Tras una larga investigación en el archivo existente y realizar docenas de entrevistas, el historiador mexicano Benjamin Smith recoge en su último libro la evolución que ha tenido el narcotráfico en México desde principios del siglo XX hasta la actualidad.
Benjamin Smith / ethic
Cruz nunca quiso meterse al negocio del narco, pero no tuvo alternativa. Nació en Carácuaro, en 1989, y era el más pequeño de 11 hijos. El pueblito común y corriente que en el siglo XIX fungió como base de operaciones del ejército independentista mexicano, ubicado en la Tierra Caliente de Michoacán, no brindaba muchas oportunidades de trabajo a su población. La mayoría de la gente se dedicaba a la agricultura y vendía sus productos en el mercado local, o, si podía pagarse el pasaje, migraba al norte para encontrar trabajo. Era uno de los pueblos más pobres del país, ubicado en uno de los estados más pobres del país. Cuatro de cada cinco familias vivían en pobreza extrema, y la de Cruz era una de ellas. «No teníamos tele ni coche ni nada. Solo una casita con piso de tierra, y nada más, porque mi papá nos dejó y se fue con su otra mujer».
No obstante, el pueblo de origen de Cruz tenía una ventaja particular: estaba en una hermosa carretera sinuosa que llevaba de la costa oeste de México al centro del país, y de ahí a Estados Unidos. Para mediados de los noventa, esa carretera se había convertido en una de las principales rutas de la droga en el país.
Desde pequeño, Cruz se familiarizó con el negocio. Cinco de sus hermanos llevaban droga de la costa a Morelia, la capital del estado, al igual que tres de sus cuñados y todos sus primos. «Todos estaban metidos. No conocía a nadie que no estuviera metido. Pero nadie decía nada. Nomás era un trabajo». Hasta su madre estaba involucrada. En una cabañita de madera del ranchito donde vivían, les guardaba armas y drogas a los narcos. Y, cuando Cruz tenía siete años, empezó a trabajar como halcón y su responsabilidad era vigilar el almacén.
Cuatro de cada cinco familias vivían en pobreza extrema, y la de Cruz era una de ellas
Durante los 10 años en los que estuvo metido en el narco, Cruz evidenció una singular falta de ambición. Puesto que sus hermanos fueron subiendo de rango, de transportistas a sicarios, y luego a jefes locales, con frecuencia se burlaban del hermanito tímido y enclenque. Pero a Cruz no le importaba, pues le gustaba ser halcón. Ese trabajo le permitía recorrer a pie el impresionante paisaje que rodeaba el rancho, así como cuidar a su madre, que cada vez estaba más vieja. Tampoco le interesaba en absoluto experimentar con las drogas que comerciaban. Jamás abrió un paquete, jamás husmeó, jamás se drogó. «Eran para los gringos».
Lo que sí notaba era cómo iba cambiando la mercancía. A mediados de los noventa, transportaban cocaína. «Cuando recién empecé, mis hermanos traían un montón de perico bien envuelto en paquetes de celofán, con números y nombres a un lado. Nadie me dijo qué significaban y yo no pregunté». Luego, hacia el final de esa década, empezaron a llevar también marihuana. Pero era la droga que menos le agradaba a Cruz: «Tenía que llevarla a la cabaña, hasta arriba del monte, y venía en unos sacos enormes. Era muy pesada… y apestaba». El cambio de siglo trajo consigo otro cambio en la mercancía: «Entonces fue puro hielo [metanfetaminas] y chiva [heroína]. Decían que venía de las montañas que rodean Zihuatanejo y Petatlán».
También observó cambios en las redes de protección locales del narco. Al principio, los encargados eran los policías estatales. Cuando Cruz era niño, iban al rancho, metían unos cuantos paquetes de cocaína a la patrulla y se iban a la capital. «Hasta [un político local] vino una vez. Quería agradecerles su trabajo a mis hermanos». Tras el cambio de siglo, los narcos mismos tomaron la batuta: «Cuando llegaron los Zetas, nos exigieron que trabajáramos para ellos. Si no lo hacías, te mataban. Así nomás».
Esos cambios en las redes de protección conllevaban violencia. En apenas tres años, fueron asesinados dos de los hermanos de Cruz y cuatro de sus primos; además, otro de sus hermanos desapareció junto con uno de sus cuñados. Para entonces, su árbol genealógico parecía el de una familia asediada por la peste negra.
En apenas tres años, fueron asesinados dos de los hermanos de Cruz y cuatro de sus primos
La madre de Cruz decidió en ese momento que debía proteger al menos a uno de sus hijos. Por lo tanto, en octubre de 2007, subió a Cruz a un autobús a Morelia. De ahí, él tomó otro autobús hasta Tijuana, donde lo recibirían familiares. Más tarde, a principios de 2008, logró cruzar la frontera hacia Estados Unidos, donde vivió con otros familiares en el noroeste del país. Se casó, tuvo tres hijos y se dedicó a cosechar fruta. Durante un tiempo estuvo a salvo.
Sin embargo, en 2018, agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE , por sus siglas en inglés) hicieron una redada en el lugar de trabajo de Cruz, en Middleton, Idaho. Lo subieron a un autobús, y cuatro horas después llegó al centro de detención más cercano, en el condado de Weber, en Utah. Fue ahí cuando hablé con él por primera vez, mientras esperaba que lo deportaran. Su abogado me pidió que colaborara probono en su caso como testigo experto.
A pesar de la interferencia propia de la línea telefónica del centro de detención, al hablar con Cruz me pareció que era un tipo tranquilo y reflexivo. Era un marido y padre devoto, y temía por el futuro. Temía que, si lo regresaban a México, los funcionarios y los sicarios del cartel que habían aniquilado a la mitad de su familia fueran tras él.
Los abogados aprovecharon todo el arsenal existente de prejuicios y estereotipos, y eso bastó para convencer al juez
Al final, su miedo no era infundado. Después de haber observado durante una década cómo cambiaba la demanda de droga en Estados Unidos, ahora era testigo de sus mecanismos abrasivos para combatir el narcotráfico. Los abogados del ICE usaron el testimonio de Cruz para mostrar al tímido bracero como un narcotraficante despiadado, un psicópata violento al que solo le interesaba drogar a la vulnerable juventud estadounidense. Desestimaron su declaración de que había sido reclutado por la fuerza, cuestionaron su trágica historia familiar e insinuaron que en realidad había migrado al norte para vender droga. Aprovecharon todo el arsenal existente de prejuicios y estereotipos, y eso bastó para convencer al juez. Dos meses después de su audiencia, lo subieron a un avión y lo mandaron de regreso a México.
En la última década, historias penosas como la de Cruz se han vuelto el pan de cada día, y los mitos en torno al narcotráfico mexicano se han vuelto parte de las narrativas más prevalentes del siglo XXI. Más allá del mundillo de los policías y los traficantes, esos mitos han sentado las bases para incontables guiones televisivos, personajes de cajón en películas de acción y prejuicios que infectan los argumentos de los abogados y las decisiones de los jueces.
Este texto es un fragmento de ‘La droga: la verdadera historia del narcotráfico en México’ (Debate, 2024), de Benjamin Smith.
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