Nombrado así por la isla del Pacífico que Estados Unidos hizo estallar por los aires cuatro días antes de su presentación en Francia, el bikini parecía representar un salto social, pero escondía significados cuestionables
CARMEN MACÍAS / ACV / EL MUNDO
La vestimenta de las mujeres siempre ha sido un campo de batalla de regulación y presión social. Corsés, enaguas, faldas de aro o polisones… Durante siglos, han estado obligadas a usar prendas de ropa pesadas que restringían todo movimiento. A través de la moda, una cuestión paradójicamente determinada como «femenina», el sistema iba reflejando el papel que ellas tenían que tener en el marco de convivencia que los hombres establecieron: ser un adorno. Con dicho fundamento como prólogo aparecieron también los bikinis.
Esta prenda veraniega, en realidad, no es tan moderna como parece. Un mosaico conocido como ‘Chicas en bikini’ hallado en una villa romana del siglo IV en la piazza Armerina de Sicilia (Italia) lo demuestra. Eso sí, puede decirse que su primera gran aparición en público de manera popular llegó a mediados del siglo XIX, aunque ya en el siglo XVIII las clases sociales más elevadas se acercaban al mar con cierta frecuencia como una práctica de vida saludable.
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Fueron las mejoras en los sistemas ferroviarios y otros métodos de transporte lo que hizo de aquellos viajes un pasatiempo más común para una población algo más amplia. Nadar y pasar el día en la costa se volvió una actividad recreativa de primera. Sin embargo, hasta la época victoriana, las mujeres privilegiadas no pudieron disfrutar de un baño en alguna playa pública, aunque con estrictos códigos de vestimenta que requerían, entre otras cosas, que estuvieran cubiertas de pies a cabeza.
En el marco de la mirada masculina
No solo eso, el protocolo, como un escondite, incluía que fueran desplazadas en carruaje, con el fin de que quedaran ocultas durante el camino. Solo unas pocas y en algunos pocos lugares tuvieron la posibilidad de acceder a la orilla usando lo que llamaban máquina de baño, pequeñas estructuras con ruedas que arrastraban con ellas por el agua mientras garantizaban su privacidad.
El gran libro de instrucciones que debían seguir para pegarse un chapuzón y refrescarse, en cualquier caso, no parecía suficientemente amplio para algunos legisladores. Entre 1838 y 1902, llegaron incluso a implementar leyes para prohibir que las mujeres nadaran durante el día en algunas zonas de Australia.
Al mismo tiempo, el traje de baño (como se le conocía) iba tomando forma para convertirse en un elemento esclarecedor de cada década que atravesara. Una especie de simbología ya sugería en torno a él los vestigios de tiempos pasados y las posibilidades futuras, una sugerencia narrativa ligada siempre, por supuesto, a la imagen del cuerpo de las mujeres en el marco de la mirada masculina.
La natación, el primer paso
En un principio, estos trajes estaban hechos de tela de franela gruesa, lo más opaca posible y lo suficientemente resistente como para no levantarse con el agua. Poco a poco, se empezaron a fabricar con lana, algodón o incluso con felpa, según señala la archivista de moda, historiadora y curadora Beth Duncuff Charleston, en un artículo para el Instituto del Traje del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York (MET).
Fue a principios del siglo XX cuando su diseño empezó a adquirir formas más ligeras. En 1896, la natación se había convertido en un deporte olímpico e interuniversitario en algunos países, con lo que mucha gente se dio cuenta de que los trajes hasta ese momento se habían diseñado sin tener en cuenta su funcionalidad.
Parecía casi imposible, pero el bikini estaba bastante cerca de aquellas escenas moralistas y decorosas que seguían produciéndose fuera de las competiciones. En 1910, la ropa de baño femenina ya era menos restrictiva y pesada. Las mujeres expusieron entonces sus brazos, y los dobladillos se subieron hasta la mitad del muslo. A medida que avanzaba la década de 1920, los trajes de baño se hicieron más pequeños, y su demanda creció.
Cultura visual del físico
Se dice que el primer dos piezas funcional fue inventado por Carl Jantzen en 1913, aunque el diseñador de moda Jacques Heim y el ingeniero mecánico Louis Réard afirman ser los primeros en lanzar el bikini tal y como conocemos hoy. Sucedió en el verano de 1946 en Cannes y otras ciudades de la Costa Azul francesa.
No obstante, estos estilos ya se habían podido ver en la gran pantalla desde la década de 1930. Así, por ejempo, aparecieron mujeres en bikini en la película ‘Bathing Beauties’ de Mack Sennett y, en una versión pareo, también lo lució Dorothy Lamour en ‘Hurricane’ de 1937. A lo largo de aquella década, la cultura visual compartió espacio en la atención pública con el movimiento de salud y ‘fitness’ que llamaba a un físico femenino «sano y en forma». Se hablaba ya de «mantener la figura», y aunque se animaba a las mujeres a participar en el ejercicio para ello, solo les era posible en formas que se consideraran propias de una dama. La natación fue una de esas formas, lo que condujo además al gusto por el bronceado como parte de un nuevo cánon estético. A finales de la década de 1920, una piel bronceada ya no era un marcador de la clase trabajadora como antaño, sino que parecía expresar que la persona había estado de vacaciones y, por lo tanto, tenía dinero.
Sin embargo, el traje de baño seguía provocando reticencias, hasta que estrellas consagradas como Rita Hayworth, Ava Gardner y Marilyn Monroe fueron fotografiadas usándolo. Entre el revuelo y el dualismo público, no tardó en intervenir el Vaticano, decretando formalmente que aquel diseño era pecaminoso. Varios estados de Estados Unidos, donde algunas mujeres ya los llevaban abiertamente, prohibieron su uso. En Europa, sin embargo, el asunto no había llegado tan lejos, porque aún seguían utilizándose versiones más amplias que cubrían todo menos una pequeña franja del torso.
El bikini y la guerra
El escándalo entonces se vistió de guerra. En la década de los cuarenta todo se dispuso en clave de combates. Fue en ese escenario donde su nuevo tamaño se consagró: las pocas raciones de tela permitidas durante la Segunda Guerra Mundial para algo que no fuera material bélico sentarían las bases para el éxito del bikini.
Por ejemplo, una ley estadounidense promulgada en 1943 requería que los mismos materiales sintéticos utilizados para la producción de trajes de baño hasta el momento se reservaran para la producción de paracaídas y otras «necesidades de primera línea». Por lo tanto, el traje de dos piezas, más económico, empezó a ser también patriótico. Su diseño seguía ocultando modestamente el ombligo por medio de bragas de talle alto, eso que hoy conocemos como «retro», pero el cambio empezaba a ser notable en el país norteamericano.
Mientras tanto, en Francia, Réard se había hecho cargo del negocio de lencería familiar en 1940, y pasó directamente a competir con el diseñador francés Jacques Heim. ¿El objetivo? Aquella codiciada prenda novedosa que mutaba al ritmo de metralletas y tanques. Tres semanas antes, Heim había llamado ‘Atome’ a un conjunto de dos piezas unidas por la parte delantera que presentó como «el traje de baño más pequeño del mundo».
El cuerpo y el miedo capitalizados
La competencia entre ambos diseñadores llegado el año 1946 mezcló un lenguaje relacionado con las nuevas armas de destrucción masiva, pero no era casualidad. En ‘Atomic Culture: How We Learned to Stop Worrying and Love the Bomb’, sus autores Michael A. Amundson y Scott C. Zeman señalan que los anunciantes de bikinis capitalizaron tanto la espeluznante fascinación del público por lo bélico como su miedo a la aniquilación nuclear.
Así mismo lo explica Kelly Killoren en su libro ‘The Bikini Book’ cuando resalta que las mujeres consideradas atractivas en la década de los cuarenta eran conocidas como «bombas», y a cualquier cosa sexuada y aparentemente sexual se le apodaba «atómica».
La evolución del diseño del bikini, por tanto, trazaba la emancipación de las mujeres, como muestra de libertad a través del cuerpo, con generaciones de iconos de la pantalla grande que empezaban a conformar el mito de la femme, pero al mismo tiempo establecía un patrón específico sobre todas ellas: tras la idea de fatale, como un decorado mismo, las mujeres seguían siendo entendidas como territorios de conquista, paralelismos de guerra que los hombres continuaban definiendo en múltiples formas y formatos.
El espectáculo de los experimentos nucleares
Nombrado en honor al atolón de la isla del Pacífico que Estados Unidos hizo estallar por los aires solo cuatro días antes de su presentación en Francia, el bikini parecía representar un salto social que involucraba la conciencia corporal, las preocupaciones morales y las actitudes sexuales de una época de temores exponenciados.
La «Operación Crossroads» daba paso al espectáculo de los experimentos nucleares explicados a masas de públicos como una especie de performance. Mientras dejaban inhabitables varias islas de coral y producían niveles de radiación muy por encima de lo previsto, el mundo había asumido los estruendos, y ya solo miraba atónito a través de una voluntad corrompida. El miedo se entrelazaba con el deseo desenfrenado de olvidarlo.
El 5 de julio de 1946, el bikini llegaba a los escaparates de Francia. Muchas mujeres no tardaron en hacerse con uno, especialmente en las costas mediterráneas. Un año después aparecía en Estados Unidos. Los cuerpos de las mujeres, para entonces más expuestos que nunca antes, se volvieron a su vez peligrosos y tentadores en los anuncios de las revistas, pero como destaca la historiadora Jennifer Le Zotte, el bikini solo sería un ejemplo temprano de este fenómeno de la posguerra.
Lo sexy entretenía a los hombres
Con el disfraz de la romantización, igualar la conquista militar y las búsquedas sexuales atravesando el cuerpo de las mujeres no es nada nuevo: quién no ha escuchado alguna vez eso de que «en el amor y la guerra todo vale». Esta famosa frase tomó su forma más evidente durante la guerra entre el eje soviético y los países aliados del occidente capitalista: Chicas pin-up que hacían compañía a los soldados estadounidenses durante largas giras, lo sexy entretenía a los hombres de las tropas que, fuera de las trincheras, preguntaban por las «bombas».
La dualidad residía ahí, en el lenguaje mismo: mientras algunas mujeres eran expuestas, otras comenzaron a probarse un bikini lo hicieron precisamente porque nadie las veía. Es decir, la moda de la nueva ropa de baño se catalizó en dos vertientes gracias a la creciente popularidad de las piscinas privadas.
Excepto la religión, todo era también privado y prohibido en España cuando se vieron los primeros bikinis en sus playas, ya entrada la década de los cincuenta. En pleno lavado de cara de una dictadura franquista que se abría al turismo, la costa valenciana, desde Alicante hasta Benidorm, se convirtió en una auténtica pasarela de modas que, para la sociedad española sujeta a la moral del fascismo, aún parecían una auténtica distopía. Fue allí donde la guardia civil puso multó a una mujer por llevar bikini. 40.000 pesetas debía pagar aquella turista, apunta la periodista Noelia Fariña en un artículo para El País, aunque una fotografía de una joven francesa en la playa de Santander, obtenida por Joaquín del Palacio con fecha de 1948, sugiere que pudo llegar bastante antes de manera un tanto clandestina.
La revista estadounidense Sports Illustrated, como apunta en un artículo para la BBC, publicó su primera edición de trajes de baño en 1964, «el mismo año en que el vanguardista diseñador de moda estadounidense nacido en Austria Rudi Gernreich, un nudista abierto, activista gay y defensor de la liberación sexual, presentó el controvertido topless de una pieza: el monokini, una tormenta en los liberales años 70«. Gernreich decía entonces que el pezón femenino se descubriría en cuestión de cinco años. No fue así. Cinco décadas después, el cuerpo de las mujeres sigue siendo objetizado, pixelado por las nuevas tecnologías que hacen en cualquier caso de viejas tácticas de control contra las que el movimiento feminista sigue luchando.
Fuente: https://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2022-06-04/historia-bikini-geopolitica-nuclear-cuerpos-mujeres_3433444/