Bajo la belleza bucólica de muchos cuadros de la época yace un elemento que se repite, convirtiendo estos «santuarios» estéticos en jaulas doradas donde las mujeres aparecen, en realidad, encerradas
CARMEN MACÍAS / ACyV
El preciosismo tiene un halo de nostalgia que, por lo general, nos sitúa en el siglo XIX. Aquellas décadas que actuaron como vértebras de un mundo cambiante, entre lo grotesco de un mundo antiguo y las nuevas formas del moderno, acomodaron el sistema social de respuestas sensoriales a una imagen, un prototipo, una confabulación: las mujeres como estética, de relieve camuflado con el espacio que transitaban. La musa, detenida en un escenario idílico, apenas era otra cosa que el propio escenario.
Es posible que lo primero que nos venga a la mente al contemplar suntuosas pinturas de mujeres en interiores estéticos que proliferaron entre los períodos victoriano y eduardiano no sea, precisamente, el de la sujeción femenina. Vemos con las ideas que de la inercia histórica aprendimos, y vemos la pintura en la pintura, vemos flores, brillo, paños dorados y encajes, un delicado filtro de colores pasteles, y muchas joyas resplandecientes.
Cuando la libertad de la jardinería se volvió metáfora de la maternidadCarmen Macías
Sin embargo, más allá del escapismo y el simbolismo en capas que ofrecen a la vista muchas pinturas del siglo XIX, por no mencionar la sensualidad y la extraña lujuria que asumen algunas de ellas, bajo la belleza bucólica yace otro elemento que, si le devuelves la vista, convierte estos «santuarios» estéticos en jaulas doradas donde las mujeres aparecen, en realidad, encerradas.
La muerte de una mujer
En La filosofía de la composición, Edgar Allan Poe dice: «La muerte, entonces, de una mujer hermosa es, sin duda, el tópico más poético en el mundo». Una concepción tan lejana como, desgraciadamente, reciente, esta problemática contención con la que la mirada del poder masculino equipara la muerte femenina con la inspiración poética permanece anclada a la realidad desde que aquellos hicieran de ella una de las señas de identidad de las artes durante la era victoriana.
Como apunta la historiadora del arte Francisca Vives Casas en su trabajo La imagen de la mujer a través del arte: El ideal de mujer en los siglos XVIII y XIX, desde el origen de las manifestaciones artísticas, las mujeres han estado presente en ellas, pero desde el siglo XVIII se incrementó su presencia, sobre todo desde una nueva perspectiva más realista, en la que cada vez eran más las mujeres «reales» representadas haciendo lo que realmente hacían.
No obstante, si bien es cierto que para entonces, «ya no fueron solamente imágenes de mujeres prototipo bajo la apariencia de la virgen María o de una santa o heroína, sino que fue mayor el número de retratos y la representación de escenas de género en las que ella, como dueña y señora del ámbito privado, era la protagonista indiscutible», como sostiene Vives, la muerte de mujeres jóvenes se convirtió en una auténtica inspiración del relato masculino.
El mito de Galatea
La idea (o idealización de la violencia sobre las mujeres) se revirtió mediante las artes con una estrategia que parecía no dejar lugar al debate: la belleza, esa base sólida que el romanticismo había consolidado, no podía rebatirse. Por la belleza, las mujeres estaban incluso muertas aun completamente vivas, mientras posaban en una perturbadora consonancia a la par con los tapices y las macetas de su alrededor, al que miraban tristemente, o los sofás en los que se reclinaban lánguidamente.
El mito griego del escultor Pigmalión, enamorado de una estatua de Galatea que había tallado en marfil, ofrece quizás el ejemplo más latente de la idea de las mujeres como objetos. Así, la tendencia de convertir a las mujeres en objetos ornamentales que recorre las pinturas del siglo XIX se basa en parte en aquellos mitos clásicos, tanto que, de hecho, muchas de las obras de arte más antiguas comparten rasgos compositivos: como sostiene la investigadora Brenna Mulhall, el espacio es opresivo y carece de profundidad, a menudo hay una ventana (una vista a un mundo inaccesible) pero nunca una puerta o un camino abierto para llegar a él.
Nada en este recorrido de la historia social resulta casualidad, por supuesto, pues el arte actúa de espejo de un proceso evolutivo que a veces se adelanta y a veces va por detrás. En 1851, el censo de Inglaterra reveló públicamente un desequilibrio demográfico del 4% a favor de las mujeres, el problema de la prostitución comenzó a pasar de una causa moral/religiosa a una socioeconómica.
«Superfluas y redundantes»
Aquella estadística mostró que la población de Gran Bretaña era de aproximadamente 18 millones; esto significaba que aproximadamente 750.000 mujeres permanecerían solteras simplemente porque no había suficientes hombres. Estas mujeres llegaron a ser referidas como «mujeres superfluas» o «mujeres redundantes», y se publicaron muchos ensayos discutiendo qué debería hacerse con ellas. ¿Qué podría hacerse con tantas tantas tantas mujeres?
Decidieron aliar el énfasis en la pureza femenina que venía dándose con el del papel de amas de casa de las mujeres, proyectándolo bajo la falacia del espacio libre de contaminación y corrupción que ya recorrían las ciudades. A este respecto, recuerda la filóloga e investigadora M. Ángeles Cantero Rosales, «la figura de la prostituta llegó a tener un significado simbólico como encarnación de la violación de esa división. El doble rasero siguió vigente».
Para entonces, los nuevos modos de producción ya habían transformado las formas de vida: las personas quedaron desligadas de la comunidad agraria, que se entendía como un insulto al propio ser, una verruga dentro del paradigma moderno. “Ahora debían someterse a un contrato de trabajo, a una empresa competitiva”.
La moral y lo social
Dos espacios, entonces, reorganizaron la actividad humana, dice Cantero: por un lado, el mundo público de la producción, el trabajo remunerado, y el estado, donde los seres humanos se convirtieron en piezas equivalentes de un engranaje, interrelacionadas por el dinero y el trabajo; y, por el otro, el mundo privado de las relaciones de parentesco y de amor, que vino a abarcar aquellos aspectos de la experiencia humana relacionados con el mundo de los sentimientos y desligado de las actividades políticas y productivas, orientadas hacia lo racional y material.
Con todo ello, las dos imágenes que tomaron partido en torno a la identidad femenina fueron la imagen enaltecida del ejercicio moral y social de la maternidad, haciendo hincapié en la supuesta naturaleza de los cuidados de las mujeres, de la utilidad social a través de la entrega a otros; y, por supuesto, la imagen de la mujer paciente, silenciosa. Se reflejó en la pintura, pero también en la literatura y en el teatro, en las pequeñas narrativas diarias y en el consenso de algunos por frenar una tercera imagen, la de la oradora, disidente del proyecto doméstico, que reivindicaba el espacio público-político.
Mientras que muchos escritores y artistas masculinos utilizaron la muerte de mujeres o la muerte en las mujeres, despojándolas de identidad misma, como la inspiración marcada por ese abuso, algunas artistas femeninas de la época victoriana, sobre todo Christina Rossetti y Elizabeth Siddall, usaron su arte para resaltar esta explotación y reivindicar su subjetividad como creadoras y no musas pasivas. En la actualidad, todavía, aquellos lienzos de escenas tímidas confinadas siguen aprisionando otras posibilidades.
Fuente: https://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2022-11-27/como-las-mujeres-quedaron-atrapadas-arte-xix_3529067/