La atención, el bien más preciado del ser humano, disminuye según avanza un estilo de vida cada vez más trepidante, que cabalga a lomos del avance de la tecnología, la competitividad laboral y el estrés inducido. Cada vez más expertos dan la voz de alarma, resumida en una misma pregunta: ¿nos la están arrebatando, o es una consecuencia natural de nuestra propia evolución?
LUIS MEYER / ETHIC
Según una leyenda celta, el lago Enol existe desde que la diosa Deva derramó sus lágrimas en una zona apartada de los exuberantes Picos de Europa asturianos. Su belleza, a más de mil metros de altitud, es directamente proporcional al sacrificio que conlleva contemplarlo sin hordas de turistas alrededor: conviene llegar antes de las siete y media de la mañana, porque después se restringen los vehículos particulares.
La joven surcoreana llegó puntual en su utilitario de alquiler, poco después de las siete. Se acercó al borde del lago, se puso de espaldas, encendió la cámara del teléfono, extendió su palo selfie telescópico, murmuró unas palabras en su idioma, hizo unos cuantos mohines durante poco más de un minuto y se fue por donde vino, sin darse la vuelta. Es posible que la diosa Deva derramase hoy las mismas lágrimas que hace miles de años, pero no por los pastores que le negaron cobijo una noche de tormenta, sino por el desprecio hacia su creación.
Elvis Presley también se echaría una llorera si viera hoy su mansión, Graceland, recorrida cada día por cientos de fanes con las cabezas sumergidas en sus iPad. Una situación que inspiró –o más bien, provocó– a Johann Hari para escribir El valor de la atención. Por qué nos la robaron y cómo recuperarla. «La organización da esos dispositivos a los visitantes para ayudarles en el recorrido, o para consultar algo puntual, pero me di cuenta de que todo el mundo allí, después de llegar a Memphis a adorar a su ídolo, prefería ver el palacio de Elvis en una tableta», explica el periodista británico. Igual que la joven coreana y su lago asturiano, muchos habían llegado desde la otra punta del mundo después de invertir tiempo, dinero y miles de kilómetros para admirar algo a través de una pantalla.
No es casual que Hari hubiera escrito antes Tras el grito, otra investigación sobre los claroscuros de la guerra contra las drogas en el mundo. Sus dos libros hablan de adicciones. La que tiene que ver con las pantallas, que podría resumirse en el neologismo «nomofobia» –el miedo irracional a estar sin teléfono móvil– se sustenta en datos. Según una encuesta realizada por la empresa óptica Vision Direct, cada persona pasa de media unas diez horas diarias frente a teléfonos inteligentes, ordenadores portátiles y televisores. Otro estudio de App Annie, organización dedicada al análisis de datos del mercado de las apps, alumbra que en 2020 casi la mitad de esas horas las dedicamos a la pantalla del móvil, un 30% más que el año anterior. Si nos centramos en España, la compañía de redes virtuales NordVPN augura que pasaremos 28 años, nueve meses y diez días conectados a internet a lo largo nuestra vida. Si se toma como referencia la esperanza de vida promedio –83,4 años–, supone que prácticamente la tercera parte de la existencia se irá entre ordenadores y tablets pero sobre todo teléfonos móviles. En España ya hay casi 41 millones de usuarios habituales de redes sociales, según el último Digital Report de We Are Social, lo que supone un 85,6% de la población.
Sería inexacto, con todo, limitar el acaparamiento de la atención al ámbito de la tecnología. El estilo de vida que nos hemos impuesto contiene otros elementos distractores. Como enumera Hari en su libro, el estrés, un sistema de trabajo basado en la competitividad y hasta la forma en que nos alimentamos hoy en día merman la capacidad de prestar atención. En Zeamo, una consultora sobre el bienestar laboral, recuerdan que nuestro cerebro solo es responsable del 2% de nuestro peso corporal, pero utiliza hasta el 20% de nuestra energía: «La razón por la que eres lento o incapaz de concentrarte puede ser tan simple como lo que comiste en el almuerzo». La polución también influye en nuestra capacidad de atención: The National Center for Biotechnology Information, organismo dependiente del Gobierno de Estados Unidos, advierte de los efectos potencialmente dañinos de los contaminantes inhalados durante la última década en el sistema nervioso central. «La exposición a un aire de mala calidad se asocia con efectos adversos en el desarrollo mental y en las funciones conductuales, como la atención, un coeficiente intelectual global reducido o una disminución de la memoria y el rendimiento académico», afirman.
La pregunta, llegados a este punto, es clara: ¿qué es exactamente la atención, ese valor humano que la vida moderna está robando, según denuncian cada vez más autores? «Estar atentos es estar presentes», afirma el filósofo Amador Fernández-Savater, que acaba de coordinar El eclipse de la atención, un ensayo firmado por varios autores. «Es, en primer lugar, un trabajo negativo: vaciar, quitar cosas, desaturar, suspender, abrir un intervalo, interrumpir, parar y detener», señala. Y pone un ejemplo: «La lucha de los sanitarios de atención primaria es un caso claro. La atención no es solo un tema de percepción personal, es también el vínculo con el otro, como el cuidado. ¿Por qué luchan los sanitarios? Por buenas condiciones de atención, por poder escuchar a cada uno de los pacientes que se les presentan en su singularidad, en lugar de despacharlos mirando una pantalla».
Fernández-Savater opina que el problema de la sociedad de la distracción es político. «Tiene que ver con tiempo, con recursos y con contextos institucionales adecuados o no», indica, «y lo mismo de los sanitarios podemos aplicarlo a la escuela: un buen profesor puede hacer todos los esfuerzos para activar la atención de sus alumnos, pero si está trabajando en malas condiciones, con programas que se imponen, rutinas burocráticas que le quitan tiempo e impiden una atención individualizada a cada uno de los chicos, estamos en el mismo problema».
El vínculo con el otro, al que se refiere el autor, es uno de los factores más vulnerables a los efectos de la distracción, como coincide Ángeles Eraña, directora de la Red Mexicana de Mujeres Filósofas. «Nuestro estilo de vida implica que vivamos muy encerrados en nosotros mismos, y si el mundo se sigue moviendo en esa dirección, la idea de trabajar juntos, de forma colectiva, a favor de objetivos que nos van a hacer bien a todos, va a ser más difícil de sostener», señala. «La pandemia es un ejemplo que exacerbó esta situación, y nos hizo ver las consecuencias de ver al otro como un peligro, en vez de como todo lo contrario», añade. Y apunta: «El miedo es una evitación de la realidad, y en la medida en que el discurso público en la mayoría de los países es un discurso de terror, la solidaridad estará cada vez menos presente».
Afrontar los retos a los que nos enfrentan las nuevas tecnologías, como la inteligencia artificial y su intempestiva irrupción en nuestra cotidianidad a través de ChatGPT, es poco compatible con la falta de atención. Marta García Aller, periodista y autora de Lo imprevisible, recuerda que es la primera vez en la historia en la que estamos haciendo ese esfuerzo en tiempo real y de forma generalizada. «De ahí viene buena parte del vértigo que generan estos cambios que estamos viviendo, por disponer de herramientas que mantienen al mundo conectado en nuestra mano, con las que podemos asistir al gran espectáculo del cambio con sus miserias y sus promesas y sus ventajas, y de ahí viene gran parte de la incertidumbre ante cambios vertiginosos y ubicuos; eso no deja mucho espacio para la reflexión», explica.
Más optimista es la visión de Enrique Dans, profesor de Innovación en IE Business School, que acaba de publicar Todo vuelve a cambiar: cómo la Web3 revolucionará el mundo tal y como lo conocemos, sobre la influencia que tiene en nuestra atención el estilo de vida actual y nuestra capacidad de lidiar incluso con realidades virtuales. «El problema es la concepción estática del cerebro humano, que es de la que parten los críticos con la tecnología: es enormemente plástico, y con una capacidad de adaptación brutal», opina. El divulgador mantiene que eso es lo que nos diferencia a los humanos de las otras especies, a las que les resulta mucho más difícil adaptarse a cambios de contexto. «Nicholas Carr [escritor especializado en tecnología] me decía que Google nos estaba volviendo estúpidos, pero eso es una visión estática, no dinámica, de nosotros mismos. Negar esta segunda visión es negar principios biológicos». Y pone un ejemplo: «El móvil en los colegios. Están los escépticos que dicen que los niños no pueden usarlo en clase porque se distraen, pero yo lo rebato: enséñales a que no se distraigan con el móvil, y sacarán algo positivo de ese dispositivo en su aprendizaje».
«Tal vez suene algo provocador, pero no me parece que el problema esencial sean las tecnologías», coincide Fernández-Savater. «Creo de verdad que podríamos considerarlas como un efecto que retroalimenta el problema, pero no me parece que el foco esté ahí». Y se remite a una frase de Simone Weil, pedagoga francesa que ya profundizó en el significado de la atención a principios del siglo pasado: «Cuando hay deseo, hay esfuerzo de atención». El problema esencial, opina el autor, es la falta de deseo en la sociedad actual. «Ahora bien, tenemos que ver qué es eso del deseo, y hay una distinción bastante consensuada entre deseo y goce», explica. «Lo segundo tiene más que ver con eso que llamamos consumo, con una temporalidad más inmediata, que se satisface normalmente en un objeto, tiene una intensidad bruta y efímera, y por supuesto nos deja siempre insatisfechos; el deseo tiene otra temporalidad, que puede ser una vida entera; no se satisface en un objeto, sino que más bien los crea o pasa por ellos, e incluso puede atravesar zonas de sufrimiento», señala. «Creo que en nuestra sociedad hay mucho consumo y poco deseo, y ahí está el problema, porque cuando hay deseo, hay esfuerzo de atención», concluye.
En doctor en Filosofía Enric Puig Punyet pasó un año absolutamente desconectado de internet. Lo contó en 2017 en La gran adicción. «Como teoricé luego en publicaciones posteriores, el problema que tenemos es la capitalización de nuestra atención», explica. «Esto sucede ya desde la imprenta, que cambió por completo nuestra forma de atender a la realidad, y viene desarrollándose desde hace cien años (lo contaba el libro Propaganda, de Edward Bernays, en 1928), ha estado en la base de la mayoría de las tecnologías de la comunicación que han ido apareciendo a lo largo del siglo XX; la televisión ya se basó en gran parte en cómo lograr captar constantemente la atención de la audiencia, acortando progresivamente los tiempos de estimulación», indica. Puig Punyet se refiere al capitalismo cognitivo, cuya cara más transaccional se refleja en la llamada economía de la atención. «Nuestro sistema está siendo cada vez más productivista y precario, una combinación que, por definición, impide que nos detengamos y, al contrario, tenemos que estar en constante movimiento de producción y consumo». La conectividad no es una excepción a esto, opina, sino todo lo contrario. «La riqueza generada por la acumulación de atención es mucho mayor que la que puede producir cualquier mercancía. Por este motivo, el sistema basado en el continuo tráfico de información –en ambas direcciones: de generación y consumo de información– no puede detenerse, y esta es la gran resistencia a la desconexión que estamos viviendo diariamente», señala.
Una desconexión que, considera, nunca podrá ser total, pero sí puede servir para hacernos menos dependientes y aprender a darle su justa medida, lo que reforzaría nuestra capacidad de atención. La clave está, según Enrique Dans, en la educación desde la infancia. «Para educar a los niños hay que cambiar muchas cosas, la manera en que estructuras una asignatura, incluso tu formación, para estar un paso por delante en, por ejemplo, el uso de los dispositivos, y es algo de una gran dificultad incluso para docentes muy motivados». Y concluye con una propuesta: «A los niños hay que enseñarles a usar un buscador, a diferenciar entre fuentes válidas y las que no lo son, a verificar la información real y válida; es algo fundamental para centrarnos, para mantener la atención requerida en algo concreto porque, hoy, la información está por todas partes, y ese es, en realidad, el gran cambio que estamos viviendo».
Fuente: https://ethic.es/2023/07/la-sociedad-de-la-distraccion/