Las crisálidas de este insecto son muy apreciadas en Tailandia y otros países de Asia, donde se consumen habitualmente fritas y salpimentadas
ÓSCAR LÓPEZ-FONSECA / El Comidista / El País
Darwin lo hubiera probado. Cuentan que, en su travesía a bordo del Beagle, Charles Darwin echaba en la cazuela todo animal exótico que encontraba. Óscar López-Fonseca nos propone recorrer los fogones del mundo con experiencias culinarias que, seguro, el padre de la teoría de la evolución se hubiera aventurado a probar en aquel viaje.
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Admitámoslo, el rechazo que producen algunos platos es fundamentalmente cultural. Lo que para los habitantes de un país es un manjar, en otros no se considera nada apetecible o, incluso, provoca naúseas. Esto último pasa a menudo en los países europeos cuando se habla de comer insectos, pese a que estos pequeños animales forman parte de la dieta de aproximadamente 2.000 millones de personas de 112 países de los cinco continentes, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, en sus siglas en inglés). De hecho, se han catalogado 1.900 especies de estos invertebrados como saludables fuentes de alimentación para el ser humano.
Con estos datos, es fácil convencerse de que la entomofagia ha estado presente desde el inicio de los tiempos en la dieta de la humanidad, aunque en ocasiones fuera más por necesidad que por placer. Por ello, la aventura de probar unos chapulines (saltamontes) en México, una brocheta de escorpiones en China o la kunga (hamburguesa de mosquitos) en la zona de los grandes lagos de África oriental es, tal vez, una simple cuestión de dejar a un lado prejuicios alimentarios. Y para ayudar a ello, nada como recordar que los nutricionistas insisten en que los insectos pueden ser una fuente de proteínas tan importante como lo es un chuletón, con la ventaja de que los primeros son bajos en grasas.
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Tailandia forma parte de ese centenar largo de países donde los insectos aparecen en la gastronomía, en la mayoría de los casos como un tentempié. Aunque hay restaurantes que ya los incluyen en sus cartas como ingrediente en recetas con otros alimentos, también es cierto que hubo un tiempo que en este país asiático eran considerados un plato para personas con pocos recursos que se consumían principalmente en las áreas rurales. Ahora, sin embargo, en las ciudades se pueden encontrar sin problema puestos callejeros que ofertan saltamontes y grillos listos para ser degustados. En Khao San Road, la conocida como calle de los mochileros de la capital, Bangkok, los vendedores tientan a los turistas occidentales a probarlos o, al menos, a acercárselos a la boca para que se hagan la foto de rigor que deje constancia de su supuesta hazaña gastronómica.
Sin embargo, el mejor lugar para degustarlos son los típicos mercados nocturnos, frecuentados por los propios tailandeses. En Chang Rai, una ciudad al norte del país célebre por su templo blanco, estos puestos se distribuyen alrededor de una plaza para ofrecer platos de la cocina local, como el omnipresente y socorrido pad thai (salteado de tallarines de arroz con verduras y otros ingredientes) y, por supuesto, una amplia variedad de insectos comestibles. Desde rot duan (gusanos de bambú) a los tak ka tan (saltamontes), sin olvidar los jing reed (grillos) y los maeng da (chinches acuáticas gigantes). Todos ellos fritos en aceite vegetal y condimentados con sal, pimienta y, a veces, salsa de soja.
Juntos a ellos no suelen faltar los nhon mhai, que no son otra cosa que las crisálidas de los gusanos de seda (Bombyx mori, en su denominación científica), esos lepidópteros que algunos hemos criado en la infancia dentro de cajas de zapatos alimentándoles con hojas de morera para poder observar cómo creaban sus capullos de seda hasta concluir su metamorfosis en mariposa. Es precisamente en este tránsito entre el gusano y la mariposa, lo que se conoce como crisálida o pupa, cuando en Tailandia y en otros países de Asia este animal adquiere interés gastronómico.
La forma de cocinarlos no difiere de la de otros insectos: se suele freír en aceite y se salpimienta. El resultado es un pequeño bocado crujiente y algo grasiento por fuera, cuyo interior permanece suave con una textura harinosa e insípida. De hecho, el sabor se lo da el aceite en el que se han cocinado y el condimento que se le añada. Aunque, en realidad, el verdadero valor gastronómico de los gusanos de seda y de la mayoría de los insectos que se disfrutan en estos puestos callejeros no es tanto el posible goce que puede resultar para el paladar ―puedo asegurar que no es para tirar cohetes― como los nutrientes.
Las crisálidas de los gusanos de seda tienen bajo contenido en grasa —aunque precisamente la forma de cocinarlos en estos mercadillos les hace perder buena parte de esa cualidad— y son ricas en proteínas. Además, son una fuente importante de ácidos grasos esenciales, calcio, potasio, magnesio y fósforo, según ha revelado estudios de científicos japoneses. La lista de vitaminas que atesoran también es larga e incluye A, E, C, B1, B2, B3, B5 y B7. Por tanto, pocas cosas hay más saludables que picotear, con una cerveza fresca, unas crisálidas de gusano de seda. Recomiendo no recordar en ese momento cuando uno de pequeño criaba a estos lepidópteros en cajas de zapatos.