Por Jesús Manuel Hernández
Cada día sumado al confinamiento las familias poblanas tienen la oportunidad de rescatar las recetas tradicionales, ajenas al “fast food” y donde los ingredientes regionales pueden usarse sin temor, pues ciertamente la cocina de mercado cotidiano, además de ser honrada, honesta, saludable, revoca la infancia y estimula la puesta en valor de la cocina poblana, la de antes.
El aventurero Zalacaín había hecho el propósito de poner en práctica algunas de las recetas de antes, cuando la cocina internacional no dominaba los hogares angelopolitanos, eran tradicionales, familiares, muchas conocidas y transmitidas con el “boca a boca” y donde los “tantos” no eran medidas aritméticas, sino “poquitos”, “pizcas” “a su gusto”.
En la casa de Zalacaín, como en muchos de los hogares de mediados del siglo pasado, se habían conservado con sigilo las recetas, las ocasiones, los momentos especiales para elaborarlas.
En tiempos de crisis afloraba la cocina económica, se aumentaba el ingenio y la improvisación, se usaban los productos a la mano y se procuraba no ir a la tienda de la esquina, al mercado, cuando no había tiendas de grandes superficies.
Así, el reciclaje de los alimentos era una práctica cotidiana y permitía a las nuevas generaciones ir conociendo los alimentos normales.
Hoy día el tema se resuelve con el pedido por aplicaciones de teléfonos inteligentes, donde el cobro es automático a una tarjeta de crédito, o bien por la llamada al sitio donde la “comida rápida” se pone a disposición del comensal y es enviada a domicilio.
Y así empezaron a desfilar por la mente de Zalacaín varios platillos, antojitos, preparados de improviso cuando se aparecía el hambre y era acompañada de alguna visita no contemplada.
Por ejemplo, en su casa, la abuela y su madre siempre tenían chiles poblanos, los usaban indistintamente para rellenar de cualquier cosa, o para hacerlos en rajas, simples, con un poco de cebolla o revueltas con huevos para el almuerzo o como parte de unos huevos ahogados donde la salsa de jitomate recibía las rajas de los chiles del tiempo con singular alegría para el paladar.
También se procuraba tener siempre queso fresco, de cabra, un tanto salado, se metía en tortas de pan de agua y con un poco de frijoles era una delicia, o cortado en rajas como acompañante de la sopa o de una carne asada.
Otro ingredientes de antes era la “nata”, cuando la leche se hervía y se obtenía esa capa de grasa de la auténtica leche y esa nata era la base de la mantequilla, o usada sobre una tortilla caliente y algo de salsa.
Si había queso fresco y había leche y nata, tampoco faltaba la crema, la llevaban los lecheros de Chipilo a la casa, cada tres o cuatro días se aparecía un repartidor con varios productos, crema, mantequilla, requesón…
De esos productos la abuela preparaba un plato excepcional, rápido, suculento y con mucha aceptación entre quienes lo probaban por vez primera. Era, por decirlo así, uno de los sellos de la cocina de la abuela.
Simplemente le decían “Rajas con crema” o “Rajas con leche” cuando a veces no había crema, el resultado era prácticamente el mismo.
Los chiles poblanos asados y pelados, las rajas se ponían en la sartén con algunas rebanadas de cebolla, aceite de oliva, y se le agregaba la crema o la leche, un toque de sal, muy poca, y se coronaba el plato con las rajas del queso de cabra, salado.
Eso bastaba para llenar de olores la cocina, sobretodo cuando una de las tías le ponía una rama de epazote.
Unas tortillas calientes y a comer, se hacían tacos con las rajas, eran verdaderamente llenadoras, sabrosas, envidiables hoy día…
Vaya tiempos aquellos cuando un simple plato de rajas con crema era suficiente para presumir de la cocina casera, como cuando la tía abuela hacía su “mezclilla”, pero esa, esa es otra historia.
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