Junto a los Kennedy es lo más cercano que ha tenido EEUU a una familia real. El patriarca, harto de su mala reputación, fomentó una actividad filantrópica que llega hasta nuestros días
ISMAEL MARINERO / EL MUNDO
Ganar 100.000 dólares y vivir un siglo. Esos eran los propósitos juveniles de John D. Rockefeller, el patriarca de la dinastía que logró amasar la mayor fortuna jamás conocida, con permiso de Jeff Bezos y el tío Gilito. En su primer deseo se quedó muy corto y no cumplió el segundo por un par de años, pero es el mejor ejemplo posible del self made man americano, la determinación y la ambición sin límites (ni escrúpulos) de uno de los hombres que revolucionaron el panorama industrial y económico del siglo XIX.
«Como muchas grandes fortunas americanas, la Rosewater fue acumulada en primer lugar por un granjero cristiano, estreñido y sin sentido del humor, que se dedicó a la especulación y el cohecho durante y después de la guerra civil», escribió Kurt Vonnegut en Dios le bendiga, Mr. Rosewater, la más delirante de sus alocadas sátiras. La novela es tan ficticia como su alter ego Kilgore Trout y los extraterrestres del planeta Trafalmadore, pero una de sus indudables fuentes de inspiración fue la familia Rockefeller, su inconmensurable patrimonio y su vena filantrópica.
Todo empezó en el diminuto pueblo neoyorquino de Richford, cuando William A. Rockefeller, timador profesional experto en vender remedios milagrosos para curar el cáncer, conoció a la devota baptista Eliza Davison, que cayó rendida a sus encantos. De su unión nacieron cinco hijos, con John D. Rockfeller a la cabeza. Si el padre les timaba para que se curtieran y les ofrecía préstamos a intereses desorbitados, la estricta madre les inculcaba los valores cristianos y el deber de la caridad. El pequeño John anotaba cada centavo que ganaba, gastaba o ahorraba en un libro de contabilidad y hacía sus primeras transacciones vendiendo trozos de caramelos a sus hermanos. Había nacido un tiburón de los negocios.
Asistente de contabilidad a los 16 años, dueño de su propia empresa de productos agrícolas a los 20, disparó sus ingresos alimentando a las tropas de la Unión a precio de oro. Al final de la Guerra de Secesión invirtió la mayor parte de su botín en la boyante industria del petróleo, poniendo en marcha una refinería en Cleveland. Aquel fue el primer atisbo del monopolio que crearía bajo el nombre de Standard Oil y que llegó a controlar el 90% de la producción petrolera de EEUU. Mediante sobornos, extorsión, control de precios y otras prácticas igual de agresivas arruinó a la mayor parte de sus competidores y se ganó la airada respuesta de la opinión pública, que empezó a verlo como el más prominente de los llamados robber barons (barones ladrones), un calificativo que compartía con las cabezas de otros oligopolios como Vanderbilt, Morgan o Carnegie.
Eran habituales las caricaturas en prensa que lo asemejaban a una codiciosa serpiente. Por más que Rockefeller intentara lavar su imagen, su apellido quedó ligado a esa imagen de hombre despiadado y amoral, tan astuto como avaricioso. La segunda parte de su vida -y su estirpe hasta el día de hoy- se volcó desde entonces en limpiar su nombre a través de la filantropía… y, de paso, obtener cuantiosas exenciones fiscales.
Su único hijo varón, John Rockefeller Jr., sería el encargado de suceder al cabeza de familia y para ello fue criado: apartado del mundo en la enorme finca familiar, educado en la austeridad, estaba obligado a llevar una estricta contabilidad de sus actividades. Por cortar madera recibía 15 centavos a la hora y 2 por cada mosca que mataba. Así se forjó la personalidad del encargado de gestionar un patrimonio equivalente al 1,5 del PIB norteamericano, unos 330.000 millones de dólares actuales.
En su camino se cruzó la aguerrida Ida Tarbell, auténtica pionera del periodismo de investigación que puso en evidencia las prácticas monopolísticas de la Standard Oil y llevó a la intervención de la Corte Suprema de los Estados Unidos. La disolución de la compañía en 34 empresas menores, como Chevron o Exxon-Mobil, tuvo un efecto inesperado (excepto para John D.): multiplicar la riqueza de los Rockefeller, que se habían asegurado la mayor parte del accionariado de todas ellas. Ya se sabe, la banca siempre gana… sobre todo si juega con las cartas marcadas.
Así continuó prosperando el clan Rockefeller, junto a los Kennedy, lo más parecido que han tenido los Estados Unidos a una familia real. Junior, sin descuidar la parte empresarial, se volcó en la vertiente filantrópica, donando cientos de millones de dólares para crear el MoMA en colaboración con su esposa Abby, gran amante del arte moderno, financiando la Universidad de Chicago o comprando tierras para ayudar a la preservación del Parque Nacional de Yellowstone. También tuvo ojo para los negocios: en los peores años de la Gran Depresión construyó el Rockefeller Center, un complejo de 19 rascacielos comerciales en pleno corazón de Manhattan, y que fue una de las fuentes de ingresos de la familia más constante durante décadas.
De sus hijos, Nelson y David fueron los que llegaron a puestos de mayor responsabilidad dentro y fuera de la familia. El primero como político, gobernador del Estado de Nueva York, candidato a la presidencia por el partido republicano y vicepresidente en el mandato de Gerald Ford, pero sobre todo, como hombre en la sombra que manejó a su antojo la influencia norteamericana en los países latinoamericanos. Su hermano David, por su parte, ejerció como presidente y director general del Chase Manhattan Bank, hoy JPMorgan Chase. No todo fueron parabienes: fue acusado de establecer alianzas comerciales con todo tipo de sátrapas y dictadores, además de inducir junto a Henry Kissinger lo que acabaría siendo la crisis de los rehenes en Irán.
«Y así el sueño americano fue hinchándose como un globo, que ascendió lleno de gas hasta la superficie de la codicia ilimitada y subió a lo alto bajo un sol de mediodía», escribe Vonnegut. Los más de 200 parientes vivos que figuran en el árbol genealógico de los Rockefeller siguen flotando dentro de aquel globo, sin que nadie se atreva a pincharlo.
Fuente: https://www.elmundo.es/cultura/literatura/2021/08/21/611fa574fc6c833d328b45b1.html