El ser humano siempre ha encontrado el reconocimiento social en el consumo y alardeo de bienes exclusivos. Sin embargo, una –hipotética– democratización del lujo podría cambiar la percepción del estatus.
Jorge Ratia / ethic
Varios profesores del University College London publicaron un experimento social titulado Penes pequeños y coches rápidos: evidencia de una relación psicológica, y el método que utilizaron era muy simple: hicieron creer a los participantes (hombres) que tenían un pene relativamente pequeño o grande mediante información falsa sobre el tamaño estándar. A continuación, pidieron que valoraran, entre otras cosas, cuánto les gustaría tener un coche deportivo. Esta pregunta estaba oculta entre otras preguntas sobre hábitos y deseos de consumo, de modo que la hipótesis quedaba enmascarada. Los resultados mostraron que los hombres, sobre todo los mayores de 30 años, daban un mayor valor a los coches deportivos cuando se les hacía creer que tenían un pene pequeño.
Más allá de la irreverencia del proyecto, que los propios autores reconocen como absurdo y algo embarazoso (pero divertido), y más allá del limitado rigor científico del mismo, el marco teórico presenta una cuestión válida: ¿por qué existe el tópico de que un hombre que conduce un coche caro está compensando su autopercibida masculinidad frágil? Quizás es por consumo conspicuo, o sea, para exhibir un montón de recursos aparentemente malgastados que no tienen más uso que competir por las parejas y atraerlas. Es lo mismo por lo que un pavo real muestra su cola, y no es descabellado, pues un estudio refleja que emparejar a un hombre con la imagen de un coche deportivo aumenta su atractivo para las mujeres. Quizás, como alternativa, podría ser por mera autoestima, pues otro estudio apunta que algunas personas buscan artículos de lujo exclusivamente cuando su autoestima está baja (cuando descubren que tienen un pene pequeño), y pueden elevarla imaginando que tienen un coche de lujo.
Sea como sea, este tipo de acciones parece estar ligada a la búsqueda del estatus, el ansiado estatus, por el que tantos humanos compiten y que promete impulsar la carrera profesional, encontrar el amor y en general reparar todos los males. Además, siempre ha sido fácil detectar a los mercenarios de reconocimiento social: relojes ostentosos, grandes propiedades, –hoy en día– presencia en redes sociales… Sin embargo, el escritor Chuck Thomson, que curiosamente es uno de los autores del artículo sobre penes y coches, habla de un cambio de paradigma, de una revolución del estatus, en la que los louboutins y lamborghinis están en entredicho. «¿Por qué ahora los dueños presumen de sus perros rescatados y se disculpan en silencio por sus mascotas con pedigrí? ¿Por qué la gente presume de sus semanas de trabajo agotador?», reflexiona en su último libro, titulado La revolución del estatus: la increíble historia de cómo lo vulgar se convirtió en sofisticado.
Su teoría responde que el estatus ya no es para unos pocos elegidos, es para todos. Se está produciendo un cambio de percepción sobre el prestigio que podría reorganizar la sociedad de una manera más equitativa, y permitiría que aquellos que quieren ser respetados pudieran hacerlo sin aprovecharse de los demás. Según el autor, nuestra comprensión del estatus ha estado tradicionalmente arraigada en suposiciones de las instituciones religiosas y la ética de la ilustración, que se burlaba y desaprobaba el instinto humano por el estatus y el afán de privilegio. No obstante, los estudios más recientes sugieren que el cerebro humano busca, anhela, y exhibe estatus. Por tanto, la tesis de Thomson es que, en lugar de sentir vergüenza, deberíamos aceptar como natural la búsqueda de estatus: «no es pecado, es biología».
Dicho lo cual, se advierte que las nuevas reglas del estatus, entre las que destaca la banalización de lo exclusivo, vienen marcadas parcialmente por los imperativos empresariales. La publicidad ha convertido el estatus un constructo inclusivo, no por convicción, sino por obligación, con el fin de consolidar ciertas marcas en una industria del prestigio. El producto de lujo siempre había sido escaso y caro, creado en el taller de una empresa familiar. Este sistema tan de la vieja escuela dificultaba la escalabilidad de la marca, y por ello se necesitaba atraer a una masa de seguidores. ¿Cómo podía, por ejemplo, BMW mantener su reputación de elitismo cuando sus coches eran conducidos por profesores de colegio? Promoviendo la idea de que el estatus es para todos. Esta es la base de un sistema completamente nuevo de estatus, prestigio y privilegio en el que la democratización del lujo es una estrategia de la industria «marketiniana», capaz de convencernos de cualquier cosa.
Trampa o no, los pobres pueden jugar a ser ricos y los ricos pueden jugar a ser pobres. De hecho, los ricos de ahora quizás se estresan menos por el clásico estatus tradicional y se permiten vestir de chándal, irse de vacaciones a Alicante o cenar hamburguesa con patatas; pero que nadie se engañe, el Gucci y el Chanel del Paseo de Gracia de Barcelona sigue teniendo suficiente clientela.
Las conclusiones de Thomson, entonces, deben ser tratadas con cautela, pues la filosofía que practica en sus páginas está basada en observaciones personales, métodos pseudocientíficos y sobregeneralizaciones fácilmente evitables. Aunque plantea un análisis interesante para suscitar una charla con uno mismo, quizás se podrían rebajar las expectativas y no tratar al vigente paradigma del estatus como revolución, sino como evolución natural de los hábitos de consumo en colectivos concretos de la sociedad. Al fin y al cabo, ¿es posible hablar de «estatus para todos» teniendo en cuenta que «estatus», por definición, separa lo preciado de lo insignificante? Es más, ¿tiene siquiera sentido avalar una supuesta democratización del estatus mientras el 26% de la población española está en riesgo de pobreza?