Por Fernando Manzanilla Prieto
Todos sabemos que, desde hace décadas, vivimos una profunda crisis de valores. El proceso de industrialización, la acelerada urbanización y, en general, el advenimiento de la modernidad, han impactado con fuerza la vigencia y preponderancia de los valores humanistas tradicionales, y han debilitado a la institución desde donde se gestaban y reproducían: la familia tradicional. Para muchos especialistas la crisis de valores es, en esencia, una expresión de la crisis de la institución familiar.
Esta crisis de valores explica fenómenos como el vandalismo, el machismo, la violencia y las adicciones que suelen desembocar en embarazos no deseados, precarización, desatención durante las primeras etapas de la infancia, falta de educación, pobreza, mala alimentación, ausencia de sentido de pertenencia, aumento de la criminalidad y de la cultura de la ilegalidad. Círculos viciosos que, repito, tienen su origen en la crisis de la institución familiar.
A pesar de ello —y por contradictorio que parezca— ha sido gracias a la supervivencia de la familia mexicana que el edificio social sigue en pie. Ha sido gracias a la fortaleza de esta institución familiar, lo que queda de ella, que en nuestra sociedad seguimos siendo más los buenos que los malos, los honestos que los corruptos, los que queremos la paz que los que quieren el caos y el enfrentamiento.
Estoy convencido de que la familia no solo sigue siendo la institución fundamental y más fuerte de la sociedad mexicana, sino que es la única institución que puede rescatar los valores y la esencia de nuestra decencia y nuestra bondad. Porque es en el seno familiar donde se construyen las relaciones humanas básicas y donde se gestan los valores y principios que constituyen el eje de la sociedad. Es en la familia donde se aprenden principios y valores fundamentales como el respeto y la defensa de la vida, la libertad del individuo, la justicia social, el bienestar y la felicidad. La familia es el espacio de mayor confianza y seguridad para el desarrollo de la individualidad y el sentido de pertenencia. Y es ahí, donde surgen la conciencia individual y los valores que sirven para la fraternidad y solidaridad.
Creo que a México le urge rescatar a la institución familiar. Nos urge reconocer el valor y el potencial de la familia como la célula básica de la convivencia social, como origen y fundamento de nuestra riqueza como pueblo y de nuestro destino como nación. Así de simple, pero también así de complejo.
Para ello, tenemos que repensar a la institución familiar como Nueva Familia Mexicana. ¿A qué me refiero? A reconceptualizarla, sí como la unidad básica de la sociedad, pero también como la principal formadora de individuos que valoren y privilegien el bien común. No se trata solo de defender y exaltar a la familia y sus valores tradicionales, sino de ir más allá al concebirla como el principal motor de la gran transformación de la vida pública de México, es decir, como el principal instrumento para exigir respeto a la vida, bienestar, paz y seguridad, sin radicalismos de izquierda ni extremismos de derecha. Sino a partir de una visión apegada a los principios y valores humanistas que nos dan identidad como mexicanos.
La construcción de una sociedad en paz, que privilegie la reconciliación sobre la violencia, la solidaridad frente a la apatía, la resiliencia para sanar las huellas que ha dejado la inseguridad y el compromiso social sobre el bien individual, deberá fundarse en los cimientos de la Nueva Familia Mexicana. Solo a partir de una institución renovada y fortalecida será posible privilegiar la inclusión sobre la discriminación, el respeto al orden legal sobre la corrupción, el interés nacional sobre el interés de grupos de poder, la protección y cuidado del medio ambiente sobre la devastación. En pocas palabras, la Nueva Familia Mexicana deberá convertirse en el motor de una amplia renovación moral, a partir de los nuevos valores de fraternidad y solidaridad y amor a México.