Por José Ojeda Bustamante
(@ojedapepe)
En su icónica obra “21 lecciones para el siglo XXI” Yuval Noah Harari nos recuerda que a principios del siglo XX había tres relatos globales acerca del pasado, el presente y la construcción de futuro: el fascismo, el comunismo y el liberalismo.
El primero, de ellos fue derrotado en la Segunda Guerra Mundial, el segundo con la caída del Muro de Berlín; y el tercero, la democracia liberal, se encuentra actualmente y no sin razón, cuestionada tanto por partidarios como por enemigos.
Vivimos tiempos de incertidumbre donde lo nuevo no acaba de nacer y lo viejo tampoco acaba de morir. Es un tiempo “suspendido”, por decirlo de alguna manera, pero cuando algo se suspende o dilata demasiado, causa zozobra e incertidumbre.
Y es que no hemos de olvidar que la política es la actividad transformadora de la sociedad por excelencia y creadora de acuerdos en una democracia.
No sólo un espacio de dialogo y confrontación sino, ante todo, de acuerdos. Y en este escenario, el papel de los partidos políticos resulta fundamental en democracias como la nuestra.
Pero lo partidos políticos no son entes abstractos, sino instituciones dentro del juego político que dependen de dirigencias y también actores sujetos a un contexto político específico. A esto lo denominamos cultura política.
Reconozcámoslo, criticar a los partidos políticos es, en casi todos los países, incluidos el nuestro, un deporte nacional. Y no nos falta razón para ello, pero también es cierto que las instituciones – partidos políticos incluidos- también son reflejo de la misma sociedad que la conforman.
Secuestrados por las élites y los poderes fácticos hasta hace unos años, antes de la aparición de ese movimiento-partido llamado MORENA; el PRI, PAN Y PRD vivían pensando en cuotas de poder medidas en cargos, actuando como organizaciones profesionales que necesitaban maximizar sus votos para poder operar en el sistema político, pero ajenas del sentir popular.
Eran en la terminología politológica más conocida: partidos cártel.
De ahí su concurrencia a las elecciones, no por el interés genuino de representar la voluntad popular, sino por la ambición de ocupar un cargo y medrar con éste.
Ajenos al perfil real de “Dirigencia” con mayúscula, que podría definirse como un grupo de personas que tiene la capacidad de identificar un rumbo y guiar a la sociedad en su conjunto, poniendo ese rumbo por encima de los intereses personales, las mezquindades políticas, las amistades y las enemistades, los partidos políticos actuales y sus dirigencias ciertamente dejan mucho que desear en su vocación democrática.
Poco hay de visión a largo plazo y de estadistas en Alejandro Moreno del PRI, Marko Cortés del PAN, Lorenzo Zambrano del PRD o Dante Delgado de Movimiento Ciudadano, sólo por mencionar a los partidos de oposición más importantes.
Actúan apenas como organizaciones profesionales que necesitan maximizar sus votos para poder operar en el sistema político sin siquiera detenerse a pensar realmente en lo que duele y aqueja a la sociedad mexicana.
Esta tibieza y desconexión en sus posturas es peligrosa, en tanto que si no existen apuestas democráticas reales en el espectro partidario y democrático en torno a las cuales puedan cristalizarse las identificaciones colectivas, su lugar será ocupado por otras formas de identificación, de índole étnica, nacionalista o religiosa.
Es justamente lo que estamos viendo en Europa o para no ir más lejos, en nuestro vecino país del Norte.
El diálogo ha de imperar, pero desde la división de poderes, puesto que justamente eso nos ha enseñado nuestra historia reciente, pero también con una oposición que sepa estar del lado real de la causa que abanderan, sin olvidar que, como humanidad, hoy en día nos ocupan temas de carácter global como el cambio climático o la desigualdad rampante.
Los partidos políticos han de entender también que el relato y la construcción de un futuro claramente lo ha ganado el presidente Andrés Manuel López Obrador, sea este relato acertado o no.
Para muestra un botón que menciona en su último libro “A mitad del Camino”, donde refiere lo siguiente: “a finales del sexenio habrá un nivel de bienestar y un estado de ánimo completamente distinto al actual. Tendremos una sociedad mejor, no solo por lo que vamos a construir entre todos y desde abajo en el plano de lo material, sino por haber creado una nueva corriente de pensamiento, por haber consumado una revolución de las conciencias que ayudará a impedir, en el futuro, el predominio del dinero, del engaño y de la corrupción, y la imposición del afán de lucro sobre la dignidad, la verdad, la moral y el amor al prójimo”.
¿Utópico? Quizás, pero la pregunta es ¿Qué relato? ¿Qué diagnóstico ha elaborado la oposición? Hasta ahora ninguno, salvo la crítica exacerbada al presidente.
Concluimos: a la oposición le hace falta más calle y territorio y menos restaurantes lujosos y conjuras en zonas privilegiadas.
¿Estarán dispuestos a mancharse los pies?
Desde las antípodas, lo veremos.