‘La habitación de Dylan Thomas’, de Antonio Costa Gómez, se rebela contra la deriva alienante de edificios de estética pretendidamente moderna
MARIO CANAL / EL MUNDO
Se arrepintió inmediatamente y pidió disculpas, pero la frase de Esperanza Aguirre sobre la arquitectura contemporánea quedará como uno de sus grandes hits: «Habría que matarlos [a los arquitectos], porque sus crímenes perduran más allá de su propia vida». Lo soltó hace algo más de diez años frente al Ayuntamiento de Valdemaqueda, un pequeño edificio de formas cúbicas contundente y funcional; casi un molde de las construcciones administrativas contemporáneas, frías y geométricas, cuyo linaje asciende hasta la arquitectura moderna de entreguerras; una estética que superó el espíritu burgués y decadente a base de eliminar lo superficial. Muerte al ornamento, que diría Adolf Loos.
El reduccionismo ha continuado desde entonces como paradigma de lo eficiente, aseado y pretencioso. Pero lo que en su momento resultó un programa estético y teórico original y rupturista ha degenerado en uniformidad y algo mucho peor: «Para mí el diseño moderno es autoritarismo y enemistad con la vida», explica Antonio Costa Gómez, autor de un delicioso libelo contra cierto tipo de estética contemporánea titulado La habitación de Dylan Thomas (Ed. Irrecuperables).
Filólogo e historiador de arte, también novelista, Costa Gómez (Barcelona, 1956) declara su lealtad al espíritu individual y naturalista que el poeta estadounidense que da título a su libro dejó tras de sí en la habitación donde escribía. Un espacio lleno de recuerdos personales, fotografías y mobiliario humilde y gastado que puede visitarse en Laugharne, Gales. Y se lía a patadas contra el mobiliario de diseño uniforme, contra la arquitectura que excusa su falta de originalidad en las formas depuradas, contra los chefs que venden humo.
«Mi libro surge de un hartazgo. De entrar en montones de locales y bares que parecen comisarías, de sentirme sin escapatoria». También de sentarse en bancos públicos sin respaldo. «Parece que quieren que te caigas o te mantengas estirado y sin aliento. No quieren que estés a gusto, que seas tú mismo», asegura. «El diseño moderno es una violencia contra todos nosotros». La postura de Costa Gómez tiene poco de impulso reaccionario. Es culta y sensible, cáustica y melancólica. Convence y seduce porque diferencia entre la relevancia del movimiento moderno, la Bauhaus, por ejemplo, de lo que vendría después agotando el molde. Todo aquello que antepone el rígido concepto de un diseño al bienestar del usuario.
En 96 capítulos breves de dos páginas cada uno, La habitación de Dylan Thomas desgrana las filias y las fobias de Costa, subjetivas aunque no arbitrarias. Un sutil juego de té de Charles Mckintosh, sí. La famosa silla Rietveld, qué tortura, o el movimiento De Stijl, no. El mobiliario tubular de Marcel Breuer o los interiores japoneses escuetos y misteriosos, sí. La poesía austera de Antonio Machado, también. El mobiliario urbano del barrio de La Défense, en París, o de cualquier plaza dura llena de triángulos y rectángulos, no. Para Costa, habría un diseño «que libera» y otro «que aplana».
«Creo que existe cierta complacencia con seguir un estilo sobrio, seco, a veces tosco y aburrido, que no llame la atención, en una gran cantidad de edificios que se construyen en estos días», asegura Pedro Feduchi. Arquitecto y diseñador, es reconocido también por su comisariado de exposiciones que plantean genealogías históricas de ambas prácticas.
«El racionalismo de nuestros días ya no tiene la magia ni el brío que tenía cuando se inventó en los años treinta», continúa Feduchi. «Es un minimalismo acomodado y, en parte, consecuencia de una postura ideológica. Está mediatizado por varias imposiciones que entran en juego y que afectan a las decisiones de los diseñadores y arquitectos», dice. La industria de la edificación, el cumplimiento de las normativas, los agentes inmobiliarios, los clientes… «Todos están implicados en esta moda de corrección estética y falta de autonomía creativa», añade.
La analogía entre diseñador o arquitecto y dictador aparece varias veces en el libro de Costa, que tiene como subtítulo Contra el diseño moderno y pijo. «En lo social el minimalismo se corresponde con esos pijos que quieren alejarse de toda vida y toda variedad, y que no quieren que les roce nadie. Es el espíritu de la pijería excluyente: ‘Pago mucho y quiero que el que no puede pagar esté lejos’», comenta el escritor.
Paul McClean es el arquitecto de las estrellas de Los Ángeles. Ha creado la casa de Beyoncé y Jay Z por la que han pagado 88 millones de dólares en Bel Air. Representa una estética inane de cubos gigantes. «Nos habla de la falta de capacidad de muchas personas para construirse una personalidad propia y original», sugiere Feduchi: «Es por ello que triunfa un estilo consagrado y globalizado por los medios. Sólo la fotografía es la protagonista de esa arquitectura».
Lo de McClean y sus emuladores podría denominarse como no-taste. La identidad estética definida por la ausencia de gusto: ni bueno ni malo. Inexistente. Lionel Messi o Chris Hemsworth también tienen casas de este tipo en lugares privilegiados. No importa el contexto cultural, se colocan en un sitio u otro. Podemos considerarlas el cénit de la decadencia en el diseño arquitectónico. Edificaciones de trazo esquemático alejadas del «buen racionalismo, que es muy costoso: hacer desaparecer los elementos que entran en juego en la construcción, conseguir soluciones simples y limpias, lleva más esfuerzo que no hacerlo», según Feduchi.
Las críticas a la arquitectura y el diseño vacuo o reduccionista surgen desde posiciones que reclaman la tradición, pero también de profesionales y grupos de ciudadanos críticos con los desmanes arquitectónicos y urbanísticos. «Actualmente, las ciudades están tendiendo a la estandarización, a replicar modelos comerciales y estructuras culturales», relata la arquitecta Ariadna Cantis, que desarrolla proyectos de investigación y divulgación en este ámbito. El diseño de espacios públicos asépticos «poco amables para los ciudadanos», afirma, «no son considerados buenas prácticas a día de hoy».
En los países escandinavos la plataforma Architectural Uprising -revuelta arquitectónica- busca cancelar con creciente éxito los edificios que parecen «cajas de zapatos gigantes, juguetes o accidentes», según indican en su web. Y perfiles en redes sociales como Culture Critic denomina «sanación» a la remodelación de cualquier edificio moderno, de los malos, que es renovado con un estilo más acorde a la estética tradicional. «Ya no se puede hacer arquitectura vernácula de verdad. Se puede hacer una ficción formal de la misma», previene Feduchi.
El diseño y la arquitectura modernos surgieron para aligerar las formas y liberar al ciudadano. Ahora, se sugiere que un alienante exceso de simplicidad puede limitar su longevo éxito. Para Costa Gómez, «la solución es acabar con el diseño único, que haya muchas opciones. Que la gente pueda expresarse, que este diseño no aplaste a todos los demás. La solución es un poco de apertura, de imaginación. Pero mi preferencia personal es un cierto romanticismo nuevo».
Fuente: https://www.elmundo.es/cultura/2023/08/20/64df97cce4d4d8416d8b457f.html