrollo Internacional de Estados Unidos. EcoHealth Alliance la dirige Peter Daszak, el zoólogo que había contribuido a
organizar el comunicado de The Lancet.

Que un virus genéticamente modificado hubiera podido escapar del instituto de Wuhan era una posibilidad alarmante. Pero también era posible que un virus natural, recogido sobre el terreno, escapase de un laboratorio. Los investigadores del Consejo de Seguridad hallaron pruebas claras de que los laboratorios chinos no eran tan seguros como los presentaban. La propia Shi había reconocido en público que, hasta la pandemia, toda la investigación en coronavirus de su equipo (parte de ella utilizando virus vivos semejantes al SARS) se había llevado a cabo en laboratorios de nivel BSL-3 o incluso BSL-2. En 2018 una delegación de diplomáticos estadounidenses informó de que la escasez de técnicos muy formados y de protocolos claros en el nuevo Instituto de Virología de Wuhan. amenazaba la seguridad de sus operaciones. Esos problemas no habían impedido que la dirección del centro afirmase que ese organismo estaba “listo para realizar investigaciones en patógenos de clase 4 (P4), entre los cuales se encuentran los virus más virulentos que plantean un alto riesgo de transmisión entre personas mediante aerosoles”. 

El 14 de febrero de 2020, para sorpresa de los funcionarios del Consejo de Seguridad, el presidente chino Xi Jinping anunció un plan para aprobar con rapidez una nueva ley de bioseguridad para reforzar las medidas de prevención en los laboratorios del país. ¿Se debía aquello a la existencia de datos confidenciales? “En las primeras semanas de la pandemia no parecía una locura plantearse si aquello había salido de un laboratorio”, dice Pottinger. Por lo visto, a Shi tampoco le pareció una locura. En un artículo de Scientific American publicado por primera vez en marzo de 2020, en el que entrevistaron a la científica, esta contó cómo había sido su laboratorio, el primero en secuenciar el virus, en esas terribles primeras semanas. En el texto también se narraba lo siguiente:

Shi revisó frenéticamente los registros de su laboratorio de los últimos años, por si encontraba una manipulación incorrecta de materiales experimentales, sobre todo al deshacerse de ellos. Shi suspiró aliviada al obtener los resultados: ninguna de las secuencias coincidía con las de los virus cuyas muestras su equipo había extraído de cuevas de murciélagos. “Eso me quitó un peso de encima”, cuenta la científica. “Llevaba días sin pegar ojo”.

Mientras en el Consejo localizaban estas pruebas inconexas, los virólogos del Gobierno estadounidense que los asesoraban destacaron un estudio presentado en abril de 2020. Once de sus 23 coautores trabajaban para la Academia de Ciencias Médicas Militares, el instituto de investigación médica del Ejército chino. Utilizando la tecnología de edición genética denominada CISPR, los investigadores habían creado unos ratones con pulmones humanizados y después habían estudiado si eran susceptibles al SARS-CoV-2. 

Cuando los funcionarios del Consejo fueron retrocediendo en el tiempo, a partir de la fecha de publicación, para establecer la cronología del estudio, les quedó claro que esos ratones se habían creado en algún momento del verano de 2019, antes incluso de que se iniciara la pandemia. Esos funcionarios se plantearon una pregunta: ¿habían estado los militares chinos infectando a modelos de ratones humanizados con ciertos virus para ver cuál podría ser infeccioso para los seres humanos? Creyendo que habían descubierto pruebas importantes que sustentaban la hipótesis de la fuga de laboratorio, los investigadores del Consejo empezaron a ponerse en contacto con otras agencias. “La reacción fue muy negativa”, asegura Anthony Ruggiero, el director sénior de contraproliferación y biodefensa en el Consejo de Seguridad. “No nos hicieron caso”. 

VI. OBSESIONADO CON LA PRECISIÓN

En el verano de 2020 Gilles Demaneuf estuvo empleando hasta cuatro horas diarias para investigar los orígenes del COVID-19. Empezó a recibir llamadas anónimas y a notar cierta actividad extraña en su ordenador, cosa que atribuyó a la vigilancia del Gobierno chino. “No cabe duda de que nos están espiando”, afirma. Demaneuf pasó a trabajar con las plataformas encriptadas Signal y ProtonMail

Al publicar sus hallazgos, los investigadores de DRASTIC consiguieron nuevos aliados. Uno de los más importantes fue Jamie Metzl, que el 16 de abril había iniciado un blog que se había convertido en la página esencial para estudiar la hipótesis de la fuga. Metzl es miembro del comité asesor de la OMS para la edición del genoma humano, y durante la Administración Clinton fue director de asuntos multilaterales del Consejo de Seguridad Nacional. En su primera publicación dejó claro que no contaba con pruebas definitivas y puntualizó: “De ningún modo quiero apoyar ni promover ninguna actividad que pueda considerarse injusta, mendaz, nacionalista, racista, tendenciosa o sesgada en algún sentido”. 

El 11 de diciembre de 2020 Demaneuf (obsesionado con la precisión) se puso en contacto con Metzl para avisarle de que había un error en su blog. Según le indicó Demaneuf, la fuga del SARS ocurrida en 2004 en un laboratorio de Pekín había causado 11 infecciones, no 4. A Demaneuf le “impresionó” la inmediata disposición de Metzl para corregir la información. “A partir de ese momento empezamos a colaborar”. Metzl, a su vez, estaba en contacto con el Paris Group, un colectivo de más de 30 escépticos expertos científicos que se veían por Zoom una vez al mes, momento en que mantenían reuniones de varias horas para hablar de las pruebas que iban surgiendo. Alina Chan, una joven bióloga molecular y miembro de posdoctorado del Broad Institute del MIT y de Harvard, descubrió que en las primeras secuencias del virus se veían muy pocas evidencias de mutación. 

Si el patógeno hubiera saltado de animales a humanos, lo lógico habría sido ver numerosas adaptaciones, como sucedió en el brote de SARS de 2002. A Chan le pareció que el SARS-CoV-2 ya estaba “preadaptado para la transmisión entre humanos”, según escribió en una prepublicación de mayo de 2020. unque quizá el descubrimiento más inquietante fue el que hizo un anónimo investigador de DRASTIC, conocido en Twitter con el usuario @TheSeeker268. Resulta que The Seeker es un joven exprofesor de Ciencias de la India, que había estado introduciendo palabras clave en la Infraestructura Nacional China para el Conocimiento, una web que contiene artículos de 2.000 publicaciones chinas, y metiendo los resultados en Google Translate. Un día de ese mes de mayo el exprofesor descubrió una tesis de 2013, escrita por un estudiante de doctorado de la localidad china de Kunming. Esa tesis ofrecía una extraordinaria visión de la galería de una mina atestada de murciélagos, en la provincia de Yunnan, y planteaba serias cuestiones sobre aquello que Shi no había llegado a mencionar en sus desmentidos.

VII. LOS MINEROS DE MOJIANG

En 2012 a seis mineros de las frondosas montañas del condado de Mojiang, en la provincia meridional de Yunnan, se les encomendó una tarea nada envidiable: sacar con palas una gruesa capa de heces de murciélago que ocupaba el suelo de la galería de una mina. Tras semanas de trabajo, los mineros enfermaron gravemente y fueron enviados al hospital de la Universidad de Medicina de Kunming, la capital de Yunnan. Sus síntomas, que eran tos, fiebre y dificultad para respirar, hicieron que saltaran las alarmas en un país que ya había sufrido un brote del virus del SARS una década antes.

El hospital llamó a un neumólogo, Zhong Nanshan, que había desempeñado un papel muy relevante en el tratamiento de los pacientes de SARS. Zhong, según esta tesis de doctorado de 2013, sospechó enseguida que se hallaba frente a una infección viral. Preguntó qué tipo de murciélago había producido el guano. La respuesta: el murciélago rufo de herradura, la misma especie implicada en el primer brote de SARS. Al cabo de unos meses, tres de los seis mineros habían muerto. El primero en hacerlo fue el de más edad, de 63 años. “La enfermedad era grave y devastadora”, señalaba la tesis, que acababa concluyendo: “El murciélago que hizo que los seis pacientes enfermaran fue el murciélago chino rufo de herradura”. 

Se enviaron muestras de sangre al Instituto de Virología de Wuhan, donde descubrieron que en ellas había anticuerpos contra el SARS, según documentaba una posterior tesis china. Pero había un misterio en el centro de ese diagnóstico. Los coronavirus de murciélago no eran conocidos por perjudicar a los humanos. ¿Qué había cambiado tanto en las cepas de la cueva? Para descubrirlo, equipos de investigadores de toda China y de otros lugares se desplazaron a la mina abandonada para recoger muestras de virus de murciélagos, musarañas y ratas. 

En un estudio de Nature de 2013, Shi informó de un hallazgo clave: ciertos virus de murciélago presentaban la capacidad en potencia de infectar a humanos sin saltar antes a un animal intermedio. Al aislar por primera vez un virus vivo de murciélago semejante al SARS, su equipo vio que este podía entrar en las células humanas con una proteína llamada el receptor ACE2. En estudios posteriores de 2014 y 2016, Shi y sus colegas siguieron estudiando las muestras de virus de murciélago recogidas en la mina, con la esperanza de dilucidar cuál había infectado a los trabajadores. Los animales estaban repletos de coronavirus, pero solo uno se parecía mucho al del SARS. Los investigadores lo denominaron RaBtCov/4991. 

El 3 de febrero de 2020, mientras la epidemia de coronavirus ya se extendía fuera de China, Shi y varios colegas publicaron un artículo en el que explicaban que el código genético del virus SARS-CoV-2 era idéntico casi en un 80% al del SARS-CoV, el causante de la epidemia de 2002. Pero añadían que era idéntico en un 96,2% a la secuencia del coronavirus que ellos poseían y que habían denominado RaTG13, previamente detectado en “la provincia de Yunnan”. Concluyeron que el RaTG13 era el pariente más cercano que se conocía del SARS-CoV-2.

En los meses siguientes, mientras los investigadores de todo el mundo buscaban cualquier virus conocido de murciélago que pudiera ser uno de los progenitores del SARS-CoV-2, Shi ofreció versiones cambiantes y a veces contradictorias sobre la procedencia del RaTG13. Varios equipos, incluido un grupo de investigadores de DRASTIC, no tardaron en darse cuenta de que el RaTG13 presentaba una apariencia idéntica a la del RaBtCoV/4991, el virus de la galería en la que los mineros habían enfermado en 2012 de lo que parecía ser COVID-19. 

En julio, a medida que se acumulaban las preguntas, Shi declaró en la revista Science que su laboratorio había renombrado la muestra por motivos de claridad. Pero a los escépticos ese ejercicio de cambio de nombre se les antojó un esfuerzo por ocultar el vínculo entre la muestra y la mina de Mojiang. Sus preguntas se multiplicaron en el mes posterior, cuando Shi, Daszak y sus colegas publicaron un recuento de los 630 nuevos coronavirus de los que habían obtenido muestras entre 2010 y 2015. Al revisar los datos suplementarios, los investigadores de DRASTIC se quedaron conmocionados al ver otros ocho virus de la mina de Mojiang estrechamente vinculados al RaTG13, pero que no habían sido destacados en ese recuento. Alina Chan, del Broad Institute, declara que esa omisión la dejó “anonadada”. 

En octubre de 2020, a medida que las preguntas sobre la mina de Mojiang se iban intensificando, un equipo de periodistas de la BBC trató de acceder a ese lugar. Los siguieron unos policías de paisano y se encontraron con la carretera bloqueada por un camión averiado. Shi, que para entonces ya se enfrentaba a un escrutinio creciente por parte de las corporaciones de prensa mundiales, dijo en la BBC: “Acabo de descargarme la tesis del máster del alumno del Hospital Universitario de Kunming… Las conclusiones no se basan ni en la evidencia ni en la lógica. Pero la emplean los teóricos de la conspiración para ponerme en duda”. 

VIII. EL DEBATE SOBRE LA GANANCIA DE FUNCIÓN

El 3 de enero de 2020 Robert Redfield, director del Centro de Control de Enfermedades, recibió una llamada de su homólogo George Fu Gao, director del Centro de Control y Prevención de Enfermedades de China. Gao le habló de la aparición de una neumonía nueva y misteriosa, que aparentemente se limitaba a las personas expuestas en un mercado de Wuhan. Gao le aseguró que no había transmisión entre humanos, cuenta Redfield, que, aun así, le instó a que llevara a cabo test de forma más amplia. Esa labor desembocó en una segunda y llorosa llamada. Gao reconoció que muchos de los casos no guardaban relación alguna con el mercado. Parecía que el virus saltaba de persona en persona, un escenario mucho más aterrador. 

Redfield pensó enseguida en el Instituto de Virología de Wuhan. Un equipo de especialistas podía descartarlo como origen del brote en pocas semanas si les hacía test a los investigadores del centro para buscar anticuerpos. Redfield se ofreció a enviar ayuda en varias ocasiones, pero los funcionarios chinos no aceptaron su propuesta. Redfield, virólogo de formación, sospechaba del instituto de Wuhan en parte porque llevaba años inmerso en la lucha relativa a la investigación en ganancia de función. 

El debate se apoderó de la comunidad de virología en 2011, después de que Ron Fouchier, un investigador de Róterdam, en los Países Bajos, anunciase que había modificado genéticamente la cepa H5N1 de la gripe aviar para que fuese transmisible entre hurones, que genéticamente están más cerca de los humanos que los ratones. Fouchier aseguró que “seguramente es uno de los virus más peligrosos que se pueden crear”. 

En el subsiguiente escándalo, los científicos discutieron acaloradamente sobre los riesgos y los beneficios de un experimento semejante. Los que lo apoyaban decían que podía ayudar a prevenir pandemias (al destacar los posibles riesgos) y acelerar el desarrollo de vacunas. Los críticos sostenían que crear patógenos que no existían en la naturaleza suponía un riesgo porque podían escapar. 

En octubre de 2014 la Administración Obama impuso una moratoria a nueva financiación para los proyectos de investigación de ganancia de función que pudieran hacer que los virus de la gripe, el MERS o el SARS fueran más virulentos o transmisibles. Pero la moratoria incluía una excepción para los casos considerados “urgentemente necesarios para proteger la salud pública o la seguridad nacional”. 

En el primer año de la Administración Trump la moratoria se levantó y se sustituyó por un sistema de revisión llamado el Marco HHS P3CO (las siglas inglesas de Cuidado y Vigilancia de Posibles Patógenos Pandémicos), cuya misión consistía en garantizar la seguridad de cualquier investigación semejante en el departamento federal o en cualquier agencia que la financiase. Esto provocó que el proceso de revisión estuviera envuelto en un halo de misterio. “Los nombres de los analistas no se difunden, y los detalles de los experimentos que hay que considerar se mantienen casi completamente en secreto”, afirma Marc Lipsitch, epidemiólogo de Harvard. (Un portavoz del Instituto Nacional de Salud ha declarado a Vanity Fair que “la información sobre solicitudes individuales que aún no han recibido financiación no se hace pública para preservar la confidencialidad”). 

En el Instituto de Salud, que concedía fondos para ese tipo de investigaciones, el marco P3CO fue recibido mayoritariamente con escepticismo y sorna, según un funcionario de la agencia: “Si prohíbes los experimentos de ganancia de función, suprimes toda la virología”. Este hombre añade: “Desde la moratoria, todo el mundo se ha dedicado a hacer la vista gorda y esos experimentos se han realizado de todos modos”. 

EcoHealth Alliance, la ONG con sede en Nueva York dirigida por Daszak, tiene el encomiable objetivo de impedir que surjan enfermedades emergentes mediante la protección de los ecosistemas. En mayo de 2014, cinco meses antes de que se anunciara la moratoria de la investigación en ganancia de función, EcoHealth consiguió una beca del Instituto Nacional de las Alergias y Enfermedades Infecciosas de unos 3.700.000 dólares [unos 3.115.000 euros], que el organismo dedicó en parte a varias entidades dedicadas a recoger muestras de murciélagos, y a realizar experimentos de ganancia de función para ver qué virus animales podrían acabar saltando a los humanos. Esa beca no se suspendió bajo la moratoria ni con el marco P3CO. 

En 2018 EcoHealth Alliance ya obtenía hasta 15 millones de dólares al año [unos 12.600.000 euros] de una serie de agencias federales, entre las que se encontraban el Departamento de Defensa, el Departamento de Seguridad Interior y la Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional, según los documentos de exención de impuestos presentados en la Oficina de Organizaciones Benéficas del fiscal general de Nueva York. También Shi Zhengli declara haber recibido becas del Gobierno estadounidense, por valor de más de 1.200.000 dólares [en torno a 1.010.000 euros], en su currículum: 665.000 dólares [unos 560.000 euros] del Instituto Nacional de Salud entre 2014 y 2019, y 559.500 dólares [470.000 euros] en el mismo periodo por parte de USAID. Al menos una parte de esos fondos llegó a través de EcoHealth Alliance. 

La costumbre de EcoHealth Alliance de dividir grandes becas gubernamentales en otras becas menores para laboratorios e instituciones individuales le otorgó un gran peso a la ONG en el campo de la virología. Las sumas en juego le permiten “comprar mucha omertà” de los laboratorios a los que apoya, según Richard Ebright, de Rutgers. (EcoHealth Alliance y Daszak no han querido hacer declaraciones). 

Cuando la pandemia comenzó a arrasar, la colaboración entre EcoHealth Alliance y el Instituto de Wuhan acabó en el punto de mira de la Administración Trump. En una conferencia de prensa sobre el COVID-19, celebrada en la Casa Blanca el 17 de abril de 2020, un periodista de la derechista plataforma mediática Newsmax, que suele promover teorías conspirativas, le hizo a Trump una pregunta, errónea desde el punto de vista de los hechos, sobre una beca de 3.700.000 dólares [unos 3.115.000 euros] que el Instituto de Salud le había concedido a un laboratorio de nivel BSL-4 en China. “¿Para qué le da Estados Unidos una beca así a China?”, inquirió el periodista. Trump contestó: “Anularemos pronto esa beca”, y añadió: “A saber quién era presidente entonces”.

Una semana después un funcionario del Instituto de Salud notificó a Daszak por escrito que su beca se había anulado. La orden procedía de la Casa Blanca, según declaró posteriormente Anthony Fauci ante un comité del Congreso. La decisión levantó una gran polvareda: 81 premios Nobel de Ciencia criticaron la decisión en una carta abierta a los responsables de salud de Trump, y el programa 60 Minutes retransmitió un reportaje sobre la miope politización de la ciencia por parte de la Administración Trump. 

Daszak, de 55 años y nacido en Gran Bretaña, parecía ser víctima de un ataque político, orquestado para culpar de la pandemia a China, a Fauci y a los científicos en general, mientras se alejaba la atención de la caótica reacción de la Administración Trump. “Daszak es en esencia un ser humano maravilloso y decente”, afirma un funcionario del Instituto de Salud. “Me apena muchísimo ver lo que le ha pasado”. En julio el Instituto intentó dar marcha atrás, volvió a conceder la beca pero suspendió las actividades de investigación hasta que EcoHealth Alliance cumpliera siete condiciones, algunas de las cuales escapaban al alcance de la ONG y parecían adentrarse en terrenos descabellados. Entre ellas se pedía que se diera información sobre la “aparente desaparición” de un investigador del instituto de Wuhan, del que en las redes sociales se rumoreaba que era el paciente cero. 

Pero los oficiales de Trump, aficionados a las conspiraciones, no eran los únicos que miraban con desconfianza a Daszak. Ebright comparó el modelo de investigación de Daszak (llevar muestras de una zona remota a otra urbana, después secuenciarlas, cultivar virus e intentar modificarlos genéticamente para ver si pueden volverse más virulentos) con “buscar una fuga de gas con una cerilla encendida”. 

No tardó en saberse, a partir de unos correos electrónicos que obtuvo un grupo dedicado a la libertad de información, llamado U.S. Right to Know, que Daszak no solo había firmado sino también organizado el influyente comunicado de The Lancet, con la intención de ocultar su papel y dar la impresión de que existía unanimidad científica. 

En un correo electrónico con el título de “¡No hace falta que firmes el ‘comunicado’, Ralph!”, Daszak contó a dos científicos, incluido Ralph Baric de la UNC, que él había colaborado con Shi en un experimento de ganancia de función que había creado un coronavirus capaz de infectar células humanas: “Ni tú, ni él ni yo deberíamos firmar este comunicado, para que no aparezcamos demasiado vinculados a él y que no tenga un efecto contraproducente”. Daszak añadía: “Luego lo sacaremos de forma que no se relacione con nuestra colaboración, para subrayar que se trata de una voz independiente”. Baric accedió y respondió: “Si no, parece que lo hacemos por interés propio y perdemos impacto”. Baric no firmó. 

Además de Daszak, al menos otros seis firmantes habían trabajado en EcoHealth Alliance o habían recibido fondos de este organismo. El comunicado acababa con una declaración de objetividad: “Declaramos que no existen intereses personales”. Daszak se movilizó tan deprisa por un motivo, apunta Jamie Metzl, del comité asesor de la OMS: “Si el origen era zoonótico, aquello validaba el trabajo de toda su vida. Pero si la pandemia se había originado en una fuga de laboratorio, esto podía suponer para la virología lo que los accidentes de Three Mile Island y de Chernóbil supusieron para la ciencia nuclear”. Aquello podía acarrear un freno indefinido, en forma de moratorias y de restricciones de financiación. 

IX. DUELO DE MEMORANDOS

En el otoño de 2020 al equipo del Departamento de Estado le llegó un soplo de una fuente extranjera: era probable que hubiera información clave dentro de los propios archivos de la inteligencia estadounidense aún sin analizar. En noviembre esa pista hizo que se descubriera información clasificada que era “absolutamente fascinante y asombrosa”, en palabras de un exfuncionario de dicho Departamento. 

Tres investigadores del instituto de Wuhan, todos relacionados con la investigación de ganancia de función con coronavirus, habían enfermado en noviembre de 2019 y, por lo visto, habían acudido al hospital con síntomas similares a los de la COVID-19, según declaran a Vanity Fair tres funcionarios gubernamentales. 

Aunque no está claro qué les causó su enfermedad, “estas personas no eran conserjes del centro”, dice el exoficial del Departamento de Estado. “Eran investigadores en activo. Las fechas eran unas de las partes más interesantes de la imagen, porque coinciden justo con el momento indicado, si fue este el origen”. La reacción dentro del Departamento fue la de decir: “¡Hostia! Seguramente deberíamos contárselo a los jefes”, rememora un exoficial sénior. 

Un analista de inteligencia que colaboraba con el investigador David Asher presentó un informe en el que explicaba por qué la hipótesis de la fuga de laboratorio era plausible. La habían planteado en el mes de mayo unos investigadores del Laboratorio Nacional Lawrence Livermore, que lleva a cabo experimentos de seguridad nacional para el Departamento de Energía. Pero parecía que el informe había quedado enterrado en el sistema de información clasificada. Ahora los funcionarios empezaban a sospechar que alguien estaba ocultando material que sustentaba la explicación de la fuga. “¿Por qué mi colaborador ha tenido que revisar tantos documentos”, se preguntó el vicesecretario interino DiNanno. 

La frustración de los oficiales aumentó en diciembre, cuando al fin presentaron la información a Chris Ford, subsecretario interino de Control de Armas y Seguridad Internacional, que reaccionó tan mal a sus pesquisas que les pareció estar ante un funcionario con prejuicios y empeñado en blanquear las malas prácticas de China. Pero Ford, que siempre ha adoptado una postura dura frente a China, le asegura a Vanity Fair que, para él, su trabajo consistía en proteger la integridad de cualquier investigación sobre los orígenes del COVID-19 que fuera responsabilidad suya. Defender “cosas que nos hicieran parecer una panda de chalados” tendría un efecto contraproducente, según creía. Su hostilidad obedecía a otro motivo. Ya conocía la investigación, por lo que le habían contado colegas de otras agencias, no el equipo en sí, y ese secretismo le dio “una sensación de desconfianza”. 

Se preguntó si alguien habría iniciado una investigación no supervisada con el objetivo de conseguir un resultado deseado. No era el único preocupado. Tal como declara un oficial sénior del Gobierno que conoce la investigación del Departamento de Estado, “aquello lo estaban escribiendo para ciertos personajes poco recomendables de la Administración Trump”. Tras escuchar los hallazgos de los investigadores, un experto en armas bacteriológicas del Departamento de Estado “pensó que estaban locos”, según rememora Ford. 

Por su parte, el equipo del Departamento creía que era Ford quien trataba de imponer una conclusión predeterminada: que el COVID-19 tenía un origen natural. Una semana después, uno de sus integrantes asistió a la reunión en la que Chistopher Park, que trabajaba con Ford, supuestamente pidió a los presentes que no le dieran publicidad a la financiación estadounidense de la investigación en ganancia de función. Mientras crecía la desconfianza, el equipo del Departamento de Estado reunió a una comisión de expertos para que estudiara en secreto la hipótesis de la fuga de laboratorio. Se trataba de intentar desmontar la teoría y ver si aguantaba. El comité se reunió en la tarde del 7 de enero, un día después de la insurrección del Capitolio. Para entonces, Ford ya había anunciado que pensaba dimitir. 

Veintinueve personas participaron en una videollamada segura que duró tres horas, según las actas de la reunión obtenidas por Vanity Fair. Entre los científicos expertos estaban Ralph Baric, Alina Chan y David Relman, microbiólogo de Stanford. Asher invitó a Steven Quay, un especialista en cáncer de mama que había fundado una empresa biofarmacéutica, a que presentara un análisis estadístico en el que se calculaba la probabilidad de un origen de laboratorio y la de uno natural. 

Al desmenuzar el análisis de Quay, Baric se percató de que en los cálculos no se tenían en cuenta muchas secuencias de coronavirus de murciélago que existen en la naturaleza, pero que aún se desconocen. Cuando un asesor del Departamento de Estado le preguntó a Quay si alguna vez había llevado a cabo un análisis semejante, este contestó que “siempre hay una primera vez para todo”, según las actas. Aunque pusieron en duda las conclusiones de Quay, los científicos vieron otros motivos para recelar del origen en un laboratorio. Parte de la misión del instituto de Wuhan consistía en tomar muestras del mundo natural y dar avisos tempranos sobre “virus capaces de afectar a los humanos”, según Relman. Las infecciones en 2012 de los seis mineros “merecían un titular destacado cuando se produjeron”. Sin embargo, la OMS no había sido informada. 

Baric añadió que, si el SARS-CoV-2 había salido de un “potente reservorio animal”, era esperable haber visto “múltiples episodios de introducción”, en vez de un solo brote, aunque avisó que esto no demostraba “que el origen fuera una fuga de laboratorio”. Lo cual llevó a Asher a preguntar: “¿Esto no se podría haber creado en parte mediante bioingeniería?”. 

Ford se quedó tan inquieto que no durmió en toda la noche para resumir lo que le preocupaba. A la mañana siguiente, envió un memorándum de cuatro páginas a varios oficiales del Departamento de Estado en el que criticaba la “falta de datos” de la comisión. Añadió: “También os recomendaría que no insinuaseis que hay algo inherentemente sospechoso (y que indica actividades de guerra biológica) en la participación del Ejército de Liberación Popular (ELP) en los proyectos clasificados del Instituto de Virología de Wuhan […], puesto que el Ejército estadounidense lleva muchos años muy implicado en investigaciones con virus en nuestro país”.

Al día siguiente, el 9 de enero, Di-Nanno mandó otro memorándum de cinco páginas, para rebatir el de Ford. En él acusaba a Ford de dar una imagen falsa de la labor del comité y enumeraba los obstáculos con que se había topado su equipo: “aprensión y desprecio” por parte del personal técnico; avisos de que no se investigara el origen del COVID-19 por miedo a abrir “la caja de Pandora”; y una “absoluta falta de respuesta a los informes y las presentaciones”.

Un año entero de recelos mutuos había quedado finalmente plasmado en un duelo de memorandos. Los investigadores del Departamento de Estado insistieron, decididos a lograr desclasificar información que las agencias de inteligencia habían vetado. El 15 de enero, cinco días antes de la toma de posesión de Biden, el Departamento difundió una hoja informativa en la que se revelaban datos esenciales: que varios investigadores del Instituto de Wuhan habían enfermado con unos síntomas similares a los del COVID-19 en el otoño de 2019, antes del primer caso identificado; y que, en ese centro, algunos investiga- dores habían colaborado en proyectos secretos con el Ejército chino y habían “realizado investigaciones clasificadas, incluidos experimentos de laboratorio en animales, para el Ejército chino al menos desde 2017”.

Ese comunicado defendía que existían unas “sospechas muy fundadas”, en palabras de un exoficial del Departamento de Estado, y la Administración Biden no ha dado marcha atrás respecto a esta postura. “Me sentí muy satisfecho al ver cómo se producía la declaración de Pompeo”, dice Ford, que esbozó en persona un borrador de la hoja informativa. “Me alivió mucho que estuvieran utilizando datos de verdad, que habían sido ocultados y después revelados”.

La teora de la fuga de laboratorio detrs de la lucha por descubrir los orgenes de la Covid19
CARMEN CASADO

X. INVESTIGACIÓN EN WUHAN

A principios de julio de 2020 la OMS pidió al Gobierno estadounidense que recomendara a algunos expertos para una misión de investigación en Wuhan. Las dudas sobre la independencia de la OMS frente a China, el secretismo de este país y el azote de la pandemia habían convertido esa esperada misión en un campo de minas de rencillas y sospechas internacionales. El Gobierno estadounidense dio los nombres de tres expertos. Ninguno fue elegido. Solo un representante de Estados Unidos pasó la criba: Peter Daszak.

Desde el principio había quedado claro que China iba a controlar quién podía acudir y lo que se iba a ver. En julio, la OMS mandó a los países miembros un borrador de los términos en los que se produciría la misión titulado “Versión final acordada entre la OMS y China”, lo que insinuaba que este país había aprobado previamente el contenido. Parte de la culpa la tenía la Administración Trump, que no había luchado contra el control de China sobre la misión cuando esta se estaba preparando dos meses antes. La resolución, creada en el organismo de toma de decisiones de la OMS —la Asamblea Mundial de la Salud—, no pedía una investigación plena sobre el origen de la pandemia, sino una misión “para identificar la fuente zoonótica del virus”. “Mientras la Administración [Trump] se dedicaba a perder el tiempo, estaban pasando cosas muy importantes entorno a la OMS, y Estados Unidos no tuvo voz”, afirma Metzl.

El 14 de enero de 2021 Daszak y otros 12 expertos internacionales llegaron a Wuhan, donde se reunieron con 17 expertos chinos y un séquito de acompañantes del Gobierno. La investigación fue más propaganda que estudio. El equipo no vio casi ningún dato en bruto, solo el análisis que con los datos habían hecho las autoridades chinas. Hicieron una visita al Instituto de Virología de Wuhan, donde se vieron con Shi Zhengli. Una petición obvia habría sido acceder a la base de datos del centro, con unas 22.000 muestras y secuencias de virus, que se había retirado de Internet. En un evento celebrado en Londres el 10 de marzo a Daszak le preguntaron si el grupo había hecho esa petición. Este contestó que no hacía falta: Shi había asegurado que el instituto había retirado la base de datos porque, durante la pandemia, había sufrido intentos de ataques informáticos. “Algo absoluta- mente razonable”, prosiguió. “Como ya saben, gran parte de esa labor se ha llevado a cabo junto a EcoHealth Alliance […]. En resumidas cuentas, sabemos lo que hay en esas bases de datos. No hay evidencias en ellas de ningún virus más próximo al SARS-CoV-2 que el RaTG13”.

Lo cierto es que la base de datos se había retirado de Internet el 12 de septiembre de 2019, tres meses antes del inicio oficial de la pandemia, un detalle que descubrieron Gilles Demaneuf y dos colegas suyos de DRASTIC.

Los expertos chinos e internacionales concluyeron la misión con un voto a mano alzada sobre cuál de los orígenes parecía más probable. Transmisión directa de murciélago a humano: entre posible y probable. Transmisión mediante un animal intermedio: entre probable y muy probable. Transmisión por un accidente de laboratorio: sumamente improbable.

El 30 de marzo de 2021, se publicó el informe de la misión, de 120 páginas. La discusión sobre la fuga de laboratorio ocupaba menos de dos. El informe contaba que Shi había rechazado las teorías de la conspiración y que le había dicho al grupo de expertos visitantes que “no se había conocido ningún caso de enfermedades inusuales, no se había diagnosticado ninguna, y todos los empleados habían dado negativo en los análisis de anticuerpos contra el SARS-CoV-2. La declaración de la científica contradecía de manera frontal los hallazgos resumidos en la hoja informativa del Departamento de Estado del 15 de enero. “Aquello fue una mentira intencionada de personas que saben que no es verdad”, asegura un exoficial de seguridad nacional, refiriéndose a la afirmación de Shi.

Un análisis interno del Gobierno estadounidense que examina el informe de la misión, y que Vanity Fair ha obtenido, lo considera inexacto e incluso contradictorio. Al examinar los cuatro orígenes posibles, según el análisis, el informe “no incluye una descripción de cómo se han generado esas hipótesis, ni de cómo se iba a comprobar ni cómo se iba a tomar la decisión, entre todas ellas, de que una es más probable que las otras”. El documento añade que la posibilidad del incidente en el laboratorio solo había recibido una atención “superficial”.

El crítico más sorprendente del informe fue el director de la OMS, el etíope Tedros Adhanom Ghebreyesus, que pareció reconocer las carencias del informe en un evento con la prensa el mismo día de su lanzamiento. “En lo que respecta a la OMS, todas las hipótesis siguen sobre la mesa”, declaró. “Aún no hemos encontrado la fuente del virus, y debemos seguir avanzando por el camino que marca la ciencia”. Su declaración reflejaba una “valentía descomunal”, asegura Metzl. (La OMS ha rechazado la posibilidad de que Tedros sea entrevistado).

Para entonces, una coalición internacional de unas dos docenas de científicos, entre ellos Demaneuf y Elbright, habían encontrado una forma de esquivar lo que Metzl denomina un “muro de rechazo” por parte de las revistas científicas. Siguiendo el consejo de Metzl, empezaron a publicar cartas abiertas. La segunda de estas, difundida el 7 de abril, pedía una investigación completa sobre el origen del COVID-19. Los periódicos de Estados Unidos se hicieron amplio eco de ella. Un número cada vez mayor de personas exigía saber qué había pasado exactamente en el interior del Instituto de Virología de Wuhan. ¿Eran ciertas las afirmaciones de la hoja informativa del Departamento de Estado en la que se hablaba de investigadores enfermos y de experimentos militares?

Metzl había conseguido preguntar directamente a Shi una semana antes de que se publicase el informe de la misión. En una conferencia por Internet de Shi, organizada por la Facultad de Medicina de Rutgers, Metzl inquirió si esta conocía plenamente todas las investigaciones que se realizaban en el instituto de Wuhan y todos los virus que se albergaban en este, y si el Gobierno estadounidense acertaba al decir que se habían desarrollado investigaciones militares clasificadas. Shi respondió: “Nos han llegado rumores de que se dice que en nuestro laboratorio tenemos no sé qué proyecto, con el Ejército, bla, bla, bla, rumores así. Pero no es cierto”.

Uno de los mayores argumentos para rechazar la teoría de la fuga de laboratorio partía de la suposición que el instituto de Wuhan no estaba ocultando muestras de ciertos virus que son primos más cercanos del SARS-CoV-2. En opinión de Metzl, si Shi mentía sobre la implicación militar, sobre cualquier otro tema todo era posible.

XI. DENTRO DEL INSTITUTO DE VIROLOGÍA DE WUHAN

En enero de 2019 el instituto de Wuhan difundió un comunicado de prensa en el que se celebraba la elección de Shi como miembro de la prestigiosa Academia Estadounidense de Microbiología, el último hito en una brillante carrera científica. Shi era un personaje fijo en las conferencias internacionales de virología, gracias a su trabajo “innovador”, según James LeDuc, director desde hace años del Laboratorio Nacional de Galveston, en Texas, de nivel BSL-4. En los encuentros internacionales que LeDuc ha ayudado a organizar, Shi era una asistente regular, así como Baric. “Es una persona encantadora, que habla con total fluidez inglés y francés”, cuenta LeDuc.

Al día siguiente su equipo se convirtió en uno de los primeros en secuenciar e identificar el patógeno: un nuevo coronavirus relacionado con el SARS. El 21 de enero la eligieron para que liderase el Grupo de Expertos de Investigación Científica de Emergencia sobre el COVID-19 para la Provincia de Hubei. En un país que exalta a sus científicos, Shi había alcanzado la cumbre. Pero pagó un precio por su ascenso. Hay motivos para creer que apenas ha podido decir lo que piensa, ni seguir una senda científica que se aparte de las directrices del partido chino. Aunque Shi tenía previsto compartir muestras aisladas del virus con su amigo LeDuc, los funcionarios de Pekín se lo impidieron. A mediados de enero, un equipo de científicos militares dirigidos por el principal experto chino en virología y bioquímica, el teniente general Chen Wei, comenzó a operar dentro del instituto de Wuhan.

Con extrañas teorías conspirativas y dudas legítimas girando en torno a ella, Shi comenzó a reprender a los críticos. “Yo, Shi Zhengli, juro por mi vida que esto no tiene nada que ver con nuestro laboratorio”, escribió en febrero en una publicación de WeChat, la popular red social china. “Voy a darles un consejo a los que creen en feos rumores mediáticos y los difunden: cerrad vuestras sucias bocas”.

Aunque, por el modo en que Shi ha hablado de él, el Instituto de Wuhan parece un hub internacional acosado por acusaciones falsas, la hoja informativa de enero del Departamento de Estado presenta otro retrato: el de un centro en el que se realizan investigaciones militares clasificadas y en el que estas se ocultan, cosa que Shi niega. Sin embargo, un antiguo oficial de seguridad nacional que revisaba material clasificado estadounidense le dice a Vanity Fair que, dentro del Instituto de Wuhan, los investigadores militares y civiles están “llevando a cabo experimentos con animales en el mismo puñetero espacio”.

Aunque eso de por sí no demuestra la existencia de una fuga, las supuestas mentiras de Shi al respecto son “absolutamente relevantes”, declara un exfuncionario del Departamento de Estado. “Que esto lo hayan mantenido en secreto dice mucho de la honestidad y de la credibilidad del centro”. (Ni Shi ni el director del Instituto de Virología de Wuhan han respondido a las múltiples peticiones para que den su versión, hechas por correo electrónico y por teléfono).

Mientras los oficiales del Consejo de Seguridad indagaban en las colaboraciones entre el Instituto de Wuhan y los científicos militares (una práctica que se remonta a hace 20 años, en virtud de la cual hay 51 artículos conjuntos), también se fijaron en un libro de cuya existencia había alertado un estudiante universitario de Hong Kong. Escrito por un equipo de 18 autores y editores, 11 de los cuales trabajaban en la Universidad de Medicina de las Fuerzas Aéreas de China, el libro, Unnatural Origin of SARS and New Species of Man-Ma- de Viruses as Genetic Bioweapons [El origen no natural del SARS y nuevas especies de virus creados por el hombre como armas biológicas genéticas], explora cuestiones relacionadas con el desarrollo de la posibilidad de crear armas biológicas.

La obra contenía unos alarmantes consejos prácticos sobre este campo: “Los ataques por aerosoles con armas biológicas se realizan mejor al alba, al anochecer, de noche o con nubes porque los rayos ultravioletas pueden dañar los patógenos”. Uno de los editores del libro ha colaborado en 12 artículos científicos con investigadores del centro de Wuhan.

En abril de 2021, en un artículo de la revista Infectious Diseases & Immunity, Shi recurrió a la estrategia habitual para contrarrestar la nube de sospecha que la rodea: habló de la existencia de un consenso científico, tal como se había hecho en el comunicado de The Lancet. “La comunidad científica rechaza con vehemencia esas especulaciones no demostradas y capciosas, y acepta en general que el SARS-CoV-2 tiene un origen natural”, escribió.

Pero el artículo de Shi no sirvió para acallar nada. El 14 de mayo, en un comunicado publicado en la revista Science, 18 destacados científicos pidieron una investigación “transparente y objetiva” sobre los orígenes del COVID-19, explicando que “debemos tomarnos en serio las hipótesis tanto de un salto natural como el de uno ocurrido en un laboratorio”.

Entre los firmantes se encontraba Ralph Baric. Quince meses antes, este había obrado con discreción para ayudar a que Peter Daszak orquestara el comunicado de The Lancet. El consenso científico había quedado hecho añicos.

XII. SALIENDO A LA LUZ

En la primavera de 2021, el debate sobre los orígenes del COVID-19 se había vuelto tan nocivo que volaban amenazas de muerte en ambas direcciones.

En una entrevista de la CNN del 26 de marzo, Redfield, el exdirector del Centro de Control, reconoció algo con sinceridad: “Sigo pensando que la etiología más probable de este patógeno en Wuhan es que saliera de un laboratorio, es decir, que escapara de ahí”. Redfield añadió que creía que la fuga había sido un accidente, no intencionada. Después de que se emitiera la entrevista, su buzón de entrada se llenó de amenazas de muerte. La inquina no solo procedía de desconocidos que consideraban que mostraba muy poco tacto en la cuestión racial, sino también de destacados científicos, algunos de los cuales habían sido amigos suyos. Uno le dijo que debería “estirar la pata”. A Daszak también le empezaron a llegar amenazas de muerte, algunas de adeptos a las teorías conspirativas de QAnon [una de las principales teorías de la conspiración de la extrema derecha estadounidense].

Entretanto, dentro del Gobierno estadounidense la hipótesis de la fuga de laboratorio había sobrevivido a la transición entre Trump y Biden. El 15 de abril Avril Haines, directora de Inteligencia Nacional, le dijo al Comité de Inteligencia del Congreso que se estaban sopesando dos “teorías plausibles”: la del accidente de laboratorio y la de la aparición natural. Aun así, el debate sobre la fuga se limitó casi exclusivamente a las plataformas mediáticas de derecha a lo largo de abril, alegremente alentadas por el presentador Tucker Carlson y escrupulosamente evitadas por casi todos los medios generalistas.

La situación empezó a cambiar el 2 de mayo, cuando Nicholas Wade, antiguo redactor de Ciencia del periódico The New York Times, conocido por haber escrito un polémico libro sobre la cuestión racial, publicó un largo ensayo en Medium. En él analizaba los indicios científicos que apuntan a una fuga de laboratorio y también los que la desmienten, y criticaba duramente a los medios de comunicación por no haber informado sobre ambas tesis enfrentadas. Wade dedicaba toda una sección al “sitio de la hendidura del furin”, un segmento distintivo del código genético del SARS-CoV-2 que vuelve al virus más infeccioso al permitirle que entre con eficiencia en las células humanas. Dentro de la comunidad científica, un detalle del texto llamó poderosamente la atención. Wade citaba a uno de los microbiólogos más famosos del mundo, David Baltimore, que decía creer que el sitio de la hendidura del furin era “la mayor pista sobre el origen del virus”. Baltimore, galardonado con el Nobel, no podía parecerse menos a Steve Bannon y a los teóricos de la conspiración.

Con un número cada vez mayor de preguntas, el director del Instituto de Salud, Francis Collins, difundió un comunicado el 19 de mayo, en el que se afirmaba que “ni el Instituto Nacional de la Salud ni el de Alergias y Enfermedades han aprobado jamás ninguna beca para sufragar investigación alguna de ‘ganancia de función’ en coronavirus, que podría haber aumentado su transmisibilidad o letalidad para los humanos”. El 24 del mismo mes, la Asamblea Mundial de la Salud inauguró su conferencia anual. En las semanas anteriores a su inicio, salió a la luz toda una serie de informaciones de primer nivel, entre ellas dos reportajes en la primera plana de The Wall Street Journal. De forma escasamente sorprendente, el Gobierno chino se puso a la defensiva en la conferencia y aseguró que ya no iba a participar en ninguna investigación dentro de sus fronteras. El 28 de mayo, dos días después de que Biden anunciase que había pedido un informe de inteligencia en un plazo de 90 días, el Senado aprobó por unanimidad una resolución, que Jamie Metzl había ayudado a redactar, en la que se reclamaba que la OMS llevase a cabo una investigación exhaustiva sobre los orígenes del virus.

Pero ¿llegaremos a conocer la verdad? David Relman, de Stanford, ha estado pidiendo unas pesquisas similares a las de la comisión del 11-S para examinar la fuente del COVID-19. Aunque Relman añade que el 11-S se desarrolló en un día, mientras que “en esto ha habido muchísimos episodios distintos, consecuencias y reacciones en todo el mundo. Lo cual lo convierte en un problema de 100 dimensiones”. El mayor problema es la gran cantidad de tiempo que ha transcurrido. “Cada día que pasa el mundo envejece, las cosas se mueven y las señales biológicas se degradan”, prosigue Relman.

Es evidente que China tiene una responsabilidad por haber entorpecido la labor de los investigadores. Si lo ha hecho por pura costumbre autoritaria o porque tenía una fuga de laboratorio que ocultar, es algo que se desconoce, y quizá siempre sea así. Los Estados Unidos también merecen la atribución de una parte importante de culpa. Por su insólito recurso a la mentira y sus provocaciones racistas, Trump y sus aliados perdieron toda credibilidad. Y la práctica de financiar investigaciones arriesgadas a través de fragmentaciones de dinero, como las de EcoHealth Alliance, implicaron a destacados virólogos en conflictos de interés justo en el momento en que más se necesitaban sus conocimientos. Ahora, al menos, parece que existe la posibilidad de que haya una investigación equilibrada, como la que Demaneuf y Metzl querían desde el principio. “Teníamos que haber creado un espacio en el que se hubieran podido considerar todas las hipótesis”, arguye Metzl.

Si la explicación de la fuga de laboratorio resulta ser cierta, es posible que la historia reconozca que fueron Demaneuf y otros escépticos quienes destaparon las cuestiones esenciales, aunque ellos no tienen la menor intención de abandonar. Ahora están inmersos en el examen de los planos de construcción del Instituto de Virología de Wuhan, su tráfico de aguas residuales y el de sus teléfonos móviles. La idea que impulsa a Virginie Courtier, cofundadora del Paris Group, es sencilla: “Hay preguntas sin contestar y unos cuantos seres humanos conocen las respuestas”, afirma.

Fuente: https://www.revistavanityfair.es/articulos/coronavirus-covid-19-origen-teoria-fuga-laboratorio

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