Gracias a los avances en biomecánica e inteligencia artificial, los ‘sexbots’ cada vez son más realistas. De ahí que entre los expertos se formulen preguntas que hace sólo unos años parecían estrambóticas: ¿Es moral acostarse con un robot? ¿Puede considerarse una infidelidad? ¿Es el sexo un derecho humano?
REBECA YANKE / PAPEL / EL MUNDO
Funcionan como cualquier cosa hoy en día: se descarga una app y se diseña cómo nos gustaría que fuera nuestro robot sexual. Como si estuviéramos jugando a Los Sims.
Pueden ser, al hilo de los tiempos, femeninos, masculinos o transgénero aunque, en honor a la verdad, la mayoría de los que se venden siguen teniendo aspecto femenino e hipersexualizado.
Pueden tener el aspecto exacto que nos imaginemos. Y pedir, por ejemplo: «Me pone, por favor, uno con el pelo cano, arrugas y aspecto cansado».
No es broma: el año pasado RealDoll, la empresa que en 2017 lanzó Harmony, el que se sigue considerando el robot sexual con inteligencia artificial más avanzado del mercado, (a partir de unos 10.000 euros por unidad), mostró el pasado junio en sus redes sociales al sexbot más anciano conocido, la petición especial de un cliente que estuvieron encantados de satisfacer.
Los robots sexuales son en este cambio de año bastante más que muñecas hinchables pero bastante menos que humanoides. De Harmony cuentan que es hasta bromista y vacilona pero ni siquiera puede mantenerse erguida. Creados para dar placer a la sociedad más hedonista de la Historia, la nuestra, «están diseñados por las exigencias del mercado y no en función de la investigación académica, lo que implica que los asuntos morales no están necesariamente incluidos».
La reflexión puede leerse en un estudio de 2020 sobre lo que ya se conoce como psicología robótica, la interacción entre humanos y máquinas y cómo éstas nos cambian. La investigación, elaborada por tres universidades españolas (La Laguna, Lleida y Granada) abordaba así el debate más urgente: la necesidad de reflexionar sobre los riesgos éticos de los sexbots y responder a las preguntas filosóficas pertinentes cuanto antes porque «la industria tecnológica no lo está haciendo».
¿Es moral acostarse con un robot? ¿Puede considerarse una infidelidad? ¿El sexo es un derecho? ¿Lo son nuestras fantasías? ¿Podemos hacer cualquier cosa con un robot dado que ni siente ni padece? ¿Reproducen los robots una imagen de la mujer que llevamos décadas intentando desmontar? ¿Qué hacer si alguien demanda robots de aspecto infantil?
«Queríamos demostrar que los parámetros que se emplean en su diseño responden a preferencias masculinas, reflexionar sobre si debe preocuparnos el tipo de relaciones que se pueden establecer entre sexbots y humanos y hasta qué punto serían saludables. Finalmente, quisimos poner sobre la mesa la hipótesis de que los sexbots no surgen, habitualmente, de un punto de vista moral que persiga proteger los valores humanos», explican las autoras españolas.
Lo cierto es que tanto quienes defienden como quienes rechazan que el uso de robots sexuales se expanda están preocupados, lo que da una idea de la importancia de lo que está en juego. Los hemos aceptado ya en nuestros hogares, colegios y hospitales. Pero los robots sexuales bailan otra conga: «Son sólo una parte de la historia, la punta del iceberg de un asunto muchísimo más complejo», cuenta por email Maurizio Ballistreri, profesor de filosofía de la Universidad de Turín, especialista en transhumanismo y autor de Sex Robot (Malpaso) que acaba de publicarse en España y aboga por aceptar que Harmony, Henry, Samantha y Roxxxxxy (por nombrar cuatro) andan desperdigados por el mundo y, como toda tecnología, tendrá consecuencias.
Ballistreri los enmarca en un fenómeno propio del Tercer Milenio: cómo el sexo pasó de ser tabú a ser mainstream y que hayamos asumido con asombrosa naturalidad que en nuestra vida sentimental y sexual juegue un papel importante la tecnología. Hacemos sexting, cibersexo y videollamadas, conocemos gente a través de aplicaciones y redes sociales y ya ni nos sorprende -ni hace gracia- que en las mesas navideñas alguien siga mencionando el Satisfyer.
«La reflexión filosófica puede ayudarnos a entender de donde nace nuestra inquietud, si nuestras preocupaciones están verdaderamente justificadas o no», apuesta este académico, y cree que la pregunta de partida sería ésta: «¿Existen fantasías sexuales moralmente apropiadas y otras que no lo son? En otros términos: ¿hay fantasías que las personas no deberían tener o que sólo podrían tenerlas personas pervertidas o depravadas? ¿Es justo juzgar a las personas por sus fantasías o sólo por sus actos? ¿Por qué habría que valorarlas en función de asuntos que sólo tienen que ver con ellos mismos?». Y la que más preocupa a parte del feminismo: con lo que ha costado explicar el consentimiento, ¿habrá que repensarlo?
Eric Horvitz, uno de los grandes especialistas en Inteligencia Artificial (IA) de Microsoft, miembro de la comisión del Gobierno de los Estados Unidos que promueve que ésta se desarrolle en función de valores éticos, afirmaba hace unos meses en estas mismas páginas que «la gran aplicación de ésta se está dando en el ámbito de la salud y de los cuidados», que los robots con IA permitirán «mayor vida independiente a las personas mayores» y evitarán, entre otras cosas, que «la pandemia de la soledad continúe extendiéndose». Para muchos, dentro del espectro sanitario se encontraría también la satisfacción sexual.
«Cuidarán de nuestros hijos y se ocuparán de la casa, estarán junto a nosotros cuando nos hagamos viejos y dependientes. Es verdad que de momento los robots son rudimentarios pero la pregunta sigue siendo la misma: ¿Hay algo de malo en practicar sexo con un robot? No creo que sólo las personas moralmente viciosas estén interesadas en ello, hay quienes no responden a los cánones y estereotipos de nuestra época y viven excluidos del sexo, hay personas con discapacidad para quienes un sexbot puede ser la solución para calmar la ausencia de afecto humano. El sexbot, de hecho, no es únicamente una réplica de una relación humana sino el símbolo más evidente de nuestra dependencia de la tecnología», afirma.
Lo que la sexología responde es que «mientras el robot sirva para cubrir deseos, apetencias o peculiaridades eróticas no dejaría de ser un simple juguete sexual«. «Eso significa», piensa Iván Rotella, miembro de la Asociación Española de Profesionales de la Sexología (AEPS), «que la interacción erótica no debería evaluarse por criterios políticos o normas que censuren la intimidad en base a una moral colectiva que regule hasta la fantasía». «Si todas las personas tenemos que desear lo mismo, fantasías encorsetadas en planteamientos supuestamente aceptables, tenemos un grave problema de pérdida de libertad individual y esto incluye la infidelidad», afirma.
Es decir, «salvo que se pertenezca a una confesión o cultura concreta, el concepto de infidelidad se negocia en pareja y responde a su realidad, no a un concepto universal de pareja que no existe». Hasta aquí todo bien, pero el propio Rotella reconoce que «a día de hoy ya hay conflictos de pareja derivados del supuesto uso del Satisfyer como sustituto y no como complemento». «La cuestión no es el Satisfyer sino la mala comunicación o los problemas no resueltos que se enfocan en el juguete para no abordar la realidad», matiza. Dicho esto, también los sexólogos demandan que «se decida qué status damos a los robots ética y legislativamente antes de que empiecen los problemas».
«La ética y la regulación de la Inteligencia Artificial están cada vez más presentes en la agenda política», tranquiliza Mark Coekelbergh, profesor de Filosofía de la tecnología en la Universidad de Viena (Austria), miembro del grupo de expertos que asesora sobre IA a la Comisión Europea y autor de un libro traducido al español, Ética de la inteligencia artificial (Cátedra). «Lo que ahora es importante es que el desarrollo de la IA venga acompañado de una visión regulatoria. Los próximos años serán vitales: ¿traerán estas directrices medidas concretas? ¿Cómo interpretarán los tribunales la legislación? ¿Cuáles son las consecuencias para la innovación y los derechos humanos?», enumera en una entrevista con Papel.
Coeckelbergh cree que «los seres humanos siempre han utilizado objetos para el sexo» y que, además, «los actuales robots sexuales son básicamente muñecos». «Pero con la IA han adquirido capacidad de habla y esto plantea problemas éticos porque se venden como capaces de dar sexo, compañerismo e incluso amor mientras que sólo hay imitación. Las empresas hacen todo tipo de afirmaciones y generan falsas expectativas», advierte. Y, al igual que Ballistreri, alude a un fenómeno mayor, la supuesta apertura sexual de nuestras sociedades «y el problema de las relaciones humanas, donde algunos no pueden ni correr el riesgo de tener sexo real». Lo resume bien Rotella: «Hablamos más de sexo pero aún no hablamos mejor de sexo».
«Ése es el problema más urgente, los robots sexuales son sólo un síntoma del deterioro de las relaciones entre las personas y la influencia de las tecnologías, que dan a la gente ilusión de control. El amor y el sexo real dependen de la vulnerabilidad y de la voluntad de arriesgarse y sorprender al otro y la tecnología no puede ofrecer esto», cree este especialista en el asunto.
Lo mismo piensa la psicóloga y sexóloga Patricia Díaz Saco, «que ya tenemos relaciones superficiales, que ya saltamos de una a otra poniendo parches porque no queremos abrirnos y mostrar vulnerabilidades». «Por supuesto que lo próximo será un robot, que no demanda nada en absoluto y al que no tenemos que contarle o explicarle nada», opina.
Porque «mientras los robots sexuales son aún una exageración, relativamente raros», culmina el especialista austriaco en IA, «las redes sociales y las aplicaciones de citas ya tienen una gran influencia en las relaciones humanas y mercantilizan la sexualidad«. «El peligro real que plantean los robots sexuales no son estas muñecas con un poco de tecnología sino que a través de una gran variedad de tecnologías y medios, dentro de un contexto capitalista, somos nosotros los que nos estamos convirtiendo en robots».
Fuente: https://www.elmundo.es/papel/futuro/2022/01/05/61cc46a921efa0ee618b4591.html